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martes, 4 de agosto de 2020

Agosto 2020


 ¿Ustedes también se detienen a escuchar el ruido que hace la espuma de su capuchino?

¿Ustedes también se detienen a escuchar el ruido que hace la espuma de su capuchino cuando es domingo por la mañana y hay sol?

¿Ustedes también se detienen a escuchar el ruido que hace la espuma de su capuchino cuando es domingo por la mañana y hay sol, mientras leen la primera novela que han escrito en su vida?

Nada, eso.





El lado light de las denuncias

Cuando yo tenía veinte de años o por ahí una vez conocí en un baile de balneario a un muchacho relativamente interesante, con el que no pasó nada, más allá de charlar un rato. De vuelta a la casa con una de mis amigas resultó que ella también había estado bailando con el mismo, que incluso nos había dicho la misma pavada en distintos momentos de la noche, cuando cada una de nosotras le dijo su nombre:
_ ¿Ah, sí? Sin embargo vos tenés cara de llamarte Alicia...
Al flaco la capacidad de versear no le daba ni para cambiar el nombre, comentamos con mi amiga, y nos reímos. Éramos chicos, todos éramos chicos y la situación fue graciosa, con un leve dejo de vergüenza ajena.

Ahora, si uno es un "señor", si uno es un adulto, un supuesto artista y supuesto creativo... ¿no podría crear un verso levemente diferente para cada intento de levante en las redes sociales? ¿Hacía falta copiar y pegar a granel la presentación? Más allá de la gravedad de todas las denuncias de Varones Carnaval (que son un horror) esto parece sacado de un sketch de Sofovich... Y acá no somos chicos.

Qué querés que te diga: me quedo con el que me dijo que tenía cara de Alicia. Por lo menos no se sacó cartel con sus trabajos, eeeen fin.

Ps: ya lo eliminé (aunque él desactivó la cuenta)
Ps2: las denuncias son graves, lo sé; yo solo me estoy quedando con el lado patético del personaje.
Ps3: ¡díganme que ustedes no hacen eso de copiar y pegar mensajes! Que (como le dije por mail hoy a una alumna que copió y pegó ocho carillas de un análisis literario que bajó de internet) esas cosas son fáciles de detectar...




Hago nuevos amigos en Valizas y en algún momento, indefectiblemente, se habla del mar y de los ranchos, de las crecientes en las noches de luna llena o de las tormentas de olas gigantes que barren la costa y se llevan todo a su paso. A veces les cuento que tuve un rancho, a veces prefiero pasar por el tema como desde afuera, aunque me entran a cruzar por la cabeza imágenes de puertas y mesadas, de repisas, de ventanas de colores, de techos desflecados y de hamacas paraguayas para ver la playa desde adentro.
Después vuelvo a Montevideo y me pongo a mirar fotos.



Diez y media de la mañana en el subgrupo B del Cuarto 4. Quedan pocos minutos para el final de la clase, y casi todos están terminando un trabajo sobre Los ojos verdes, de Bécquer.
_ Profe, podés venir? - me dice uno de los estudiantes.
_ ¿Qué? - pregunto, acercándome hasta donde me permite el protocolo en este año de distanciamientos.
_ Mi madre me dio una plata que le pagaron ayer en el trabajo y me dijo que me comprara algo para mí, y yo me quiero comprar un libro de Idea Vilariño, ¿cuál me recomendás?
_ De Idea? Todos. Ayer se cumplieron...
_¡100 años del nacimiento, sí! En la plaza de Canelones pasaron una lectura de sus poemas. Yo adoro a Idea, profe, desde que la vimos este año siento que siempre dice exactamente cómo me siento, es increíble!
Nos quedamos charlando de ella, de sus libros, del documental, hasta que tocó el timbre y hubo que dejar (por ahora) el tema de la poesía para volver a las leyendas (yo) y a la Física o la Historia (él), pero Idea se quedó con nosotros en los pasillos del liceo, tan nuestro como suyo. Y por ahí sigue, derramando palabras y poesía más allá de edades y generaciones. La tribu Vilariño es amplia, se reconoce y se busca para seguir con ella, siempre.
 
 
 
 

Diálogo en Cuarto 2, a propósito del concepto de leyenda.

Yo: _ El cuento que vos decís no parece ser una leyenda, porque si involucra a un grafitero ya es bastante reciente, no puede tener más de 30 o 40 años...
Un estudiante: _ Y si habla del túnel de 8 de octubre también es nuevo.
Yo: _ No sé de cuándo es el túnel... Yo lo conozco de toda la vida, y tengo 53.
Chica:_ ¿Cuántos años tenés, profe???
Yo: _ 53.
Chica: _ ¡Yo te daba 33!
Yo:_ Aprobada, 10. Te saqué dos puntos por no darme 30.

Amo mi trabajo.  




"Ya no estás
en un día futuro
no sabré dónde vives
con quién
ni si te acuerdas."

