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viernes, 28 de septiembre de 2012

Avenida Océano Atlántico, 832 (capítulo 11)




Una tarde el Correcaminos vino de visita y pasó un par de horas arreglando el techo desflecado, trabajo por el cual fue recompensado con un Martín Fierro y un vaso de leche. De otras cosas ni hablamos, porque él es deportista y no consume alcohol, cigarrillos, Coca Cola o galletitas rellenas. Un santo. Trajo con él a un amigo que se estaba quedando en un rancho más allá del mío, cerca de la entrada a la duna blanca. Esa era la “precaria vivienda” de la que hablaban los altoparlantes de los jeeps de El Francés cada vez que pasaban por la playa. Una construcción diminuta pero cálida, con techo de tejas francesas recolectadas a la orilla del mar, de las que provienen del naufragio entre Valizas y Aguas Dulces de “La Juanita”, un barco marsellés de los muchos que terminó sus días por esta zona. El único problema del rancho era que la arena se colaba por los intersticios de las tejas y llovía hacia el interior, según de dónde soplara el viento. 


El amigo del Correcaminos era Guillermo, un psiquiatra argentino canoso y cuarentón que nos cayó tan bien que esa noche salimos Adriana y yo con él. Fuimos a Malucos y nos quedamos hasta que unos relámpagos hicieron su aparición en lo negro de la noche. Demasiado tarde; no bien alcanzamos la orilla del mar se largó una lluvia espantosa que nos ensopó. Al llegar todo estaba tan mojado que Guillermo no encaró caminar hasta su casa y se quedó a dormir en el entrepiso del 832. Pilar también se refugió en el rancho cuando volvió del pueblo después que nosotros, y tuvo que dormir como pudo en el único medio colchón seco que quedaba. ¡Nos dio una lástima! A la tarde siguiente hizo su aparición el novio, que pareció ser lo bastante intuitivo como para captar que no era bienvenido, así que ambos nos abandonaron antes del anochecer. Hogar, dulce hogar. Hubiera ido a hacer ruedas de carro por la playa, de tan contenta que estaba. Si alguna vez hubiera sabido hacerlo, digo.


Con Adriana hicimos una incursión en el Gaucho, que yo tenía bastante abandonado desde hacía semanas. El baile en febrero es otra cosa, con ambiente tranquilo, espacio para moverse y todo. A la salida, en medio de la más absoluta negrura, íbamos hacia la playa cuando detrás de nosotros empezó a caminar un grupo de seres que a juzgar por las voces eran muchos y pesados. Por suerte no nos veían, porque al no tener luz eléctrica Valizas era en esos tiempos, en las noches sin luna, una eterna e impenetrable oscuridad, y la arena de las calles absorbía por completo el sonido de las pisadas. Íbamos a diez metros de ellos pero era como si nos separara un universo entero, así que yo me sentía de lo más tranquila, al menos hasta que Adriana me susurró:
_ Rezá para que no tengan linterna.
Por suerte no tenían.


A la mañana siguiente arribó Sandra y ella, Adriana y Guillermo se fueron al Cabo, mientras yo me quedaba a hacer algunos arreglos en el rancho al son de “Onda Marina”, la única FM que sintonizamos. Al rato pasó a saludar Miguel, alias Antonio Banderas, quien elogió mi pintada del frente del rancho con aceite quemado. Esas horas de trabajo y soledad me vinieron muy bien, las estaba necesitando. Por la tarde volvieron mis compañeros: primero Guillermo, que había tomado un jeep, y más tarde Adriana y Sandra, que prefirieron caminar cuando el conductor del vehículo no dejó subir a Barbi (el barbilla). Venían de arrastro, no sólo por la caminata habitual sino porque se perdieron entre las dunas e hicieron muchos kilómetros de más. Incluso se cruzaron con alambrados y me contaron que ante cada uno de ellos las muy miedosas mandaban a Barbi a cruzarlo primero, por si estaba electrificado. ¿Qué será peor: perderse siguiendo las huellas de los jeeps de El Francés, o preocuparse por la electricidad en Valizas?


