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sábado, 29 de septiembre de 2012

PUZZLE DE AGUA DULCE





Había una vez una ciudad.
Llegamos a Colonia a media mañana; el día ya se perfilaba luminoso y cálido. El primer recorrido por la parte histórica bastó para que recordáramos por qué amamos a este lugar, y más aún cuando enfilamos hacia el muelle de los yates donde la regata que tendría lugar al otro día ya estaba a pleno con los preparativos. Aquello era un paisaje bucólico y soñador de barcos meciéndose, agua tranquila, paseantes a la orilla del río y ritmos lentos para cada palabra y cada movimiento.
Se nos ocurrió que era mejor no almorzar en la zona más turística, donde ya habíamos sido invitadas con queso fresco y una copa de vino, y nos instalamos en una parrillada del centro, sobre la vereda.
Craso error:
* Demoraron en atendernos.
* El mozo era medio lelo y dejó seguramente las huellas de todos sus dedos en los cubiertos al traerlos.
* Mis ravioles eran ocho.
* El ambiente era el de un Mc Donalds al mediodía.
* Había un payaso autodenominado Carqueja.
* A los niños no le daban una Cajita Feliz pero sí la Casita de Carqueja.
Nunca más.


Había una vez un gliptodonte.
A la tarde iniciamos la habitual ronda de museos, empezando por el municipal, donde otra vez morí de envidia al ver los gliptodontes enteros que tienen en el piso de arriba y las boleadoras y puntas de flecha expuestas sin demasiado orden ni concierto. Respeté la norma de no sacar fotos, a duras penas. Ambas nos horrorizamos por igual ante un cáliz hecho con decenas de huevos de aves diversas, punto inalcanzable de la bizarrez autóctona, obra de alguna señora de estanciero que resultó galardonada incluso por semejante adefesio. Charlamos un poco con la encargada, quien ante mi pregunta por las placas de gliptodonte que se venden en el hall de entrada confirmó mi sospecha de que eran auténticas. Se ve que de la prohibición de comerciar con fósiles que rige para el resto del país por acá no se tiene noticia.


Había una vez un desfile.
Los colonienses deben ser gente que vive para las competencias. Hace dos semanas, con Cecilia, caímos de pronto en un desfile escolar en Colonia Valdense que abarcaba gente con trajes típicos y disfraces varios y terminaba en el gimnasio del liceo para un encuentro entre escuelas de los pueblos de la zona. Ahora, con Roxana, la rambla se nos llena de golpe con adolescentes con los cuerpos pintados de anaranjado, o vestidos de cavernícolas o de personajes de El Chavo, a punto de organizarse por la Avenida General Flores hacia el centro para “un Telematch”, según nos contó un muchacho al que preguntamos qué diablos era ese loquero de músicas, escenografías y maquillajes entreverados y sin hilo conductor.
Yo me hubiera quedado, de todos modos, porque entre el público había gente relativamente interesante, pero la música nos corrió sin compasión y volvimos al casco histórico y al rumor del río.




Había una vez un hotel con jacuzzi.
Prepararnos para la piscina supuso el mal trago de probarse por primera vez un traje de baño frente al espejo tras largos meses de olvidar la dieta, las frutas y las ensaladas. Además no habíamos pensado mucho en el tema y solo llevamos las bikinis del verano, a todas luces demasiado sexys y reveladoras para un ámbito tranquilo y familiar como el del Hotel Leoncia. Pero la piscina climatizada tentaba mucho, y allá fuimos.
A nuestra llegada hubo un momento de silencio. Había unas diez o doce personas, todas con pinta de grupo familiar excepto dos muchachos. Mi resuelta entrada a la piscina duró como cinco minutos, al cabo de los cuales me convencí de que no era cómodo mantenerme en el reborde de unos treinta centímetros que había en el fondo, porque si me aventuraba un paso más dejaba de hacer pie y ya hace mucho que no nado, y menos en público y en un sitio tan reducido que no podría pasar desapercibida en caso de ahogarme. Arranqué para el jacuzzi, donde ya estaba instalada Roxana, quien había hecho en el mismo su entrada triunfal y glamorosa errándole a un escalón y cayendo encima de los dos veinteañeros. Comenzamos a sospechar que aquello no era lo nuestro.
A los diez minutos ya no existían la gente, los kilos de más ni las miradas de más de uno a nuestros escotes. Solo la paz, el calor, los chorros de agua y la sangre que se nos iba aquietando en las venas, como disponiéndose para una noche de sueño reparador.
Pero el sueño no entraba en nuestros planes, por el momento.


