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viernes, 14 de septiembre de 2012

Avenida Océano Atlántico, 832. (capítulo 10)





A fines de enero volví al 832 con Laura, y de tarde se nos sumó la Pato, que había venido sin avisar y entró al rancho con la llave que dejábamos eternamente en un viejo champión en el piso del baño.
Esa noche Laura y yo decidimos salir, en tanto que Patricia murmuraba un somnoliento “no” y caía como plomo en una cama. A los veinte metros empezó a lloviznar y dimos la vuelta, pero como el agua no fue mucha nos quedamos tiradas en la arena, viendo un cielo que se despejó de golpe para llenarse de luces como solo puede hacerlo en la oscuridad de las Malvinas. Vi cinco estrellas fugaces y a todas les envié el mismo previsible deseo. En cierto momento me pareció oír una misteriosa respiración que no era la de Laura a mi lado, por lo que rápidamente entramos a la seguridad del rancho y nos fuimos a dormir.


Habrían pasado unas dos horas. En el entrepiso la Pato despertó, totalmente descansada y con ganas de salir. No nos había oído volver, de modo que nos supuso en el pueblo y se levantó a tientas en busca de una linterna. Sabiendo que yo siempre tenía la mía bajo la almohada fue hasta mi cama, tanteando en la oscuridad. Yo sentí su mano y entre sueños pensé que era la perra de ese verano que venía por mimos, así que traté de tocarle la cabecita. Cuando me encontré con una mano humana empecé a gritar, al mismo tiempo que lo hacían también la dueña de la mano y la pobre Laura, despertada en medio del caos. Por un momento aquello fue un loquero en penumbras, tuvimos que hacer una y mil técnicas de concentración para bajar revoluciones hasta conciliar el sueño.
Miro fijamente la luz de la vela… Estoy en la luz… Soy la luz… Oooom.


Al siguiente domingo una multitud se había formado en la playa, a medio camino entre rancho y pueblo. ¿Habría una tortuga gigante, un lobo, una ballena? Ipso facto me tiré hasta allá: era una protesta espontánea contra los jeeps de El Francés, que cruzaban todo el día por la playa a gran velocidad llevando gente entre Aguas Dulces y Valizas. Al haber una carretera entre los dos pueblos no se justificaba que nos tomaran de calle, pero al Francés parecía no importarle. Uno se mareaba si sacaba la cuenta de la plata que estaba haciendo esa temporada con “El Mamut” y “El Dinosaurio”, vehículos de dos pisos que pasaban a cada rato cargados de turistas para el Cabo.

Ese día se organizó la protesta, a la que rápidamente nos sumamos. No sé cómo surgió: en un rato cientos de personas estaban cortando el paso a los vehículos, que al no poder avanzar estacionaron en la playa. Además de cortarles el paso hicimos una enorme zanja en la arena (aramos, dijo el mosquito...), para mayor seguridad.


Al rato hubo una respuesta en forma de juez de paz de Castillos y una veintena de policías de Aguas Dulces, llamados por Monsieur Raymond. Intentaron disolvernos apelando a que no se podía hacer manifestaciones en la playa, y les respondimos que no estábamos organizados, que justo queríamos tomar sol todos juntos. Nos tiramos en la arena con los pareos como cualquier veraneante, y nos pusimos a charlar de bueyes perdidos. Aquello era circense, y de verdad nos estábamos divirtiendo de lo lindo.


El juez de paz era todo un personaje: de traje, gordo, muerto de calor, absolutamente nervioso, decididamente pro Francés. Este último se hizo presente al rato, e incluso defendió enérgicamente su tarea, apelando a que cumplía una función social y sin fines de lucro, a lo que respondió una carcajada generalizada, acompañada de abucheos.