Laura vino también uno de esos días, lo que hizo que nos enfrentáramos al problema de la falta de lugar para dormir. El único sitio libre era junto a Guillermo en el colchón de dos plazas, pero ella muy tranquila dijo preferir la hamaca paraguaya y hacia allí encaminó su agotada humanidad. Habrían pasado dos o tres horas cuando se pasó silenciosamente para el piso de arriba (donde Guillermo ya dormía feliz) porque estar en la hamaca es de lo más incómodo después de un rato y además uno se muere de frío. Premisa: siempre refresca en Valizas por la noche.


Por la mañana, cerca del mediodía, nuestro sueño fue interrumpido cuando sonaron fuertes golpes en la puerta del fondo. “¡Gabriel!”, dijo Laura, que andaba por su reconciliación número 345, mientras se tiraba a toda velocidad del entrepiso para ocupar santamente su lugar en la hamaca. Pero no era Gabriel sino Analía, quien quedó muy sorprendida de saber que su hermana había compartido el lecho con un desconocido. De todos modos Guillermo se iba esa tarde, así que el problema del espacio quedaba solucionado.


Al anochecer tuvimos un espectáculo extra con la salida de la luna llena, tan grandiosa que hasta salí a lavar los vidrios para disfrutar sin obstáculos del prodigio. Fue la única vez que se hizo la noche sin que llegáramos a prender una sola vela. Nadie quería salir, así que para entretenernos empezamos con Adriana a crear el argumento para una novela estilo Corín Tellado que sería protagonizada por todas nosotras, representadas por la heroína, que tenía las iniciales de Pacha, Laura, Analía, Sandra, Mariela y Adriana: era Plasma. El enamorado, qué duda cabe, debía ser el hombre más lindo de Valizas, al que le habíamos comprado bizcochos en la panadería Vientos del Sur, un rubio alto y con enormes ojos azules al que bautizamos como el Nórdico. Acostumbraba correr olas cerca del rancho y más de una vez salimos a la playa con cualquier pretexto cuando él pasaba montado en su caballo blanco, con los rulos al viento, bermuda de jean desflecada y cuerpo trabajado a sol y salitre. El Nórdico era muy un buen protagonista, hasta que al otro día se nos vino abajo, y todo por culpa de Laura.
_ Che, Mariela, yo no quiero desilusionarte pero me parece que a tu ídolo le falta un diente...
¡Oh, cruel destino! El Nórdico, a quien que habíamos transformado poco menos que en un dios en nuestra imaginación, venía a ser un simple habitante de un pueblo sin dentista con la sonrisa incompleta. En fin, igual le podríamos pagar el implante. Plasma es una heroína de lo más solidaria.




Una tarde de esas, mientras mis amigos estaban fanatizados jugando a la conga por plata, todos blanquitos y sin bajar a la playa, estaba yo tomando sol en mi sitio de poder en la duna cuando apareció un muchacho a pedirme permiso para sacar agua del pozo. Venía del lado del monte, donde él y otros dos estaban acampando. Me hizo toda una historia de cómo uno de ellos estaba lastimado por haberse enganchado el pie en un alambrado mientras caminaban por la duna blanca. Era algo extraño que se quedaran ahí porque el monte frente al rancho no es lugar para acampar, con el viento y las víboras, tan lejos de los mandados, pero no dije nada. Estuvimos charlando un rato y en determinado momento la cosa empezó a preocuparme, especialmente cuando mencionó que pensaban quedarse bastante, tal vez hasta marzo. Antes había dicho que estaban sin trabajo y con poca comida, así que no resultaba difícil sumar dos más dos para sacar conclusiones. Traté de sonsacarle algo, ver si era de los intrusos habituales de las Malvinas, pero no logré gran cosa. Me dijo, eso sí, que más de una vez había abierto un rancho para pasar la noche (lo cual no le parecía un delito), si bien aseguró que nunca había estado en el mío. Al rato se fue con sus amigos, a llevarles el agua. Gabriel y compañía se iban esa noche. Marielita y el 832 iban a quedar a merced de los Ladrones Del Monte.


