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sábado, 29 de septiembre de 2012

PUZZLE DE AGUA DULCE





Había una vez una ciudad.
Llegamos a Colonia a media mañana; el día ya se perfilaba luminoso y cálido. El primer recorrido por la parte histórica bastó para que recordáramos por qué amamos a este lugar, y más aún cuando enfilamos hacia el muelle de los yates donde la regata que tendría lugar al otro día ya estaba a pleno con los preparativos. Aquello era un paisaje bucólico y soñador de barcos meciéndose, agua tranquila, paseantes a la orilla del río y ritmos lentos para cada palabra y cada movimiento.
Se nos ocurrió que era mejor no almorzar en la zona más turística, donde ya habíamos sido invitadas con queso fresco y una copa de vino, y nos instalamos en una parrillada del centro, sobre la vereda.
Craso error:
* Demoraron en atendernos.
* El mozo era medio lelo y dejó seguramente las huellas de todos sus dedos en los cubiertos al traerlos.
* Mis ravioles eran ocho.
* El ambiente era el de un Mc Donalds al mediodía.
* Había un payaso autodenominado Carqueja.
* A los niños no le daban una Cajita Feliz pero sí la Casita de Carqueja.
Nunca más.


Había una vez un gliptodonte.
A la tarde iniciamos la habitual ronda de museos, empezando por el municipal, donde otra vez morí de envidia al ver los gliptodontes enteros que tienen en el piso de arriba y las boleadoras y puntas de flecha expuestas sin demasiado orden ni concierto. Respeté la norma de no sacar fotos, a duras penas. Ambas nos horrorizamos por igual ante un cáliz hecho con decenas de huevos de aves diversas, punto inalcanzable de la bizarrez autóctona, obra de alguna señora de estanciero que resultó galardonada incluso por semejante adefesio. Charlamos un poco con la encargada, quien ante mi pregunta por las placas de gliptodonte que se venden en el hall de entrada confirmó mi sospecha de que eran auténticas. Se ve que de la prohibición de comerciar con fósiles que rige para el resto del país por acá no se tiene noticia.


Había una vez un desfile.
Los colonienses deben ser gente que vive para las competencias. Hace dos semanas, con Cecilia, caímos de pronto en un desfile escolar en Colonia Valdense que abarcaba gente con trajes típicos y disfraces varios y terminaba en el gimnasio del liceo para un encuentro entre escuelas de los pueblos de la zona. Ahora, con Roxana, la rambla se nos llena de golpe con adolescentes con los cuerpos pintados de anaranjado, o vestidos de cavernícolas o de personajes de El Chavo, a punto de organizarse por la Avenida General Flores hacia el centro para “un Telematch”, según nos contó un muchacho al que preguntamos qué diablos era ese loquero de músicas, escenografías y maquillajes entreverados y sin hilo conductor.
Yo me hubiera quedado, de todos modos, porque entre el público había gente relativamente interesante, pero la música nos corrió sin compasión y volvimos al casco histórico y al rumor del río.




Había una vez un hotel con jacuzzi.
Prepararnos para la piscina supuso el mal trago de probarse por primera vez un traje de baño frente al espejo tras largos meses de olvidar la dieta, las frutas y las ensaladas. Además no habíamos pensado mucho en el tema y solo llevamos las bikinis del verano, a todas luces demasiado sexys y reveladoras para un ámbito tranquilo y familiar como el del Hotel Leoncia. Pero la piscina climatizada tentaba mucho, y allá fuimos.
A nuestra llegada hubo un momento de silencio. Había unas diez o doce personas, todas con pinta de grupo familiar excepto dos muchachos. Mi resuelta entrada a la piscina duró como cinco minutos, al cabo de los cuales me convencí de que no era cómodo mantenerme en el reborde de unos treinta centímetros que había en el fondo, porque si me aventuraba un paso más dejaba de hacer pie y ya hace mucho que no nado, y menos en público y en un sitio tan reducido que no podría pasar desapercibida en caso de ahogarme. Arranqué para el jacuzzi, donde ya estaba instalada Roxana, quien había hecho en el mismo su entrada triunfal y glamorosa errándole a un escalón y cayendo encima de los dos veinteañeros. Comenzamos a sospechar que aquello no era lo nuestro.
A los diez minutos ya no existían la gente, los kilos de más ni las miradas de más de uno a nuestros escotes. Solo la paz, el calor, los chorros de agua y la sangre que se nos iba aquietando en las venas, como disponiéndose para una noche de sueño reparador.
Pero el sueño no entraba en nuestros planes, por el momento.


Había una vez una moza.
El agua caliente, el baño posterior y cierto aflojamiento al caer la noche me habían dejado con la presión por el piso. Casi no encaro la cena, pero al final partimos hacia la parte histórica, donde las personas parecían brotar de las grietas de las paredes e invadir todo el espacio con sus voces de música argentina, brasileña y norteamericana. Nos ubicamos en un barcito pequeño y degustamos unas pizzas con roquefort deliciosas.
Ya estábamos volviendo al viejo y querido Leoncia cuando mi amiga sacó el tema:
_ Che, Marie… La moza… ¿A vos no te pareció que era demasiado cariñosa con nosotras?
_ Sí, yo te iba a comentar lo mismo.
Uh. Nuestra única conquista de la noche del viernes consistió en una porteña rubia de ojos azules, flaca y cuarentona, que en diferentes momentos de la noche se dedicó a cada una. A Rox le contó parte de su vida, a mí me dijo su nombre y me hizo un mimo en la cabeza antes de despedirnos. Estuvo instalada junto a nuestra mesa tanto como se lo permitían los demás clientes, fue encantadora y por supuesto que nos pidió que volviéramos al otro día. 
Tal vez haya sido una estrategia de vendedora. Pero no me lo creo.




Había una vez una ciudad de Colonia en primavera.
Gente, gente por todas partes.
Cantores que desafinan en los boliches y que ante nuestra negativa a darles dinero nos dicen con tristeza “son tan lindas… ¡pero tan amargas!”.
Buñuelos con puré de calabaza.
Proyectos varios.
Comienzo oficial de la primavera con varias radios entrevistando personas (otras, por suerte) para celebrar el evento.
Museos, museos, museos.
Contactos varios con Montevideo que nos recuerda que no se olvida de nosotras.
Solcito amigable frente al río.
Gente linda.
Subida a escondidas a los cinco niveles de El Torreón y sus paisajes espectaculares, mientras los mozos no nos ven.
Medialunas microscópicas a veinte pesos cada una.
La Iglesia de Colonia.
Las rejas.
Los faroles.
Los mosquitos, que afortunadamente prefieren a mi amiga.
Los locatarios y sus piropos inocentes.
La puesta de sol junto a la isla y el perfil de Buenos Aires en el horizonte.





Había una vez una noche de sábado.
El jacuzzi esta vez no tenía veinteañeros pero sí una señora gorda que se molestó porque (según ella) le pusimos la silla encima de sus ojotas. Por suerte no demoró en irse, y tampoco duraron mucho los niños que nos invadieron y se pusieron a practicar zambullidas entre nosotras, ante la total inacción de sus padres. Hubo al fin una hora de soledad y silencio para sosiego del alma y afloje del cuerpo. Solo nos fuimos al momento de cerrar, a las nueve.
Los restaurantes estaban más llenos aún que el viernes y terminamos en el mismo bar del mediodía, ante la Plaza Mayor. Una especie de Peluffo vernáculo, un veterano de barba y un símil Capusotto estuvieron todo el tiempo castigando nuestros oídos con un variado repertorio de murga, candombe y porteñada. Por todas partes hay hordas de maestras ocupando mesas y mesas. Ahí entendemos el feriado largo argentino y la hiperabundancia magisterial de estos dos días. No tenemos ganas de hacer vida nocturna, y volvemos al hotel a la medianoche.




Había una vez un barrio de Colonia.
Un ómnibus local nos llevó hasta el Real de San Carlos, la plaza de toros abandonada a pocas cuadras de la playa. Le damos la vuelta alucinadas, sin entender cómo se dejó venir abajo algo tan hermoso.
El Museo de los Naufragios resultó un chasco; un enorme galpón de lata con decoración infantil por el cual estimamos que no valía la pena pagar los cien pesos de la entrada. Ahí se quedaron los tesoros de Collado y sus secuaces, sin nuestras miradas de domingo al mediodía, pero el Paleontológico nos compensó con creces. Pequeño, sí, dos habitaciones apenas, pero maravilloso. Charlamos horas con el guía, que nos explicó todo lo que sabía sobre los Doedicurus, Mastodontes y otras yerbas. Impresionante.
De allí fuimos a la playa, bajo un sol casi veraniego que ya me estaba dando colorcito en la cara. Encontré algunos fósiles, piedras de raro aspecto parecidas a dientes y otras simplemente hermosas, y me las llevé en la mano, porque andaba sin mochila. Empiezo a cuestionarme seriamente la posibilidad de tomar horas en el CERP de Colonia, si aparecen.