Había una vez una moza.
El agua caliente, el baño posterior y cierto aflojamiento al caer la noche me habían dejado con la presión por el piso. Casi no encaro la cena, pero al final partimos hacia la parte histórica, donde las personas parecían brotar de las grietas de las paredes e invadir todo el espacio con sus voces de música argentina, brasileña y norteamericana. Nos ubicamos en un barcito pequeño y degustamos unas pizzas con roquefort deliciosas.
Ya estábamos volviendo al viejo y querido Leoncia cuando mi amiga sacó el tema:
_ Che, Marie… La moza… ¿A vos no te pareció que era demasiado cariñosa con nosotras?
_ Sí, yo te iba a comentar lo mismo.
Uh. Nuestra única conquista de la noche del viernes consistió en una porteña rubia de ojos azules, flaca y cuarentona, que en diferentes momentos de la noche se dedicó a cada una. A Rox le contó parte de su vida, a mí me dijo su nombre y me hizo un mimo en la cabeza antes de despedirnos. Estuvo instalada junto a nuestra mesa tanto como se lo permitían los demás clientes, fue encantadora y por supuesto que nos pidió que volviéramos al otro día. 
Tal vez haya sido una estrategia de vendedora. Pero no me lo creo.




Había una vez una ciudad de Colonia en primavera.
Gente, gente por todas partes.
Cantores que desafinan en los boliches y que ante nuestra negativa a darles dinero nos dicen con tristeza “son tan lindas… ¡pero tan amargas!”.
Buñuelos con puré de calabaza.
Proyectos varios.
Comienzo oficial de la primavera con varias radios entrevistando personas (otras, por suerte) para celebrar el evento.
Museos, museos, museos.
Contactos varios con Montevideo que nos recuerda que no se olvida de nosotras.
Solcito amigable frente al río.
Gente linda.
Subida a escondidas a los cinco niveles de El Torreón y sus paisajes espectaculares, mientras los mozos no nos ven.
Medialunas microscópicas a veinte pesos cada una.
La Iglesia de Colonia.
Las rejas.
Los faroles.
Los mosquitos, que afortunadamente prefieren a mi amiga.
Los locatarios y sus piropos inocentes.
La puesta de sol junto a la isla y el perfil de Buenos Aires en el horizonte.





Había una vez una noche de sábado.
El jacuzzi esta vez no tenía veinteañeros pero sí una señora gorda que se molestó porque (según ella) le pusimos la silla encima de sus ojotas. Por suerte no demoró en irse, y tampoco duraron mucho los niños que nos invadieron y se pusieron a practicar zambullidas entre nosotras, ante la total inacción de sus padres. Hubo al fin una hora de soledad y silencio para sosiego del alma y afloje del cuerpo. Solo nos fuimos al momento de cerrar, a las nueve.
Los restaurantes estaban más llenos aún que el viernes y terminamos en el mismo bar del mediodía, ante la Plaza Mayor. Una especie de Peluffo vernáculo, un veterano de barba y un símil Capusotto estuvieron todo el tiempo castigando nuestros oídos con un variado repertorio de murga, candombe y porteñada. Por todas partes hay hordas de maestras ocupando mesas y mesas. Ahí entendemos el feriado largo argentino y la hiperabundancia magisterial de estos dos días. No tenemos ganas de hacer vida nocturna, y volvemos al hotel a la medianoche.