Íntimamente todos sabíamos que el Francés era un pez demasiado gordo para nuestras fuerzas; se rumoreaba que la policía lo apoyaba y que había financiado gran parte de la campaña del intendente, pero algo había que hacer. Una chica contó que días atrás estaba haciendo topless en la playa tirada boca abajo en la arena cuando uno de los jeeps paró justo enfrente y le tocó bocina para que se corriera. Se negó a hacerlo pero el tipo siguió molestando hasta que ella tuvo que irse para un costado. Un par de perros habían sido atropellados, y todos temíamos por los gurises, porque los vehículos pasaban a toda velocidad, lo que ya había sido advertido por discretos carteles de “Despacio. Hay criaturas” puestos por algunos vecinos. A mí me daba bronca que destrozaran los escudos de mar, y un día en que la playa amaneció tapada de ootecas (esas burbujas llenas de caracolitos por nacer) los jeeps las hicieron pedazos. Hasta el Correcaminos, que estaba edificando un rancho en las Malvinas, estaba cansado de oír a cada rato un altoparlante que anunciaba:
_ Y aquí vemos a un habitante del lugar construyendo su precaria vivienda...
En suma, estábamos hartos. 

No sólo los pobladores permanentes y los turistas teníamos problemas con el Francés ese año: era tan feroz la competencia entre su empresa y las otras, más pequeñas, que la cosa llegó a extremos nunca vistos en Valizas, como el tajeado de las ruedas de un jeep, una mañana


La manifestación duró un par de horas. Al final el Francés accedió a enviar a sus jeeps por atrás, costeando el monte de acacias desde la salida del pueblo hasta los últimos ranchos. No nos convenció, pues dejaba incambiada la mayor parte de su trayecto, pero algo es algo. Poco a poco nos fuimos yendo, después de tapar la zanja. El juez de paz se volvió en el Dinosaurio, pero los pobres milicos de Aguas Dulces tuvieron que hacer los cinco kilómetros a pie, al rayo del sol, con sus uniformes. Desde el rancho los vimos perderse como una mancha azul en la lejanía. Me imagino que irían puteando al Francés y a su parentela, como todos nosotros.


Esa noche salimos temprano para el pueblo a hacer un poco de boliche y decidimos conocer El Astillero, que por entonces era administrado por unos porteños. Ni bien llegamos alguien vino a interesarse por mi salud: Jean Pierre, quien parece que además de médico y albañil se desempeñaba por las noches como mozo. Trajo bebidas para nosotras y para él y se quedó todo el tiempo que se lo permitían sus tareas charlando en nuestra mesa. Resultó ser muy interesante, con su extraño acento y sus historias de Nueva York. Era norteamericano, hijo de una gitana y un francés, aunque había vivido en muchos países y tenía mil historias para contar. Ya volvíamos para el rancho cuando con Laura caímos en la cuenta de que, además de lo nuestro, nos habían cobrado también su trago. Mantener garroneros, lo que nos faltaba.


En los años noventa la oferta gastronómica de Valizas era bastante limitada, y mis almuerzos casi siempre tenían lugar en Doña Bella. El servicio demoraba horrores, pero se compensaba con la comida rica y abundante. Nos atendía Leticia, que por entonces andaba por los ocho años y trabajaba con su mamá. Aparecía con su delantalito celeste y una libreta de notas a tomar los pedidos y frecuentemente se mandaba terribles desprecios con los clientes, especialmente con los hombres. Leticia tenía poca paciencia. No era más que una nena trabajando todos los mediodías y las noches de sus vacaciones, y su mamá tampoco le tenía mucha paciencia a ella. 

El 30 de enero, que fue un día reseco y caluroso, falté a mi cita diaria porque me encontré con unos conocidos con los que fui a “El origen”, primera versión de lo que sería luego “La Proa”. Los dueños eran muy agradables y además grandes conocedores del pasado de Valizas, esa época mítica que los nuevitos del lugar, como yo, siempre escuchamos con una mezcla de fascinación e incredulidad. Me contaron de cuando “Los Palos”, nuestra particular torre de Pisa, funcionaba como un boliche que terminaba a la mañana con la gente bailando en la arena, y del refugio que existía entre Valizas y el Cabo, la cabaña que había sido morada del cuidador de los restos del barco “Don Guillermo” y que al ser abandonada se convirtió en un lugar de uso público. Uno se metía en el refugio para protegerse del sol o de la lluvia, y siempre podía encontrar algo de yerba, cigarrillos o agua potable, como ofrenda de los caminantes de otros días. Nadie pasaba por ahí sin dejar algo a su vez, como regalo de bienvenida para el próximo caminante. Era una Valizas desconocida para mí, acostumbrada a los robos, a los pedidos de una moneda para el vino, al “flaca, ¿una galletita?”.