Había una vez un cliente y una moza.
Nos instalamos en el primer restaurante con aspecto amigable que tenía lugar, y resultó ser el mejor. Mis ñoquis con morrones y puerros fueron los más ricos que he probado en la vida, la decoración nos encantó tanto adentro como en la vereda, había un par de mesitas instaladas en el interior de dos autos clásicos y una chica que cantaba con una voz tan dulce que le terminé comprando un disco. Estábamos tan bien allí, bajo el sol tibio de setiembre, con buena música y un aire general de paz y armonía que nos quedamos horas y horas entre almuerzo, postre, café. La moza, la Nancy, resultó ser un personaje con la que ligamos terrible onda ya desde el momento en que Rox la llamó para pedirle algo y ella la calificó de rompepelotas, y más aún cuando yo le pregunté si tenía una bolsita para mis piedras y me la quiso cobrar a cinco pesos.
En la mesa de al lado almorzaban Diego y una pareja de veteranos. Diego es un flaco alto de mi edad, castaño, de rastas, con unos enormes ojos de expresión casi infantil. No lo habíamos visto más que de pasada estos días pero después de horas de escuchar su conversación (que, como la de todos los porteños por aquí, parece tener cierta tendencia al volumen más alto de lo necesario) ya sabíamos todo de su vida. Igualita a la nuestra: instalado en Colonia sin trabajar, con moto y auto clásico, harto de viajar por Europa, interesado ahora en África, invitado a ser juez de un concurso de Mister Elegancia en México, corredor de rally… Con pinta de buena gente, sin embargo . Y evidentemente más interesado en nuestra mesa que en la suya, cabe señalar.
Voy a volver a Colonia, seguro, y más ahora que mi amiga la Nancy me dijo que está bien, que ella está enamorada de él (“igual que aquel mozo, el de rojo, que también muere por Diego…”) pero me lo cede gustosamente cuando le cuento que estoy separada. Una ídola, la Nancy.


Había una vez un domingo.
Fue duro cargar con nuestros bolsos hasta la terminal, porque hemos ido acumulando de todo desde el día en que llegamos. Yo llevo como peso extra un espejo con marco de madera y pequeñas baldositas azules, un buzo nuevo, una bufanda, un pan de nuez  y unos dos kilos de piedras. Roxana también compró ropa y termina el viaje con una mermelada a la que no pudo resistirse.

Volvemos con un poco menos de plata pero con el alma agradecida.
El viaje de vuelta dura menos que nuestro duelo por dejar a Colonia. Los ojos y el corazón se me quedan prendidos a la Calle de los Suspiros y no sé cómo convencerlos de volver a Montevideo.


viernes, 28 de septiembre de 2012

Avenida Océano Atlántico, 832 (capítulo 11)




Una tarde el Correcaminos vino de visita y pasó un par de horas arreglando el techo desflecado, trabajo por el cual fue recompensado con un Martín Fierro y un vaso de leche. De otras cosas ni hablamos, porque él es deportista y no consume alcohol, cigarrillos, Coca Cola o galletitas rellenas. Un santo. Trajo con él a un amigo que se estaba quedando en un rancho más allá del mío, cerca de la entrada a la duna blanca. Esa era la “precaria vivienda” de la que hablaban los altoparlantes de los jeeps de El Francés cada vez que pasaban por la playa. Una construcción diminuta pero cálida, con techo de tejas francesas recolectadas a la orilla del mar, de las que provienen del naufragio entre Valizas y Aguas Dulces de “La Juanita”, un barco marsellés de los muchos que terminó sus días por esta zona. El único problema del rancho era que la arena se colaba por los intersticios de las tejas y llovía hacia el interior, según de dónde soplara el viento. 


El amigo del Correcaminos era Guillermo, un psiquiatra argentino canoso y cuarentón que nos cayó tan bien que esa noche salimos Adriana y yo con él. Fuimos a Malucos y nos quedamos hasta que unos relámpagos hicieron su aparición en lo negro de la noche. Demasiado tarde; no bien alcanzamos la orilla del mar se largó una lluvia espantosa que nos ensopó. Al llegar todo estaba tan mojado que Guillermo no encaró caminar hasta su casa y se quedó a dormir en el entrepiso del 832. Pilar también se refugió en el rancho cuando volvió del pueblo después que nosotros, y tuvo que dormir como pudo en el único medio colchón seco que quedaba. ¡Nos dio una lástima! A la tarde siguiente hizo su aparición el novio, que pareció ser lo bastante intuitivo como para captar que no era bienvenido, así que ambos nos abandonaron antes del anochecer. Hogar, dulce hogar. Hubiera ido a hacer ruedas de carro por la playa, de tan contenta que estaba. Si alguna vez hubiera sabido hacerlo, digo.


Con Adriana hicimos una incursión en el Gaucho, que yo tenía bastante abandonado desde hacía semanas. El baile en febrero es otra cosa, con ambiente tranquilo, espacio para moverse y todo. A la salida, en medio de la más absoluta negrura, íbamos hacia la playa cuando detrás de nosotros empezó a caminar un grupo de seres que a juzgar por las voces eran muchos y pesados. Por suerte no nos veían, porque al no tener luz eléctrica Valizas era en esos tiempos, en las noches sin luna, una eterna e impenetrable oscuridad, y la arena de las calles absorbía por completo el sonido de las pisadas. Íbamos a diez metros de ellos pero era como si nos separara un universo entero, así que yo me sentía de lo más tranquila, al menos hasta que Adriana me susurró:
_ Rezá para que no tengan linterna.
Por suerte no tenían.


A la mañana siguiente arribó Sandra y ella, Adriana y Guillermo se fueron al Cabo, mientras yo me quedaba a hacer algunos arreglos en el rancho al son de “Onda Marina”, la única FM que sintonizamos. Al rato pasó a saludar Miguel, alias Antonio Banderas, quien elogió mi pintada del frente del rancho con aceite quemado. Esas horas de trabajo y soledad me vinieron muy bien, las estaba necesitando. Por la tarde volvieron mis compañeros: primero Guillermo, que había tomado un jeep, y más tarde Adriana y Sandra, que prefirieron caminar cuando el conductor del vehículo no dejó subir a Barbi (el barbilla). Venían de arrastro, no sólo por la caminata habitual sino porque se perdieron entre las dunas e hicieron muchos kilómetros de más. Incluso se cruzaron con alambrados y me contaron que ante cada uno de ellos las muy miedosas mandaban a Barbi a cruzarlo primero, por si estaba electrificado. ¿Qué será peor: perderse siguiendo las huellas de los jeeps de El Francés, o preocuparse por la electricidad en Valizas?


Laura vino también uno de esos días, lo que hizo que nos enfrentáramos al problema de la falta de lugar para dormir. El único sitio libre era junto a Guillermo en el colchón de dos plazas, pero ella muy tranquila dijo preferir la hamaca paraguaya y hacia allí encaminó su agotada humanidad. Habrían pasado dos o tres horas cuando se pasó silenciosamente para el piso de arriba (donde Guillermo ya dormía feliz) porque estar en la hamaca es de lo más incómodo después de un rato y además uno se muere de frío. Premisa: siempre refresca en Valizas por la noche.


Por la mañana, cerca del mediodía, nuestro sueño fue interrumpido cuando sonaron fuertes golpes en la puerta del fondo. “¡Gabriel!”, dijo Laura, que andaba por su reconciliación número 345, mientras se tiraba a toda velocidad del entrepiso para ocupar santamente su lugar en la hamaca. Pero no era Gabriel sino Analía, quien quedó muy sorprendida de saber que su hermana había compartido el lecho con un desconocido. De todos modos Guillermo se iba esa tarde, así que el problema del espacio quedaba solucionado.


Al anochecer tuvimos un espectáculo extra con la salida de la luna llena, tan grandiosa que hasta salí a lavar los vidrios para disfrutar sin obstáculos del prodigio. Fue la única vez que se hizo la noche sin que llegáramos a prender una sola vela. Nadie quería salir, así que para entretenernos empezamos con Adriana a crear el argumento para una novela estilo Corín Tellado que sería protagonizada por todas nosotras, representadas por la heroína, que tenía las iniciales de Pacha, Laura, Analía, Sandra, Mariela y Adriana: era Plasma. El enamorado, qué duda cabe, debía ser el hombre más lindo de Valizas, al que le habíamos comprado bizcochos en la panadería Vientos del Sur, un rubio alto y con enormes ojos azules al que bautizamos como el Nórdico. Acostumbraba correr olas cerca del rancho y más de una vez salimos a la playa con cualquier pretexto cuando él pasaba montado en su caballo blanco, con los rulos al viento, bermuda de jean desflecada y cuerpo trabajado a sol y salitre. El Nórdico era muy un buen protagonista, hasta que al otro día se nos vino abajo, y todo por culpa de Laura.
_ Che, Mariela, yo no quiero desilusionarte pero me parece que a tu ídolo le falta un diente...
¡Oh, cruel destino! El Nórdico, a quien que habíamos transformado poco menos que en un dios en nuestra imaginación, venía a ser un simple habitante de un pueblo sin dentista con la sonrisa incompleta. En fin, igual le podríamos pagar el implante. Plasma es una heroína de lo más solidaria.