Había una vez un barrio de Colonia.
Un ómnibus local nos llevó hasta el Real de San Carlos, la plaza de toros abandonada a pocas cuadras de la playa. Le damos la vuelta alucinadas, sin entender cómo se dejó venir abajo algo tan hermoso.
El Museo de los Naufragios resultó un chasco; un enorme galpón de lata con decoración infantil por el cual estimamos que no valía la pena pagar los cien pesos de la entrada. Ahí se quedaron los tesoros de Collado y sus secuaces, sin nuestras miradas de domingo al mediodía, pero el Paleontológico nos compensó con creces. Pequeño, sí, dos habitaciones apenas, pero maravilloso. Charlamos horas con el guía, que nos explicó todo lo que sabía sobre los Doedicurus, Mastodontes y otras yerbas. Impresionante.
De allí fuimos a la playa, bajo un sol casi veraniego que ya me estaba dando colorcito en la cara. Encontré algunos fósiles, piedras de raro aspecto parecidas a dientes y otras simplemente hermosas, y me las llevé en la mano, porque andaba sin mochila. Empiezo a cuestionarme seriamente la posibilidad de tomar horas en el CERP de Colonia, si aparecen.




Había una vez un cliente y una moza.
Nos instalamos en el primer restaurante con aspecto amigable que tenía lugar, y resultó ser el mejor. Mis ñoquis con morrones y puerros fueron los más ricos que he probado en la vida, la decoración nos encantó tanto adentro como en la vereda, había un par de mesitas instaladas en el interior de dos autos clásicos y una chica que cantaba con una voz tan dulce que le terminé comprando un disco. Estábamos tan bien allí, bajo el sol tibio de setiembre, con buena música y un aire general de paz y armonía que nos quedamos horas y horas entre almuerzo, postre, café. La moza, la Nancy, resultó ser un personaje con la que ligamos terrible onda ya desde el momento en que Rox la llamó para pedirle algo y ella la calificó de rompepelotas, y más aún cuando yo le pregunté si tenía una bolsita para mis piedras y me la quiso cobrar a cinco pesos.
En la mesa de al lado almorzaban Diego y una pareja de veteranos. Diego es un flaco alto de mi edad, castaño, de rastas, con unos enormes ojos de expresión casi infantil. No lo habíamos visto más que de pasada estos días pero después de horas de escuchar su conversación (que, como la de todos los porteños por aquí, parece tener cierta tendencia al volumen más alto de lo necesario) ya sabíamos todo de su vida. Igualita a la nuestra: instalado en Colonia sin trabajar, con moto y auto clásico, harto de viajar por Europa, interesado ahora en África, invitado a ser juez de un concurso de Mister Elegancia en México, corredor de rally… Con pinta de buena gente, sin embargo . Y evidentemente más interesado en nuestra mesa que en la suya, cabe señalar.
Voy a volver a Colonia, seguro, y más ahora que mi amiga la Nancy me dijo que está bien, que ella está enamorada de él (“igual que aquel mozo, el de rojo, que también muere por Diego…”) pero me lo cede gustosamente cuando le cuento que estoy separada. Una ídola, la Nancy.


Había una vez un domingo.
Fue duro cargar con nuestros bolsos hasta la terminal, porque hemos ido acumulando de todo desde el día en que llegamos. Yo llevo como peso extra un espejo con marco de madera y pequeñas baldositas azules, un buzo nuevo, una bufanda, un pan de nuez  y unos dos kilos de piedras. Roxana también compró ropa y termina el viaje con una mermelada a la que no pudo resistirse.

Volvemos con un poco menos de plata pero con el alma agradecida.
El viaje de vuelta dura menos que nuestro duelo por dejar a Colonia. Los ojos y el corazón se me quedan prendidos a la Calle de los Suspiros y no sé cómo convencerlos de volver a Montevideo.


1 comentario:

  1. Buenísimo, Mariela. Me he reído un montón con esta crónica.

    Si volvés a ver a Diego, preguntale cómo hace, por favor.

    Un abrazo,

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