Por la noche me mudé de la sucursal playa a la sucursal centro, que era la casa de los hermanos de la Pato. Dormí en el piso de abajo, único ambiente independiente de la casa, mientras ellos hacían lo propio en el entrepiso, pero no estuve sola: una gata blanca que andaba en la vuelta se quedó conmigo y no paró de ronronear hasta que me dormí. Esto no quiere decir que mi sueño fuera placentero; tuve una pesadilla horrible de esas en las que quiero despertar y no puedo, pero no fui la única a la que le pasó algo esa noche. En medio de la madrugada uno de mis amigos sintió que alguien se le subía a la cama y medio dormido creyó que era yo, hasta que una cabecita peluda empezó a refregarse contra su mano pidiendo comida (y no era la mía).


A la mañana siguiente abandoné el vértigo de la gran ciudad y enfilé temprano para mi rancho, a disfrutar de la mejor hora del día. Era el final del mes; no había nadie por ningún lado. Estuve leyendo un rato, disfruté de un baño de mar y me tiré en la hamaca a leer, con las perras Petra y Mafalda a un costado.

Estaba medio adormecida por el vaivén de la hamaca cuando creí escuchar un ruidito sutil. Venía del piso, o más bien de un bolso, del bolso que la Pato había dejado tirado junto a la cama. Pensé que sería un sapo o quizás una víbora, así que no me animé a meter la mano, pero algo había. Le di un par de suaves golpecitos indagatorios con el palo de la escoba hasta que... ¡zas! Un ratón salió corriendo hacia la puerta a toda velocidad. Intenté atinarle un escobazo pero fallé en mi objetivo, aunque logré otro muy alejado de mis fines: Mafalda se dio tal susto que salió corriendo del rancho para no volver. 

Bueno, al menos el tema ratón quedaba solucionado. O tal vez no, porque del bolso seguían saliendo sonidos, ahora muy agudos, apenas audibles. Me armé de valor para revisarlo, y encontré un nido de ratoncitos. Entre los pliegues del pantalón violeta de la Pato, con papelitos e hilachos varios, seis criaturas rosadas gemían de hambre, su madre estaba muy lejos y yo no podía darles asilo. Fuera de discusión, no podía dejarlos para que siguieran mascando colchones como ya habían hecho en el invierno. ¿Qué hacer? No me daba para matarlos así nomás, ahogarlos o aplastarlos con un palo. En la playa no había nadie, ni una persona a la distancia que uno pudiera imaginar que aportaría una solución. Le mostré los críos a a perra Petra, que se dio media vuelta y siguió durmiendo. 
Al final opté por una “solución abierta”: los metí en un recipiente de plástico cortado, de los que usábamos para contener las goteras, y marché con ellos hacia el monte, al borde del cual los deposité con cuidado. Si sobrevivieron, si la madre los encontró o si fueron el almuerzo de alguna víbora no lo sé y por suerte no voy a saberlo, pero de mi memoria nunca van a borrarse sus chillidos agudos y desesperados.


Una mañana me iba de la casa del pueblo para la mía cuando al pasar por el Astillero fui llamada por Jean Pierre, que me invitó a desayunar al aire libre. A los cinco minutos, café con leche y bizcochos de por medio, otra persona se sumó al convite: una chica que vivía en el pueblo y se llamaba Elimay. Me cayó muy bien, y los tres nos quedamos un buen rato charlando, aunque tal vez debiera decir que Elimay y yo escuchamos, porque el que habló y habló sin parar fue Jean Pierre, quien evidentemente solo andaba a la caza de público para sus historias. Hizo muchos cuentos, de variados temas. Por ejemplo, de cuando en Costa Rica fue picado por una araña venenosa y salvado de morir a último momento por la acción de un médico brujo. O de su trabajo para Médicos Unidos en una estación experimental en el Amazonas, donde un día se encontró con una enorme boa constrictora en mitad de la carretera. Iban él y sus compañeros por la Transamazónica, cuando el bicho se les atravesó en el camino, demorando tanto en cruzar la carretera que en el interín ellos se le subieron encima, sacaron fotos y le extrajeron muestras de piel y de sangre. Con todo esto comprobaron que se trataba de un ejemplar mutante subnormal, lo que explicaría su gigantesco tamaño: ¡medía 25 metros de largo! Las fotos que le sacó iban a ser expuestas en Nueva York, y el animal ingresaría por sus dimensiones en el libro Guiness de ese año.