Una tarde de esas, mientras mis amigos estaban fanatizados jugando a la conga por plata, todos blanquitos y sin bajar a la playa, estaba yo tomando sol en mi sitio de poder en la duna cuando apareció un muchacho a pedirme permiso para sacar agua del pozo. Venía del lado del monte, donde él y otros dos estaban acampando. Me hizo toda una historia de cómo uno de ellos estaba lastimado por haberse enganchado el pie en un alambrado mientras caminaban por la duna blanca. Era algo extraño que se quedaran ahí porque el monte frente al rancho no es lugar para acampar, con el viento y las víboras, tan lejos de los mandados, pero no dije nada. Estuvimos charlando un rato y en determinado momento la cosa empezó a preocuparme, especialmente cuando mencionó que pensaban quedarse bastante, tal vez hasta marzo. Antes había dicho que estaban sin trabajo y con poca comida, así que no resultaba difícil sumar dos más dos para sacar conclusiones. Traté de sonsacarle algo, ver si era de los intrusos habituales de las Malvinas, pero no logré gran cosa. Me dijo, eso sí, que más de una vez había abierto un rancho para pasar la noche (lo cual no le parecía un delito), si bien aseguró que nunca había estado en el mío. Al rato se fue con sus amigos, a llevarles el agua. Gabriel y compañía se iban esa noche. Marielita y el 832 iban a quedar a merced de los Ladrones Del Monte.


Por suerte el Correcaminos vino de visita más tarde y me tranquilizó, porque la Guardia Forestal había echado a los acampantes (cosa que siempre sucede, por otra parte). También agregó nuevos datos, como que uno de ellos estaba lastimado por romper de una patada el vidrio de un rancho y no por tropezar con un alambre, como dijeron, y que habían hecho fuego para cocinar usando como leña los postigos de las ventanas del rancho jamaiquino. En todo caso ya estaban desalojados, pero el tema era saber si volverían. Por suerte no lo hicieron.


Cuando las otras visitas me abandonaron volvieron Pacha y Pato con un ánimo bárbaro, y se pusieron a arreglar todo. Pintamos el palanganero, seguimos pasándole aceite quemado al rancho, la Pacha hizo un móvil con caracoles, hasta confeccionamos una hamaca para el exterior con una vieja red de pesca verde que habían encontrado en la playa, aunque no resistió el primer intento de probarla y dio con la Pato en el piso en un segundo. Después deshicieron la mesa que había en el fondo junto al pozo, en la que lavábamos los utensilios de cocina, para armarla de modo más firme. Recién ahí se dieron cuenta de que nos faltaban herramientas para la tarea.
_ Mariela, ¿dónde podemos conseguir un hacha? _Gritaron desde el fondo.
_ Yo qué sé, ni idea. Capaz que algún vecino tiene.
_ Bueno, andá a pedirle. _Me ordenaron con tono de capataz de obra.
Y fui. Mis vecinos habituales no estaban, así que me tiré hasta el rancho de Yamandú, uno chiquito, eternamente semienterrado en la arena junto a La Balconada. Nadie afuera, puerta cerrada. Golpeo, y alguien se asoma. Casi me caigo de la sorpresa cuando veo al Nórdico. ¡Era mi vecino! Tras sobreponerme en medio segundo a tamaña revelación le expliqué en qué andaba y él amablemente me prestó el hacha. En breves minutos registré dos datos importantes: estaba leyendo un libro que tenía abierto sobre una silla y comentó algo de lo impresionante del atardecer y cómo él se lo estaba perdiendo, con lo cual la carencia odontológica comenzó a parecer una simple y olvidable contingencia.
Lo del hacha al parecer fue sólo para conocer al Nórdico, porque tanto la Pacha como Patricia se aburrieron pronto de su labor constructora y dejaron todo tirado, con lo que me quedé sin mesa, ni vieja ni nueva. No sé por qué pero no me sorprendió demasiado.


Un día en que andábamos medio aburridas se nos ocurrió asaltar la parrillada del pueblo, la de nuestros amigos. Primero pasamos por Barlovento a pedir la colaboración de una conocida y a dar los últimos toques a nuestro arreglo personal que consistía en raros peinados, enormes lentes y un maquillaje atroz. La chica entró primero a pedir a Cocotero y Pumping Bucles que apagaran la música y ahí hicimos nuestra entrada, con el discman de la Pato y dos parlantes chillones a todo volumen al son de los Rolling. Nos falló la música, demasiado baja, pero valió la pena. Habíamos ido provistas de tarjetas para comunicarnos por escrito, unas de comunicación externa y otras internas. Las externas eran para los dueños de casa y resumían nuestras demandas, que tenían que ver previsiblemente con la música, la caipirinha y la comida de la parrilla. Nuestra única arma, cabe agregar, era el mango de un viejo paraguas que encontramos. Las tarjetas de circulación interna, escritas por cada una de nosotras para las otras dos, contenían posibles inicios de conversación con todos los hombres interesantes de Valizas. Las mías tenían dos posibles interlocutores:
A Miguel: _Che, Antonio Banderas, ¿cuándo voy a conocer tu rancho?
Al Nórdico: _ Vo’, rubio, ¿me contás cómo perdiste el diente?
Como ven, el lema del grupo era la sutileza.


Con Antonio Banderas hubo una historia pequeñita. Ambos sabíamos que nuestros corazones estaban en otro país aunque a la vez nos llevábamos bárbaro, porque él era muy divertido y además cocinaba casi tan bien como la Pacha. Solo que hablaba demasiado, siempre creía tener la razón y estaba sin trabajo a los 32, dato que no es menor para configurar una cierta tipología del vago de Valizas.


El siguiente día Pacha y Pato decidieron repentinamente que querían cambiar de aires e ir a La Paloma, así que me quedé sola en el rancho, con todas las historias de fantasmas que había escuchado alguna vez rondando en mi cabeza. Estaba para peor leyendo un libro de Jorge Amado que en determinado momento habla de los misteriosos espíritus de la selva... hasta que lo cambié por una revista Caras que alguien había dejado y entonces se me fue el miedo, porque una no puede pensar en fantasmas y muertos vivientes mientras lee que la Pradón se peleó con la Suller, o que Tinelli anda de vacaciones por el Caribe. Y me dormí.


En realidad sola del todo nunca estuve, porque tenía conmigo a Barbi y a Roberto, la segunda adquisición canina de la temporada. Ambos nos habían causado más de un problema peleando con cuanto perro había en Valizas o no dejando pasar a nadie por la playa. En general no bien veían a lo lejos venir a una persona ya bajaban la duna a toda velocidad para ladrar y amenazar a quien fuera. Más de uno de los caminantes nos insultó a los gritos; muchas veces tuvimos que bajar a la playa y traerlos de arrastro por la arena hasta el rancho. Hubiera resultado engorroso explicar que no eran nuestros y que solo les dábamos alojamiento provisional, así que ni lo intentábamos. A veces llegamos a salir de noche dejándolos encerrados para evitar problemas. Una tarde, incluso, Roberto le ladró tanto a unos chicos que pasaban cabalgando por la playa que el caballo de uno de ellos se asusto y terminó cayéndose arriba del jinete. Casi nos dio un infarto, aunque por suerte no pasó nada.
Pero nuestros perros también tenían sus facetas buenas, como la ternura de Barbi, o la capacidad increíble de Roberto para devolver cualquier palo o piedra que le tiráramos, de donde fuera. No es sólo lo traía: lo atajaba en el aire con acrobáticos saltos. Pasamos horas jugando con él, y si el palo iba a parar al mar allá iba Roberto a buscarlo entre las olas. También participaba habitualmente en el volley de la playa, persiguiendo todo el tiempo la pelota, para disgusto de los jugadores.


El día siguiente de mi noche de temores en el rancho fue gris, solitario y aburrido. Al atardecer fui a hacer mandados y a ver gente por la calle principal del pueblo. Divisé desde lejos a dos seres que me resultaron vagamente familiares: eran Pacha y Pato, que venían llorando después haber sido expulsadas de la casa por los hermanos de esta última, porque antes de irse a La Paloma habían dejado el rancho hecho un desastre. Se ve que del zafarrancho que había en el mío cuando yo llegué con Adriana el muchacho no había guardado registro. En fin.

Esa noche me fui con Miguel al Cabo, a un recital en la playa Sur donde hubo fogatas, conocidos, teatro y buena música. Como no teníamos dónde quedarnos volvimos en el último jeep por las dunas, entre la oscuridad y las estrellas, mientras aún sonaban los acordes de Las Manos de Filippi.


Era domingo cuando llegaron Laura, Analía y Gabriel y Adriana, al tiempo que la Pacha y Pato volvían a La Paloma con planes inciertos. Los que quedamos nos pasamos los días jugando a la conga y comiendo tortas fritas con dulce de leche, y para el primero de marzo, día en que asumió Sanguinetti, solo estábamos en el 832 Miguel y yo, quienes nos quedamos hasta una semana después de Carnaval entre lluvia, arreglos varios del rancho y excursiones al Cabo y a Punta del Diablo. Barbi y Roberto participaron en algunas nuevas reyertas, y poco a poco al fin el pueblo fue quedando completamente muerto.
Se había acabado la temporada. Era tiempo de pegar la vuelta.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

ARBOLITO CICLONADO




10.25: Me decido a levantarme, harta de oír los maullidos de Roldana a la puerta de mi cuarto. Bajo a la cocina aún sin vestirme y le tiro un poco de atún en el platito, casi enojada conmigo misma por ser tan manejable por esta ruidosa masa de pelo y bigotes. También le pongo comida al plato de Tania, aunque aún no ha venido a pedir.