Por suerte el Correcaminos vino de visita más tarde y me tranquilizó, porque la Guardia Forestal había echado a los acampantes (cosa que siempre sucede, por otra parte). También agregó nuevos datos, como que uno de ellos estaba lastimado por romper de una patada el vidrio de un rancho y no por tropezar con un alambre, como dijeron, y que habían hecho fuego para cocinar usando como leña los postigos de las ventanas del rancho jamaiquino. En todo caso ya estaban desalojados, pero el tema era saber si volverían. Por suerte no lo hicieron.


Cuando las otras visitas me abandonaron volvieron Pacha y Pato con un ánimo bárbaro, y se pusieron a arreglar todo. Pintamos el palanganero, seguimos pasándole aceite quemado al rancho, la Pacha hizo un móvil con caracoles, hasta confeccionamos una hamaca para el exterior con una vieja red de pesca verde que habían encontrado en la playa, aunque no resistió el primer intento de probarla y dio con la Pato en el piso en un segundo. Después deshicieron la mesa que había en el fondo junto al pozo, en la que lavábamos los utensilios de cocina, para armarla de modo más firme. Recién ahí se dieron cuenta de que nos faltaban herramientas para la tarea.
_ Mariela, ¿dónde podemos conseguir un hacha? _Gritaron desde el fondo.
_ Yo qué sé, ni idea. Capaz que algún vecino tiene.
_ Bueno, andá a pedirle. _Me ordenaron con tono de capataz de obra.
Y fui. Mis vecinos habituales no estaban, así que me tiré hasta el rancho de Yamandú, uno chiquito, eternamente semienterrado en la arena junto a La Balconada. Nadie afuera, puerta cerrada. Golpeo, y alguien se asoma. Casi me caigo de la sorpresa cuando veo al Nórdico. ¡Era mi vecino! Tras sobreponerme en medio segundo a tamaña revelación le expliqué en qué andaba y él amablemente me prestó el hacha. En breves minutos registré dos datos importantes: estaba leyendo un libro que tenía abierto sobre una silla y comentó algo de lo impresionante del atardecer y cómo él se lo estaba perdiendo, con lo cual la carencia odontológica comenzó a parecer una simple y olvidable contingencia.
Lo del hacha al parecer fue sólo para conocer al Nórdico, porque tanto la Pacha como Patricia se aburrieron pronto de su labor constructora y dejaron todo tirado, con lo que me quedé sin mesa, ni vieja ni nueva. No sé por qué pero no me sorprendió demasiado.


Un día en que andábamos medio aburridas se nos ocurrió asaltar la parrillada del pueblo, la de nuestros amigos. Primero pasamos por Barlovento a pedir la colaboración de una conocida y a dar los últimos toques a nuestro arreglo personal que consistía en raros peinados, enormes lentes y un maquillaje atroz. La chica entró primero a pedir a Cocotero y Pumping Bucles que apagaran la música y ahí hicimos nuestra entrada, con el discman de la Pato y dos parlantes chillones a todo volumen al son de los Rolling. Nos falló la música, demasiado baja, pero valió la pena. Habíamos ido provistas de tarjetas para comunicarnos por escrito, unas de comunicación externa y otras internas. Las externas eran para los dueños de casa y resumían nuestras demandas, que tenían que ver previsiblemente con la música, la caipirinha y la comida de la parrilla. Nuestra única arma, cabe agregar, era el mango de un viejo paraguas que encontramos. Las tarjetas de circulación interna, escritas por cada una de nosotras para las otras dos, contenían posibles inicios de conversación con todos los hombres interesantes de Valizas. Las mías tenían dos posibles interlocutores:
A Miguel: _Che, Antonio Banderas, ¿cuándo voy a conocer tu rancho?
Al Nórdico: _ Vo’, rubio, ¿me contás cómo perdiste el diente?
Como ven, el lema del grupo era la sutileza.