Elimay y yo no nos mirábamos, y lo dejamos hablar. Su capacidad fabuladora llegaba muy lejos. Jean Pierre era un científico de la NASA participando en un proyecto especial de recolección de muestras de ADN de personas de todas las razas del mundo, a fin de poder reconstruir sus caracteres genéticos básicos en caso de producirse un holocausto o exterminio de toda una población. Sin olvidar su importante labor en la detección de elementos peligrosos para la sociedad, la cual efectuaba por encargo de la CIA. Esto último tal vez intentara justificar su reciente pelea con un pescador, de la cual había salido mal parado. También habló de sus planes de mejoras sociales para Valizas y de los filantrópicos proyectos de instalación de una clínica con block quirúrgico y maternidad completas al final de la temporada. 
Una joyita, Jean Pierre.

Una joyita que perdió rápidamente su brillo. No sólo empezamos la pato y yo a gritar entre nosotras “¡guarda con la boa!” cada vez que lo veíamos, sino que algunas personas del pueblo fueron comprobando que de Francia no sabía nada, y no hablaba una palabra de francés. Su acento era rarísimo, justificado por él como una mezcla del francés de su origen y el español gitano de su madre. La cosa olía mal, aunque solo al final de la temporada terminamos de atar los cabos y de armar una especie de historia incompleta del personaje.

Había llegado a Valizas de la mano de los dueños de El Astillero, que lo encontraron haciendo dedo en la ruta y de buena onda lo trajeron hasta el balneario y le dieron laburo. Una vez en Valizas d
e alguna forma convenció a alguien de que era médico para obtener el trabajo en la Policlínica. 
Pero eso no era nada.
En la investigación de la joya fuimos más hondo en el pasado, porque aquí somos pocos y nos conocemos. Un ex alumno de Sandra contó que el “médico” había estado de novio durante mucho tiempo con su hermana en Montevideo, donde el padre de la chica llegó a facilitarle mil dólares para señar el alquiler de un apartamento, y nunca más volvió a verlo. Cuando el muchacho se lo encontró en el Astillero Jean Pierre intentó esconderse en el entrepiso, pero el péndex y sus amigos se quedaron tanto rato que al final bajó, se hizo el sorprendido al verlos y saludó amablemente. Todo había sido un malentendido, claro. ¿Los dólares? Sí, sí, otro día se los daría... sin falta. Pensó que zafaría, pero los gurises eran cuatro, y tanto lío hicieron que terminó por entregarles una parte. Al otro día los gurises se fueron a la playa... ¡dejando la plata en la carpa, en el camping de Valizas! 
Al volver por supuesto que no encontraron los dólares pero sí a los de la carpa de al lado, que el día anterior andaban medio muertos de hambre y ahora estaban dándose un opíparo banquete... con comida del Astillero. Dos más dos, cuatro.


Días después, ya sin sus amigos, este muchacho tiene la mala suerte de lastimarse un brazo y debe ir a la policlínica. Es un adolescente, ha visto mucha tele y tal vez por eso no se le ocurre nada mejor que decirle a Jean Pierre que ya sabe lo que ha pasado, que él mandó a robarles el dinero, ante lo cual el otro protesta inocencia, lo cura superficialmente y le recomienda que pase por su rancho, donde tiene un cicatrizante más potente. Una vez que están allí el acento de Jean Pierre desaparece como por arte de magia, al mismo tiempo que con un revólver en su mano derecha y en el más perfecto español montevideano le dice que o se va del pueblo esa misma noche o mañana amanece tirado en una zanja. Que él tiene el control de la venta de coca en el Cabo, que maneja gente capaz de cualquier cosa por unos pesos. 
El gurí debe de haber roto el récord de velocidad Valizas-Montevideo.


Las hazañas del pretendido doctor no terminaron ahí: también se quedó con dinero de gente muy pobre del pueblo a los que prometió tratamientos médicos, y terminó la temporada desapareciendo con plata de los de El Astillero, a los que ofreció pasaje aéreo y entradas baratas para ver a los Rolling en Buenos Aires.
Y colorín colorado, este chanta se ha esfumado. 