10.27: Casi termino de subir la escalera cuando siento los gritos de Tania en la ventana de la cocina, del lado del patio. ¡Me la olvidé afuera, con la peor noche de temporal del año! La culpa me hace servirle doble ración de atún, a la vez que me quedo junto a ella para evitar el robo de que es objeto cotidianamente por parte de su hermana. La semblanteo un rato y respiro aliviada: no parece culparme demasiado, por ahora.

10.45: Terminado el desayuno tendría que ponerme a corregir, pero lo pospongo por unos minutos, mientras escucho el programa de ayer de Dolina.

11.30: Miro por la ventana ante un ruido extraño y descubro que la garita del sereno frente a casa está tirada de costado en la vereda, bailoteando al compás del viento. No ha parado de llover desde ayer y el temporal parece empeorar a cada hora.

11.58: Hablo con Roxana por teléfono y me entero de varias cosas: hay alerta roja por los fuertes vientos, se aconseja bajar las persianas, los shoppings están cerrando, la vida de la ciudad se paraliza a ritmo vertiginoso. Y una aquí, tranquila, oyendo Venganzas del Pasado como si el mundo no se estuviera viniendo abajo.

12.30: Mi madre ya llamó dos veces para pedirme que no me mueva de casa. Una prima postea en Facebook que está aterrorizada. Otra me llama a ver si preciso algo. Chateos varios. Cierto aire de Estado de Guerra se va apoderando de la situación. Bajo las persianas por las dudas.

13.10: La cosa va arreciando y se rumorea que aún no llegó lo peor. Voy al galpón en busca de alguna tabla para asegurar las ventanas del fondo, que no tienen postigos y empiezan a temblequear ruidosamente. De paso meto para adentro la planta de malvón, que es la única lo bastante alta como para sufrir si el ciclón finalmente se da una vuelta por el patio de Arbolito.

13.11: Encuentro una tabla que era de mi época de feriante y trato trabajosamente de sacarla del galpón corriendo bolsas y sillas amontonadas contra la pared.

13.12: Saco la tabla y al hacerlo golpeo la lata de pintura blanca de veinte litros que no dejé tan bien tapada como creía la última vez que la usé, porque vuelca sobre el piso los dos o tres litros que le quedaban.

13.13: Momento Black out. No sé si reír o llorar.

13.20: Termino de pintar de blanco el piso del galpón con la escoba vieja que acabo de encontrar y contemplo mi improvisada obra. No está mal. Esto se llama Hacer Algo Útil De Una Metida De Pata. Me limpio los championes de pintura y vuelvo a la seguridad de mi hogar dulce hogar.

14.30: Dejo salir a Roldana al patio y en seguida me arrepiento cuando cruzan por mi mente vívidas imágenes de lo que serán sus patitas llenas de pintura blanca cuando entre y se dé un paseo por mi alfombra, la escalera, el cubrecama. Por suerte la tormenta la acobarda, ni se baja de la ventana y pide para entrar a los diez segundos.

15.00: El temporal en su punto máximo. Un ruido del frente llama mi atención; cuando voy a confirmarlo no acredito lo que veo. Vientos huracanados, alerta roja, la rambla inundada, bomberos ayudando a la gente a cruzar la Plaza Independencia con una cuerda y en la calle Arbolito mi vecina de 70 años se pone a barrer la vereda bajo la lluvia.

16.00: Lo peor parece haber pasado. Dejo de colgar fotos de la tormenta en el Facebook, miro  de reojo los escritos que siguen ahí, esperando, y me voy a hacer una siestita arrullada por el ruido del viento y de la lluvia. 
Siempre que llovió paró, dicen. Y habrá que creerles.

martes, 18 de septiembre de 2012

CUENTO DE PRIMAVERA






Mis viejos se conocieron en Melo, en una primavera de hace 52 años. Habían ido a un baile del centro y cuando se pusieron a charlar resultó que, pese a ser de Cerro Largo, ambos estaban viviendo a pocas cuadras en Montevideo. Quedaron en verse al día siguiente en la plaza pero se desencontraron, y para peor al Cele una paloma le ensució la camisa. Dicen que trae suerte; ellos aún no lo sabían.
Tres años después se casaron, un 12 de setiembre. La memoria del Cele anda medio arisca últimamente, pero de eso él no se olvida, aunque en esa fecha nunca le regala flores a mi madre; prefieren cultivarlas juntos en sus pagos de hoy, a orillas del Tacuarí.
Del encuentro casual en el baile de Melo han pasado ya más de cincuenta años. Debo ser una de las personas más afortunadas de la Tierra.


viernes, 14 de septiembre de 2012

Avenida Océano Atlántico, 832. (capítulo 10)





A fines de enero volví al 832 con Laura, y de tarde se nos sumó la Pato, que había venido sin avisar y entró al rancho con la llave que dejábamos eternamente en un viejo champión en el piso del baño.
Esa noche Laura y yo decidimos salir, en tanto que Patricia murmuraba un somnoliento “no” y caía como plomo en una cama. A los veinte metros empezó a lloviznar y dimos la vuelta, pero como el agua no fue mucha nos quedamos tiradas en la arena, viendo un cielo que se despejó de golpe para llenarse de luces como solo puede hacerlo en la oscuridad de las Malvinas. Vi cinco estrellas fugaces y a todas les envié el mismo previsible deseo. En cierto momento me pareció oír una misteriosa respiración que no era la de Laura a mi lado, por lo que rápidamente entramos a la seguridad del rancho y nos fuimos a dormir.


Habrían pasado unas dos horas. En el entrepiso la Pato despertó, totalmente descansada y con ganas de salir. No nos había oído volver, de modo que nos supuso en el pueblo y se levantó a tientas en busca de una linterna. Sabiendo que yo siempre tenía la mía bajo la almohada fue hasta mi cama, tanteando en la oscuridad. Yo sentí su mano y entre sueños pensé que era la perra de ese verano que venía por mimos, así que traté de tocarle la cabecita. Cuando me encontré con una mano humana empecé a gritar, al mismo tiempo que lo hacían también la dueña de la mano y la pobre Laura, despertada en medio del caos. Por un momento aquello fue un loquero en penumbras, tuvimos que hacer una y mil técnicas de concentración para bajar revoluciones hasta conciliar el sueño.
Miro fijamente la luz de la vela… Estoy en la luz… Soy la luz… Oooom.


Al siguiente domingo una multitud se había formado en la playa, a medio camino entre rancho y pueblo. ¿Habría una tortuga gigante, un lobo, una ballena? Ipso facto me tiré hasta allá: era una protesta espontánea contra los jeeps de El Francés, que cruzaban todo el día por la playa a gran velocidad llevando gente entre Aguas Dulces y Valizas. Al haber una carretera entre los dos pueblos no se justificaba que nos tomaran de calle, pero al Francés parecía no importarle. Uno se mareaba si sacaba la cuenta de la plata que estaba haciendo esa temporada con “El Mamut” y “El Dinosaurio”, vehículos de dos pisos que pasaban a cada rato cargados de turistas para el Cabo.

Ese día se organizó la protesta, a la que rápidamente nos sumamos. No sé cómo surgió: en un rato cientos de personas estaban cortando el paso a los vehículos, que al no poder avanzar estacionaron en la playa. Además de cortarles el paso hicimos una enorme zanja en la arena (aramos, dijo el mosquito...), para mayor seguridad.


Al rato hubo una respuesta en forma de juez de paz de Castillos y una veintena de policías de Aguas Dulces, llamados por Monsieur Raymond. Intentaron disolvernos apelando a que no se podía hacer manifestaciones en la playa, y les respondimos que no estábamos organizados, que justo queríamos tomar sol todos juntos. Nos tiramos en la arena con los pareos como cualquier veraneante, y nos pusimos a charlar de bueyes perdidos. Aquello era circense, y de verdad nos estábamos divirtiendo de lo lindo.


El juez de paz era todo un personaje: de traje, gordo, muerto de calor, absolutamente nervioso, decididamente pro Francés. Este último se hizo presente al rato, e incluso defendió enérgicamente su tarea, apelando a que cumplía una función social y sin fines de lucro, a lo que respondió una carcajada generalizada, acompañada de abucheos.