Con Antonio Banderas hubo una historia pequeñita. Ambos sabíamos que nuestros corazones estaban en otro país aunque a la vez nos llevábamos bárbaro, porque él era muy divertido y además cocinaba casi tan bien como la Pacha. Solo que hablaba demasiado, siempre creía tener la razón y estaba sin trabajo a los 32, dato que no es menor para configurar una cierta tipología del vago de Valizas.


El siguiente día Pacha y Pato decidieron repentinamente que querían cambiar de aires e ir a La Paloma, así que me quedé sola en el rancho, con todas las historias de fantasmas que había escuchado alguna vez rondando en mi cabeza. Estaba para peor leyendo un libro de Jorge Amado que en determinado momento habla de los misteriosos espíritus de la selva... hasta que lo cambié por una revista Caras que alguien había dejado y entonces se me fue el miedo, porque una no puede pensar en fantasmas y muertos vivientes mientras lee que la Pradón se peleó con la Suller, o que Tinelli anda de vacaciones por el Caribe. Y me dormí.


En realidad sola del todo nunca estuve, porque tenía conmigo a Barbi y a Roberto, la segunda adquisición canina de la temporada. Ambos nos habían causado más de un problema peleando con cuanto perro había en Valizas o no dejando pasar a nadie por la playa. En general no bien veían a lo lejos venir a una persona ya bajaban la duna a toda velocidad para ladrar y amenazar a quien fuera. Más de uno de los caminantes nos insultó a los gritos; muchas veces tuvimos que bajar a la playa y traerlos de arrastro por la arena hasta el rancho. Hubiera resultado engorroso explicar que no eran nuestros y que solo les dábamos alojamiento provisional, así que ni lo intentábamos. A veces llegamos a salir de noche dejándolos encerrados para evitar problemas. Una tarde, incluso, Roberto le ladró tanto a unos chicos que pasaban cabalgando por la playa que el caballo de uno de ellos se asusto y terminó cayéndose arriba del jinete. Casi nos dio un infarto, aunque por suerte no pasó nada.
Pero nuestros perros también tenían sus facetas buenas, como la ternura de Barbi, o la capacidad increíble de Roberto para devolver cualquier palo o piedra que le tiráramos, de donde fuera. No es sólo lo traía: lo atajaba en el aire con acrobáticos saltos. Pasamos horas jugando con él, y si el palo iba a parar al mar allá iba Roberto a buscarlo entre las olas. También participaba habitualmente en el volley de la playa, persiguiendo todo el tiempo la pelota, para disgusto de los jugadores.


El día siguiente de mi noche de temores en el rancho fue gris, solitario y aburrido. Al atardecer fui a hacer mandados y a ver gente por la calle principal del pueblo. Divisé desde lejos a dos seres que me resultaron vagamente familiares: eran Pacha y Pato, que venían llorando después haber sido expulsadas de la casa por los hermanos de esta última, porque antes de irse a La Paloma habían dejado el rancho hecho un desastre. Se ve que del zafarrancho que había en el mío cuando yo llegué con Adriana el muchacho no había guardado registro. En fin.

Esa noche me fui con Miguel al Cabo, a un recital en la playa Sur donde hubo fogatas, conocidos, teatro y buena música. Como no teníamos dónde quedarnos volvimos en el último jeep por las dunas, entre la oscuridad y las estrellas, mientras aún sonaban los acordes de Las Manos de Filippi.


Era domingo cuando llegaron Laura, Analía y Gabriel y Adriana, al tiempo que la Pacha y Pato volvían a La Paloma con planes inciertos. Los que quedamos nos pasamos los días jugando a la conga y comiendo tortas fritas con dulce de leche, y para el primero de marzo, día en que asumió Sanguinetti, solo estábamos en el 832 Miguel y yo, quienes nos quedamos hasta una semana después de Carnaval entre lluvia, arreglos varios del rancho y excursiones al Cabo y a Punta del Diablo. Barbi y Roberto participaron en algunas nuevas reyertas, y poco a poco al fin el pueblo fue quedando completamente muerto.
Se había acabado la temporada. Era tiempo de pegar la vuelta.

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