Espero que al menos la fotógrafa argentina que andaba con él lo haya contactado, porque tras su partida corrió el rumor de que quería encontrarlo para contarle que tenía sida. Por si faltaba algo.




A todo esto, la temporada seguía avanzando y rancho fue poco a poco llenándose de gente nueva. Dos amigos de Patricia se instalaron por entonces, y un día hicimos todos una caminata hasta el Don Guillermo al atardecer para sacar fotos, a la vuelta de la cual hubo que cruzar como se pudo el arroyo, que había crecido de golpe. A la madrugada siguiente llegó el hermano y se sumó al grupo. Todo estaba bien, pero yo estaba quedando en medio de un grupo en el cual todos eran amigos y yo la conocida. Eterno síndrome del garroneo en Valizas.


Andábamos por los primeros días de febrero cuando tuve que ir a Montevideo a tomar exámenes. Era una tarde preciosa, que se estropeó un tanto cuando en la agencia de Rutas tuve un encuentro fugaz con una compañera de Bellas Artes que acababa de llegar y me pidió para quedarse en el rancho esa noche. Accedí, porque yo no iba a estar. En verdad casi no la conocía. Una noche de diciembre, en un boliche de Montevideo, me había dicho que tal vez pasara alguna tarde por mi rancho “a saludar”, y su concepto de saludo debe diferir del mío, porque aún seguía ahí cuando volví a Valizas dos días después.


Yo venía con mi amiga Adriana, y cuando llegamos encontramos el rancho solitario y mugriento. Aquello era un caos de utensilios sucios, ropa tirada por todos lados, puchos, pilas, championes, restos de comida, todo revuelto y arenoso. Incluso afuera, junto a la puerta de la cocina, habían dejado una palangana con todo lo del almuerzo sumergido en agua sucia, como para lavar algún día. Craso error en una Valizas donde con frecuencia lo que queda afuera desaparece sin dejar rastros, aunque esa vez tuvimos suerte y nadie se había llevado nada. Respiré hondo y me puse a ordenar, porque Adriana no tenía la culpa y merecía un ambiente confortable para empezar sus vacaciones. Los otros llegaron al rato, con un perrito barbilla: era Barbi, uno de los más lindos amigos caninos que hicimos. Su timidez inicial fue aflojando de a poco, pero siempre fue bastante asustadizo.


Volviendo a la compañera de la Escuela, cuando me vio dijo que estaba esperando que llegara su novio para irse con él al Cabo, por lo cual no hice mucho drama, pero aquello estaba basado en una calma demasiado tensa como para resistir el menor roce. Apenas llegué se le ocurrió que iba a llamar a una amiga para que se uniera al grupo. La amiga me caía bien, pero no quería más gente apenas conocida, así que invoqué lo primero que se me vino a la mente: la escasez de agua, porque el pozo estaba casi seco.
_ Igual no importa, porque siempre se puede traer agua del pueblo. _ alegó.
_ ¿Ah, sí? ¿Vos vas a cargar todos los días con un bidón de diez litros por la playa?
_ Sí, ¿por qué no? ¿Cuál es el problema?
_ Mirá, el problema es que yo quiero un poco de tranquilidad. ¿Vos podés entender eso? Ya hay mucha gente en este rancho.


No sé si lo entendió ella, pero sí todos los otros. Esa misma tarde se fueron sorpresivamente tres de ellos. Yo me volví a sentir otra vez en mis dominios, aunque levemente culposa. No buscaba correrlos, pero qué bueno que se fueron, aunque no lo hicieron todos: la compañera de la Escuela se quedó. No sólo no se había ofendido para nada sino que puso su mejor cara de víctima y me comunicó su decisión de acampar en el fondo, contra el monte, cuando llegara su novio esa tarde.
_ ¿Te molesta si usamos el baño alguna vez? -preguntó. Y se puso a armar una endeble carpita al lado de las acacias, justo en la zona de las víboras.

1 comentario:

  1. arre que le decia - si pasa no mas , pero que no entre ninguna vibora atada a tus pies que ahi al ladito esta el nido...

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