Íntimamente todos sabíamos que el Francés era un pez demasiado gordo para nuestras fuerzas; se rumoreaba que la policía lo apoyaba y que había financiado gran parte de la campaña del intendente, pero algo había que hacer. Una chica contó que días atrás estaba haciendo topless en la playa tirada boca abajo en la arena cuando uno de los jeeps paró justo enfrente y le tocó bocina para que se corriera. Se negó a hacerlo pero el tipo siguió molestando hasta que ella tuvo que irse para un costado. Un par de perros habían sido atropellados, y todos temíamos por los gurises, porque los vehículos pasaban a toda velocidad, lo que ya había sido advertido por discretos carteles de “Despacio. Hay criaturas” puestos por algunos vecinos. A mí me daba bronca que destrozaran los escudos de mar, y un día en que la playa amaneció tapada de ootecas (esas burbujas llenas de caracolitos por nacer) los jeeps las hicieron pedazos. Hasta el Correcaminos, que estaba edificando un rancho en las Malvinas, estaba cansado de oír a cada rato un altoparlante que anunciaba:
_ Y aquí vemos a un habitante del lugar construyendo su precaria vivienda...
En suma, estábamos hartos. 

No sólo los pobladores permanentes y los turistas teníamos problemas con el Francés ese año: era tan feroz la competencia entre su empresa y las otras, más pequeñas, que la cosa llegó a extremos nunca vistos en Valizas, como el tajeado de las ruedas de un jeep, una mañana


La manifestación duró un par de horas. Al final el Francés accedió a enviar a sus jeeps por atrás, costeando el monte de acacias desde la salida del pueblo hasta los últimos ranchos. No nos convenció, pues dejaba incambiada la mayor parte de su trayecto, pero algo es algo. Poco a poco nos fuimos yendo, después de tapar la zanja. El juez de paz se volvió en el Dinosaurio, pero los pobres milicos de Aguas Dulces tuvieron que hacer los cinco kilómetros a pie, al rayo del sol, con sus uniformes. Desde el rancho los vimos perderse como una mancha azul en la lejanía. Me imagino que irían puteando al Francés y a su parentela, como todos nosotros.


Esa noche salimos temprano para el pueblo a hacer un poco de boliche y decidimos conocer El Astillero, que por entonces era administrado por unos porteños. Ni bien llegamos alguien vino a interesarse por mi salud: Jean Pierre, quien parece que además de médico y albañil se desempeñaba por las noches como mozo. Trajo bebidas para nosotras y para él y se quedó todo el tiempo que se lo permitían sus tareas charlando en nuestra mesa. Resultó ser muy interesante, con su extraño acento y sus historias de Nueva York. Era norteamericano, hijo de una gitana y un francés, aunque había vivido en muchos países y tenía mil historias para contar. Ya volvíamos para el rancho cuando con Laura caímos en la cuenta de que, además de lo nuestro, nos habían cobrado también su trago. Mantener garroneros, lo que nos faltaba.


En los años noventa la oferta gastronómica de Valizas era bastante limitada, y mis almuerzos casi siempre tenían lugar en Doña Bella. El servicio demoraba horrores, pero se compensaba con la comida rica y abundante. Nos atendía Leticia, que por entonces andaba por los ocho años y trabajaba con su mamá. Aparecía con su delantalito celeste y una libreta de notas a tomar los pedidos y frecuentemente se mandaba terribles desprecios con los clientes, especialmente con los hombres. Leticia tenía poca paciencia. No era más que una nena trabajando todos los mediodías y las noches de sus vacaciones, y su mamá tampoco le tenía mucha paciencia a ella. 

El 30 de enero, que fue un día reseco y caluroso, falté a mi cita diaria porque me encontré con unos conocidos con los que fui a “El origen”, primera versión de lo que sería luego “La Proa”. Los dueños eran muy agradables y además grandes conocedores del pasado de Valizas, esa época mítica que los nuevitos del lugar, como yo, siempre escuchamos con una mezcla de fascinación e incredulidad. Me contaron de cuando “Los Palos”, nuestra particular torre de Pisa, funcionaba como un boliche que terminaba a la mañana con la gente bailando en la arena, y del refugio que existía entre Valizas y el Cabo, la cabaña que había sido morada del cuidador de los restos del barco “Don Guillermo” y que al ser abandonada se convirtió en un lugar de uso público. Uno se metía en el refugio para protegerse del sol o de la lluvia, y siempre podía encontrar algo de yerba, cigarrillos o agua potable, como ofrenda de los caminantes de otros días. Nadie pasaba por ahí sin dejar algo a su vez, como regalo de bienvenida para el próximo caminante. Era una Valizas desconocida para mí, acostumbrada a los robos, a los pedidos de una moneda para el vino, al “flaca, ¿una galletita?”.




Por la noche me mudé de la sucursal playa a la sucursal centro, que era la casa de los hermanos de la Pato. Dormí en el piso de abajo, único ambiente independiente de la casa, mientras ellos hacían lo propio en el entrepiso, pero no estuve sola: una gata blanca que andaba en la vuelta se quedó conmigo y no paró de ronronear hasta que me dormí. Esto no quiere decir que mi sueño fuera placentero; tuve una pesadilla horrible de esas en las que quiero despertar y no puedo, pero no fui la única a la que le pasó algo esa noche. En medio de la madrugada uno de mis amigos sintió que alguien se le subía a la cama y medio dormido creyó que era yo, hasta que una cabecita peluda empezó a refregarse contra su mano pidiendo comida (y no era la mía).


A la mañana siguiente abandoné el vértigo de la gran ciudad y enfilé temprano para mi rancho, a disfrutar de la mejor hora del día. Era el final del mes; no había nadie por ningún lado. Estuve leyendo un rato, disfruté de un baño de mar y me tiré en la hamaca a leer, con las perras Petra y Mafalda a un costado.

Estaba medio adormecida por el vaivén de la hamaca cuando creí escuchar un ruidito sutil. Venía del piso, o más bien de un bolso, del bolso que la Pato había dejado tirado junto a la cama. Pensé que sería un sapo o quizás una víbora, así que no me animé a meter la mano, pero algo había. Le di un par de suaves golpecitos indagatorios con el palo de la escoba hasta que... ¡zas! Un ratón salió corriendo hacia la puerta a toda velocidad. Intenté atinarle un escobazo pero fallé en mi objetivo, aunque logré otro muy alejado de mis fines: Mafalda se dio tal susto que salió corriendo del rancho para no volver. 

Bueno, al menos el tema ratón quedaba solucionado. O tal vez no, porque del bolso seguían saliendo sonidos, ahora muy agudos, apenas audibles. Me armé de valor para revisarlo, y encontré un nido de ratoncitos. Entre los pliegues del pantalón violeta de la Pato, con papelitos e hilachos varios, seis criaturas rosadas gemían de hambre, su madre estaba muy lejos y yo no podía darles asilo. Fuera de discusión, no podía dejarlos para que siguieran mascando colchones como ya habían hecho en el invierno. ¿Qué hacer? No me daba para matarlos así nomás, ahogarlos o aplastarlos con un palo. En la playa no había nadie, ni una persona a la distancia que uno pudiera imaginar que aportaría una solución. Le mostré los críos a a perra Petra, que se dio media vuelta y siguió durmiendo. 
Al final opté por una “solución abierta”: los metí en un recipiente de plástico cortado, de los que usábamos para contener las goteras, y marché con ellos hacia el monte, al borde del cual los deposité con cuidado. Si sobrevivieron, si la madre los encontró o si fueron el almuerzo de alguna víbora no lo sé y por suerte no voy a saberlo, pero de mi memoria nunca van a borrarse sus chillidos agudos y desesperados.


Una mañana me iba de la casa del pueblo para la mía cuando al pasar por el Astillero fui llamada por Jean Pierre, que me invitó a desayunar al aire libre. A los cinco minutos, café con leche y bizcochos de por medio, otra persona se sumó al convite: una chica que vivía en el pueblo y se llamaba Elimay. Me cayó muy bien, y los tres nos quedamos un buen rato charlando, aunque tal vez debiera decir que Elimay y yo escuchamos, porque el que habló y habló sin parar fue Jean Pierre, quien evidentemente solo andaba a la caza de público para sus historias. Hizo muchos cuentos, de variados temas. Por ejemplo, de cuando en Costa Rica fue picado por una araña venenosa y salvado de morir a último momento por la acción de un médico brujo. O de su trabajo para Médicos Unidos en una estación experimental en el Amazonas, donde un día se encontró con una enorme boa constrictora en mitad de la carretera. Iban él y sus compañeros por la Transamazónica, cuando el bicho se les atravesó en el camino, demorando tanto en cruzar la carretera que en el interín ellos se le subieron encima, sacaron fotos y le extrajeron muestras de piel y de sangre. Con todo esto comprobaron que se trataba de un ejemplar mutante subnormal, lo que explicaría su gigantesco tamaño: ¡medía 25 metros de largo! Las fotos que le sacó iban a ser expuestas en Nueva York, y el animal ingresaría por sus dimensiones en el libro Guiness de ese año.

Elimay y yo no nos mirábamos, y lo dejamos hablar. Su capacidad fabuladora llegaba muy lejos. Jean Pierre era un científico de la NASA participando en un proyecto especial de recolección de muestras de ADN de personas de todas las razas del mundo, a fin de poder reconstruir sus caracteres genéticos básicos en caso de producirse un holocausto o exterminio de toda una población. Sin olvidar su importante labor en la detección de elementos peligrosos para la sociedad, la cual efectuaba por encargo de la CIA. Esto último tal vez intentara justificar su reciente pelea con un pescador, de la cual había salido mal parado. También habló de sus planes de mejoras sociales para Valizas y de los filantrópicos proyectos de instalación de una clínica con block quirúrgico y maternidad completas al final de la temporada. 
Una joyita, Jean Pierre.

Una joyita que perdió rápidamente su brillo. No sólo empezamos la pato y yo a gritar entre nosotras “¡guarda con la boa!” cada vez que lo veíamos, sino que algunas personas del pueblo fueron comprobando que de Francia no sabía nada, y no hablaba una palabra de francés. Su acento era rarísimo, justificado por él como una mezcla del francés de su origen y el español gitano de su madre. La cosa olía mal, aunque solo al final de la temporada terminamos de atar los cabos y de armar una especie de historia incompleta del personaje.

Había llegado a Valizas de la mano de los dueños de El Astillero, que lo encontraron haciendo dedo en la ruta y de buena onda lo trajeron hasta el balneario y le dieron laburo. Una vez en Valizas d
e alguna forma convenció a alguien de que era médico para obtener el trabajo en la Policlínica. 
Pero eso no era nada.
En la investigación de la joya fuimos más hondo en el pasado, porque aquí somos pocos y nos conocemos. Un ex alumno de Sandra contó que el “médico” había estado de novio durante mucho tiempo con su hermana en Montevideo, donde el padre de la chica llegó a facilitarle mil dólares para señar el alquiler de un apartamento, y nunca más volvió a verlo. Cuando el muchacho se lo encontró en el Astillero Jean Pierre intentó esconderse en el entrepiso, pero el péndex y sus amigos se quedaron tanto rato que al final bajó, se hizo el sorprendido al verlos y saludó amablemente. Todo había sido un malentendido, claro. ¿Los dólares? Sí, sí, otro día se los daría... sin falta. Pensó que zafaría, pero los gurises eran cuatro, y tanto lío hicieron que terminó por entregarles una parte. Al otro día los gurises se fueron a la playa... ¡dejando la plata en la carpa, en el camping de Valizas! 
Al volver por supuesto que no encontraron los dólares pero sí a los de la carpa de al lado, que el día anterior andaban medio muertos de hambre y ahora estaban dándose un opíparo banquete... con comida del Astillero. Dos más dos, cuatro.


Días después, ya sin sus amigos, este muchacho tiene la mala suerte de lastimarse un brazo y debe ir a la policlínica. Es un adolescente, ha visto mucha tele y tal vez por eso no se le ocurre nada mejor que decirle a Jean Pierre que ya sabe lo que ha pasado, que él mandó a robarles el dinero, ante lo cual el otro protesta inocencia, lo cura superficialmente y le recomienda que pase por su rancho, donde tiene un cicatrizante más potente. Una vez que están allí el acento de Jean Pierre desaparece como por arte de magia, al mismo tiempo que con un revólver en su mano derecha y en el más perfecto español montevideano le dice que o se va del pueblo esa misma noche o mañana amanece tirado en una zanja. Que él tiene el control de la venta de coca en el Cabo, que maneja gente capaz de cualquier cosa por unos pesos. 
El gurí debe de haber roto el récord de velocidad Valizas-Montevideo.


Las hazañas del pretendido doctor no terminaron ahí: también se quedó con dinero de gente muy pobre del pueblo a los que prometió tratamientos médicos, y terminó la temporada desapareciendo con plata de los de El Astillero, a los que ofreció pasaje aéreo y entradas baratas para ver a los Rolling en Buenos Aires.
Y colorín colorado, este chanta se ha esfumado. 

Espero que al menos la fotógrafa argentina que andaba con él lo haya contactado, porque tras su partida corrió el rumor de que quería encontrarlo para contarle que tenía sida. Por si faltaba algo.




A todo esto, la temporada seguía avanzando y rancho fue poco a poco llenándose de gente nueva. Dos amigos de Patricia se instalaron por entonces, y un día hicimos todos una caminata hasta el Don Guillermo al atardecer para sacar fotos, a la vuelta de la cual hubo que cruzar como se pudo el arroyo, que había crecido de golpe. A la madrugada siguiente llegó el hermano y se sumó al grupo. Todo estaba bien, pero yo estaba quedando en medio de un grupo en el cual todos eran amigos y yo la conocida. Eterno síndrome del garroneo en Valizas.


Andábamos por los primeros días de febrero cuando tuve que ir a Montevideo a tomar exámenes. Era una tarde preciosa, que se estropeó un tanto cuando en la agencia de Rutas tuve un encuentro fugaz con una compañera de Bellas Artes que acababa de llegar y me pidió para quedarse en el rancho esa noche. Accedí, porque yo no iba a estar. En verdad casi no la conocía. Una noche de diciembre, en un boliche de Montevideo, me había dicho que tal vez pasara alguna tarde por mi rancho “a saludar”, y su concepto de saludo debe diferir del mío, porque aún seguía ahí cuando volví a Valizas dos días después.


Yo venía con mi amiga Adriana, y cuando llegamos encontramos el rancho solitario y mugriento. Aquello era un caos de utensilios sucios, ropa tirada por todos lados, puchos, pilas, championes, restos de comida, todo revuelto y arenoso. Incluso afuera, junto a la puerta de la cocina, habían dejado una palangana con todo lo del almuerzo sumergido en agua sucia, como para lavar algún día. Craso error en una Valizas donde con frecuencia lo que queda afuera desaparece sin dejar rastros, aunque esa vez tuvimos suerte y nadie se había llevado nada. Respiré hondo y me puse a ordenar, porque Adriana no tenía la culpa y merecía un ambiente confortable para empezar sus vacaciones. Los otros llegaron al rato, con un perrito barbilla: era Barbi, uno de los más lindos amigos caninos que hicimos. Su timidez inicial fue aflojando de a poco, pero siempre fue bastante asustadizo.


Volviendo a la compañera de la Escuela, cuando me vio dijo que estaba esperando que llegara su novio para irse con él al Cabo, por lo cual no hice mucho drama, pero aquello estaba basado en una calma demasiado tensa como para resistir el menor roce. Apenas llegué se le ocurrió que iba a llamar a una amiga para que se uniera al grupo. La amiga me caía bien, pero no quería más gente apenas conocida, así que invoqué lo primero que se me vino a la mente: la escasez de agua, porque el pozo estaba casi seco.
_ Igual no importa, porque siempre se puede traer agua del pueblo. _ alegó.
_ ¿Ah, sí? ¿Vos vas a cargar todos los días con un bidón de diez litros por la playa?
_ Sí, ¿por qué no? ¿Cuál es el problema?
_ Mirá, el problema es que yo quiero un poco de tranquilidad. ¿Vos podés entender eso? Ya hay mucha gente en este rancho.


No sé si lo entendió ella, pero sí todos los otros. Esa misma tarde se fueron sorpresivamente tres de ellos. Yo me volví a sentir otra vez en mis dominios, aunque levemente culposa. No buscaba correrlos, pero qué bueno que se fueron, aunque no lo hicieron todos: la compañera de la Escuela se quedó. No sólo no se había ofendido para nada sino que puso su mejor cara de víctima y me comunicó su decisión de acampar en el fondo, contra el monte, cuando llegara su novio esa tarde.
_ ¿Te molesta si usamos el baño alguna vez? -preguntó. Y se puso a armar una endeble carpita al lado de las acacias, justo en la zona de las víboras.

martes, 11 de septiembre de 2012

11/9




La sensación, la eterna familiar e insoportable sensación de la náusea recorriendo mis venas, ensuciando las paredes de mis huesos, entorpeciendo los pasos de mi caminar a tientas en busca de alguna roca que me sirva de mojón para tomar impulso y empezar a salir de una vez de esta pesadilla. Me he pasado el día tratando de no dejar de respirar. La semana intentando no pensar aunque sea por un ratito, un a veces, un tal vez. Siempre la espada aguarda, nunca las lágrimas. Millones de espejos con ojos que miran, juzgan, deciden y archivan antes de olvidar y seguir en el frío más desalmado. Estoy helada hasta el fondo del tiempo más lejano. Ya no hay palabras ni preguntas ni sorpresas. No hay más que dolor y desaliento. Me he quedado sin fuerzas a un costado de la carretera, inmóvil y en silencio mientras la vida pasa y la primavera llega para el mundo.
Cómo diablos se pasa de la angustia si no se tuvo antes la fuerza suficiente para salir corriendo.
Cómo se vuelve del infierno.

domingo, 2 de septiembre de 2012

Avenida Océano Atlántico, 832 (capítulo 9)




El siguiente grupo humano en desplazarse hasta el rancho 832 consistía en seis mujeres y un hombre. El Chapa era el único elemento masculino del rancho, acompañado por un séquito variopinto de compañeras de Bellas Artes y amigas de amigas, como siempre. Un grupo un tanto patotero, porque como estuvimos en Valizas desde antes de que se armara el verano nos sentíamos los dueños del lugar, y si por la noche veíamos a alguien alumbrándose con linterna le gritábamos:
_ ¡Che, Montevideo, apagá esa luz! ¿No ves que estás en Valizas?


Por lo general caíamos al anochecer a la parrillada (ya sin caipirinha, porque la que nos daban en diciembre era casera y en la temporada podía haber algún control de Bromatología) o a Poseidón, un barcito sobre la playa donde las empanadas solían venir con pelos. Pasada la una de la mañana El Gaucho era la única opción, pese a que los dueños habían cambiado y yo ya no tenía más la canilla libre de grappamiel que se había instalado en forma implícita desde que me habían robado ahí la camperita de gamuza, en el verano anterior

Una tarde el Chapa descubrió un lugar pequeño cerca del mar llamado Barlovento, con unas pizzas impresionantes como atracción principal. Era un emprendimiento de dos pescadores del lugar, y apenas entramos vimos que parecía haber sido hecho especialmente para nosotros, porque cada uno tenía allí lo que le faltaba en los demás sitios del pueblo. Sandra pudo tocar la guitarra, la Pato encontró una exposición de fotos y yo apenas entré me apoderé de las dos gatitas huérfanas que andaban en la vuelta. Todos disfrutamos de las hamacas para ver el atardecer, de la enorme vértebra de ballena que funcionaba como banco al costado, las deliciosas pizzas de la noche y los igualmente ricos bizcochos de la mañana. 
Una cosa muy particular de Barlovento era que estaba en una zona baja del balneario, de modo que si había crecida del mar, aunque no lloviera, todo se inundaba a su alrededor. Uno quedaba rodeado por cuatro caminos de agua y había que esperar a que bajara un poco para salir. 

Por esos días el Chapa era el hombre más envidiado de Valizas, sobre todo cuando íbamos al pueblo y al llegar las seis mujeres del rancho nos formábamos en fila detrás de él para que nos pasara lista: “A ver… ¿Están todas mis chicas? Número uno, dos, tres...”. Era complicado no empezar a confundir nombres en ese universo de Chapa, Pato, Pacha, Chechi, Nacha, del que solo nos salvábamos por diversidad fonética Sandra y yo. Pronto fuimos conocidos como “El pastor y sus campanitas”. En verdad no era fácil para nuestro amigo la condición del único hombre del rancho, porque todas lo agarrábamos de consejero en materia amorosa y a los dos días ya lo teníamos harto. Igual se divertía, por ejemplo cuando organizamos un baile privado en el que él danzaba con un delantal de encaje (de la Pacha) alrededor de la mesa, o cuando llevó desde el pueblo hasta el rancho una enorme sandía a patadas limpias por la playa. Extrañamente la sandía llegó en buenas condiciones, lo que originó su segunda genial idea: tirarla al pozo para que estuviera fresquita. El viejo balde no aguantó el peso extra y cuando fuimos a sacarla se le rompió el asa, así que tuvimos que hacer mil y una proezas para pescar a la criatura y extraerla de las profundidades.


Ahí por el seis de enero fue el cumpleaños 21 de la Pato y lo festejamos en Barlovento, atendidos por uno de los pescadores a quién le decíamos El Tiburón, razón por la cual cada vez que nos acercábamos al boliche empezábamos a tararear a coro la música de la película. Esa noche terminó con caipirinha en nuestro rancho, y no me acuerdo por qué alguien en cierto momento empezó a sacar decenas de preservativos de un bolso y a tirarlos en el piso. Eran los que daba el Instituto de Higiene; una amiga que trabajaba ahí los había incluido en generosas cantidades en una piñata que hicimos a fines de diciembre en Bellas Artes, por lo que todos teníamos de los mismos. A la mañana siguiente vinieron dos amigos de la Pato a saludarla por el cumpleaños, pero al ver los vasos de caipirinha y los preservativos tirados por todos lados se ve que se asustaron un poco y no quisieron ni pasar. Unos flojitos, mire.


A la noche estábamos tomando algo en Barlovento cuando de pronto vino la moza y dijo:
-¡Campanitas, pasen, que la mesa está servida!
Entramos sin saber a qué se refería, y nos encontramos con que nos habían preparado de regalo, sin motivo alguno, una corvina a las brasas con morroncitos y cebollas...
En retribución los invitamos a almorzar en el rancho al día siguiente, para lo cual nos pasamos toda la mañana haciendo mandados y cocinando, pero no vinieron. Allá a las cansadas apareció la moza, a contarnos que el día anterior uno de ellos se había metido en no sé qué lío y estaba detenido en la Comisaría. Tuvimos que realizar grandes prodigios para dar cuenta de toda la comida que habíamos hecho (deliciosa, con el sello característico de la Pacha), cosa que al final, heroicamente, logramos. 



Por todo lo que estoy contando parecería que yo era la fanática número uno del boliche, pero no. Quedaba lejos del centro, en una zona oscura e inundable, y además unos días antes una amiga de Diego (el porteño del verano anterior) me había contado que él venía y yo sabía que sus amigos no irían a Barlovento, sitio que casi nadie conocía.
Durante el año con Diego nos habíamos escrito, hablamos por teléfono e incluso tuvimos un par de encuentros en Montevideo y Buenos Aires, así que de alguna manera la historia continuaba. 

El problema era que a mis amigos nadie los movía de Barlovento ni por casualidad. Una noche logré convencer a alguien para que me acompañara hasta el Gaucho, y allá fuimos. No bien nos acercábamos, un grupo de gente venía llegando por el otro lado: Diego y sus amigos. ¡Qué momento! Qué momento horrible, porque me saludó indiferente, sin el más mínimo punto de contacto con quien que yo recordaba. Nos quedamos charlando un rato afuera del Gaucho, me acompañó hasta la playa, y punto. 


Volví al rancho, aparecieron la Pacha y el Chapa y nos quedamos hablando un buen rato en la duna del frente, hasta que un cafecito me entibió un poco el alma. 

Ese fue el comienzo de una serie de días dignos de olvido. 
A la noche siguiente, decidida a averiguar qué pasaba, me fui sola al Gaucho, ante la negativa de mis amigos a dejar el hogareño universo de Barlovento. El ambiente en el pueblo era complicado, había robos de ranchos y autos y el camping estaba bravísimo. El día de reyes, por ejemplo, cuando fuimos a almorzar, empezamos a cruzarnos con personas lastimadas. Un ojo negro por acá, una pierna enyesada por allá, curitas en la cara... ¿Casualidad? No: pelea entre dos bandas de ladrones por cuestión de territorio. Se habían repartido el pueblo en dos zonas; de la calle principal para la derecha robaban unos, de la calle principal para la izquierda, otros, y ante la primera transgresión de la norma estalló la Batalla de Valizas.


Por otro lado, había un personaje que me daba cierto miedo. Era el Cóndor, inhalador de pegamento en la playa a toda hora. Una tarde me pidió una galletita y como le dije que no me siguió, gritando no sé qué filosofías de Valizas que según él yo no entendía, hasta que encontré a un amigo y le conté.
_ ¿Te viene molestando? ¿Y por qué no lo soplás?- fue su respuesta.
Tenía razón: el Cóndor estaba en un estado tan lamentable que si uno lo soplaba se caía. Pobre flaco. 



Mi solitaria caminata esa noche desde Barlovento hasta el Gaucho fue, por lo tanto, un acto heroico; tan heroico como inútil, porque Diego se quedó con sus amigos y yo terminé bailando con otras personas.
Al mediodía siguiente, mientras esperábamos eternamente que quedara una mesa libre en Doña Bella, él pasó por la calle y pareció seguir de largo con un simple “¡Hola!”, pero una de sus amigas le dijo algo, y al final se paró a saludar. Charlamos un par de pavadas, y a la primera ya empecé a decirme que todo iba a estar bien, pero no era verdad. Esa noche, sin embargo, hubo un reencuentro en el Gaucho, y de alguna manera volvimos a retomar la historia.
Acababa de asomar el sol. 

Medio nubladito, pero ahí estaba.


La Nacha fue la primera Campanita en abandonarnos. Se iba con sus preciosos pantalones hindúes, regalo de Papá Noel, hechos trizas, sin saber cómo. Un día los dejó en su bolso y al siguiente los encontró llenos de agujeros. Ese fue el primer misterio del rancho. El segundo fue que varias cosas aparecieron mojadas, una mañana, sin que hubiera llovido. Pero hubo más. Todos habíamos quedado medio asustados desde que una noche cinco de las chicas íbamos para el pueblo y recién dábamos la vuelta al rancho cuando nos enfrentó un ser horrible con dientes de vampiro, una cara espantosa gritando en la oscuridad. Era el Chapa, el idiota del Chapa, que se puso unos dientes de plástico y apareció alumbrado por una linterna desde abajo. Quedamos en estado de shock, a tal punto que nos fuimos hasta el pueblo del brazo por la playa, pero él no la pasó mejor: se asustó tanto de nuestros gritos que después no se animaba a sacar agua del pozo porque se imaginaba que con el balde saldría una cabeza sangrante. Ya andábamos predispuestos a ver fantasmas donde fuera.


La Nacha se fue del rancho a eso de las seis, acompañada hasta el ómnibus por todas las mujeres. Nuestro hombre quiso quedarse al fin solo, así que no se sumó a la partida; saludó a su amiga un rato antes y se tiró a dormir en la cama de la planta baja. Al rato vino la Nacha a despedirse y él le dio un beso entre sueños. Entonces algo en su cerebro hizo un click, y despertó del todo. ¡Pero si ya hacía rato que ella se había ido! ¿A quién había saludado? La puerta del rancho, que dejamos cerrada, estaba abierta de par en par. Corrió a mirar si había alguien cerca pero nada, ni un alma, excepto un perro negro que se alejaba corriendo por la arena. 

Al ratito apareció por el pueblo diciendo que nos extrañaba, y ya nadie más quiso quedarse solo en el rancho. La Pacha lo intentó, una tarde, y después dijo que empezó a escuchar voces que le preguntaban “¿estás ahí?”, pero no le creímos.


Con Diego las cosas fueron para atrás. Una tarde en que pasé por la playa a la vuelta de los mandados y me quedé un rato con su grupo, él se durmió a los dos minutos. Otro día paramos a saludarlos y justo ahí ellos decidieron irse a las dunas sin invitarnos, así que nos quedamos la Pacha, la Pato y yo solas en la enorme playa. Le pedí ayuda una mañana para llevar una garrafa cargada hasta el rancho pero sólo me acompañó una cuadra, porque estaba con gripe (dijo) y se cansaba mucho.
No ve quien no quiere.





En medio de todo esto se fueron Cecilia, la Pato y el Chapa. Él me regaló una de las agendas que hace, y también les dio a los chicos de Barlovento. Un buen gesto, quizás un poco inútil. ¿Para qué podría necesitar una agenda un pescador de Valizas? “18 de febrero: un pejerrey”. "10 de marzo: mar agitado”. O tal vez eran prejuicios nuestros (es lo más probable).


Mis amigos se fueron en un día de diluvio, y sólo los que han vivido en el rancho saben lo que eso significaba. Cuando el agua empezaba a entrar por todos lados no había recipiente de plástico que contuviera las goteras y a mí me dominaba una histeria digna de mejor causa. Uno iba viendo cómo se reducían los lugares posibles para dormir, porque camas sólo había tres y la hamaca era incómoda para toda una noche, así que los sacos de dormir debían apoyarse en el suelo, que tendría que estar seco. Si no había comida en el rancho (o sea, casi cualquier día), nadie se animaba a recorrer bajo agua el kilómetro y medio hasta el pueblo para hacer los mandados, y si llovía a la hora de la despedida había que ser valiente para ir hasta Rutas del Sol y enfrentar cinco horas de viaje con los bolsos y la ropa mojada.


Ese día estábamos todos muertos de hambre, y llovía torrencialmente. La Pato estuvo escuchando con el oído pegado a las paredes, a ver si oía algún bicho de la madera, porque dijo que “nos podríamos mandar unos carunchos al ajillo”, pero ellos fueron tan sabios que no se dejaron ver ni oír. Al fin paró la lluvia, cuando ya era la hora de salir, y todas las que nos quedábamos fuimos al pueblo a despedirlos. Fue una espera casi eterna, porque el ómnibus demoró tres horas en aparecer. A la vuelta, después de hacer unos mandados, llegábamos al final de la calle principal cuando se descargó otra vez el temporal. Corrimos hasta la parrillada, donde nuestros amigos nos ofrecieron refugio e incluso pusieron a secar nuestras camperas (que chorreaban agua) junto al fuego.

Mientras paraba la lluvia nos sentamos a una mesa a tomar algo para levantarnos el ánimo. No había casi nadie porque era temprano, pero poco a poco fue cayendo gente. El chaparrón no amainaba. Estábamos un tanto desubicadas: empezaba la hora del agite nocturno y nosotras con las bolsas de los mandados sobre la mesa, bolsas que tuvimos que esconder cuando los hambrientos de siempre empezaron a venir uno tras otro a manguearnos la comida. A medianoche salió la luna llena y corrió cuánta nube hubiera en el cielo, pero nosotras ya desesperábamos por una cama y un techo, así que nos fuimos. Ni te digo el olor que le quedó a las camperas después de horas de estar al lado de la parrilla. Camino al rancho debemos haber dejado una estela de aromas diversos por la playa: asado, humo, tabaco, chorizo y porro.


Si algo le faltaba a ese enero para complicarse era que yo me enfermara, y la culpa fue del agua. En los primeros tiempos todos tomábamos agua directamente del pozo. La primera vez que fui Marcos y Laura le habían metido Electrón para matar los bichos, pero se les fue la mano y pasamos toda la semana sintiéndole gusto a Agua Jane, por lo cual no volvimos a repetir la experiencia y a partir de ahí la tomábamos tal y como salía.
A veces las cosas no suceden como uno desearía, y yo se ve que andaba sin defensas por esos días, así que un atardecer empecé a vomitar y ya no pude parar. Estaba sola con Sandra, a kilómetro y medio del centro de un pueblo sin farmacia. De necesitar un medicamento había que ver si lo tenía el supermercado o encargarlo a Castillos para levantar al otro día. De todos modos había una pequeña policlínica para casos de urgencia, adonde decidimos ir cuando vimos que yo no mejoraba con un té y Paratropina. Por suerte en el rancho de al lado había unas personas con jeep, que amablemente me llevaron hasta el pueblo.


En la policlínica nos atendió Waddei, la enfermera que yo conocía de vista, porque iba todos los días a pasear por la playa con sus seis perros.
_ Mira, el médico no está, pero espérame que te lo voy a buscar, porque anda aquí cerca, haciendo una planchada para El Astillero. -dijo.
Mi amiga y yo nos miramos. ¿Era un médico o un albañil? Pero no dijimos nada.
Al rato llegó el sujeto, que entró a la policlínica descalzo, sin remera y con un short de jean deshilachado. Cero pinta de profesional, aunque hay que reconocer que estaba interesante, con sus ojos verdes y su buen bronceado. Era Jean Pierre.


Rápidamente me revisó, recomendó que no tomara agua de pozo, que me cuidara en las comidas y comprara no sé qué remedio, porque tenía una bacteria. Fue un poco raro que al salir le dijera a Sandra que lo que yo tenía era un virus, pero no nos lo cuestionamos. Compré el remedio (que por suerte tenían en el supermercado) y a la vuelta pasé un segundo por el rancho de Diego, buscando apoyo emocional. Sus amigos estaban de gran charla, pero cuando entré se hizo un silencio sepulcral. Oh, oh. Le conté de mi estado y dijo que esa noche pasaría por mi rancho. Estaba estudiando medicina, era lógico que me pudiera ayudar. Sandra y yo volvimos en el jeep de los vecinos al 832, donde poco a poco la cosa fue remitiendo hasta que pasó por completo. 

El que no pasó fue Diego, ni esa noche ni la siguiente.


La historia no daba para más. Una madrugada se dio una charla final en el pueblo y nos despedimos en la playa, en medio de una niebla cerrada. No recuerdo las palabras ni los gestos, solo que en determinado momento nos separamos y yo me perdí entre las nubes. Llegué a mi rancho, desperté a Sandra y le conté. Ella, siempre fiel a su única adicción, me preparó un café que salimos a tomar sobre la veredita del frente, abrigadas y con frazadas, porque el viento soplaba fuerte. 

Pronto comenzó el espectáculo del amanecer y el pasado pareció empezar a quedar atrás.
Por la mañana volvieron Pato y Pacha, pasé un par de horas en el agua jugando con un morey, vi la playa inundada de caracolitos violeta, sacamos fotos, charlamos. Encontré un diez de bastos roto en la arena y lo tomé como una señal de ruptura de lazos. Como siempre, las cartas aparecen en mi camino y lo cargan de posibilidades.

De todos modos, pasada la euforia inicial del renacer, volví a bajonearme al día siguiente cuando me lo crucé en el pueblo. Me di cuenta de que en los diez días que le quedaban de vacaciones lo iba a ver más que seguido en ese universo de reducidas dimensiones, hasta que la magia de Valizas hizo su efecto y en cierto momento empezó a mejorar mi ánimo, pero no de golpe, sino en cómodas dosis.

En esos días me quedé sola con la Pato, quien pasaba en el pueblo todo el tiempo. Para escapar a tanta soledad empecé a hacer playa más cerca de la multitud, ya que por las Malvinas no pasaba un alma. Ahí se me vino a charlar un día un muchacho muy simpático y después otro, que terminó instalado con nosotros. Estábamos conversando los tres de lo más bien cuando uno comentó que estaba de licencia.
_ ¿De licencia en tu trabajo o en el estudio? -le pregunté.
_ No, no, ninguna de las dos. Estoy de licencia en el psiquiátrico. Me quedan tres días antes de volver. -fue su rápida respuesta.
_ Ah, ¿estás en un psiquiátrico? Yo también estuve en uno. ¿Vos de cuál sos? -terció el otro, ante lo cual yo empecé disimuladamente a resbalar como un cangrejito por la arena, alejándome de costado mientras ellos comentaban las bondades y defectos de sus respectivas instituciones.


Fue suficiente. Al día siguiente ya estaba embarcada en un ómnibus rumbo a mi casa. Valizas es un paraíso, pero hasta los Edenes se desdibujan si uno lleva el infierno adentro.