(¿Y estaría bueno saberlo?
El tiempo no se ha detenido.
Lo que dejó de estar sigue no estando.
Solo queda la memoria rodeada de palabras.
Es tan fácil dejar de ya no estar en este tiempo.
Tan fácil y tan irreversible.
No sé.)



¿Cómo serán las "ayudas espirituales": uno paga, pide y obtiene?

* Quiero que sea verano
* Quiero vivir en Florencia
* Quiero que los dulces no tengan calorías
* Quiero que mi pelo no se enrede
* Quiero abrir el sótano de la casa de mi abuela
*Quiero que no me lleguen los genes familiares del olvido
* Quiero ser joven, bella y vivir para siempre
*Quiero que sepan que se me acaban las opciones y ya estoy llegando al IAVA
*Quiero saber el precio
*Quiero

 
 
 
 
 
Sábado, cerca de medianoche. Mis dos amigas y yo en casa, charlando desde hacía un par de horas. Yo venía de un WebC caliente y ellas de una ida frustrada al Solís, porque le erraron a la fecha de la entrada y fueron una semana antes.
_ Marie, ¿tenés a Mella? -dijo de pronto una de ellas.
_ ¡Sí! Qué bueno que te acordaste. - comenté, ya poniéndome a buscar "El hermano mayor" que había prometido alcanzarle desde hacía varias semanas.
_ Yo por ahora ando con Soriano. -agregó- Me acabo de enterar que "Triste, solitario y final" es una cita de Chandler. ¿Vos tenés algún Chandler?
_ Tengo estos dos. -saqué al instante de la biblioteca, porque justo los había estado vichando hace unos días.
Ella apartó "Adiós muñeca" y se quedó con el otro.
_ Me parece que este es el indicado. -dijo.
Y tenía razón.
Seguimos la charla y el agite de té, agua mineral y café descafeinado. Por algo somos como hermanas, y la literatura es solo uno más de nuestros lazos. Yo vengo a ser la hermana del medio, si no fuera que la edad (en este caso) es un dato irrelevante.






Mediodía en un bar sobre 18 de Julio. Solo hay tres mesas ocupadas: una madre y su hijo afuera, dos mujeres al fondo y yo en la primera mesa (la que está al lado de un enchufe para cargar el teléfono), como siempre.
La actividad transcurre tranquila y con un zumbido de charlas en voz baja muy cercano al silencio, excepto por el televisor colgado en mitad del bar, que va pasando las noticias a un volumen moderado.
_ ¡Ahí está, ahí está, ahí está!- suena de pronto la voz de una mujer desde la cocina, y tanto ella como los mozos y el de la caja se apiñan frente a la pantalla, en tanto otro de los cocineros se queda mirando la tele desde atrás del mostrador.
_ Es acá nomás. -murmura uno.
_En la panadería a la que vamos siempre. - acota otro.
Permanecen en silencio mirando la pantalla hasta que las noticias cambian de ángulo y se ponen a informar sobre las críticas de Larrañaga a una institución de derechos humanos. Pero eso ya no les interesa; desaparecida la sangre del informativo, vuelven a sus tareas habituales.
El momento de cercanía con el peligro ha pasado, y todos nos olvidamos de que a cualquiera puede tocarle lo mismo que a las víctimas del día.
Es tiempo de seguir ocupándome de mi té con empanadas antes de volver al IAVA para encontrarme con el grupo de la tarde.





Nos habíamos ido mis amigas y yo de viaje y estábamos en China, en lo alto de un cerro verde con un paisaje maravilloso. Ya era la hora en que el ómnibus nos pasaría a buscar; decidí hacer dos viajes para bajar todo lo que tenía, porque ademas de lo que llevaba en mi mochila había encontrado y comprado de todo. Al llegar a la casa que nos esperaba en el valle me fui a despedir de mi marido, que era igualito a Quiroga. Flaco, alto, de barba y un poco mayor que yo. Él estaba haciendo la siesta y medio que me quiso abrazar para que no me fuera, pero no tuvo suerte: el viaje continuaba, no había tiempo (ni ganas, en mi caso) para el romance. Se quedó un poco molesto pero no se levantó de la cama, mientras yo me iba al patio a ver por dónde andaba el ómnibus en el que continuaría viajando.

Estaba escribiendo el registro de este sueño cuando unos sonoros aplausos me sacaron del recuerdo: era una sexagenaria rubia y de lentes que batía furiosamente las manos mirando a otra mujer, en el asiento de enfrente a ella. Quedé desconcertada, hasta que la de los aplausos empezó a hablar en voz muy alta, como para que sus palabras llegaran a los oídos de todo el pasaje capitalino:
_ ¡Te felicito! ¡Bien por vos!
El objeto de sus aspavientos la miró, pero no dijo nada. Desde mi asiento solo pude verle la nuca: era otra rubia, probablemente más joven. La de los aplausos continuó gritando en medio del silencio sepulcral del 103 relativamente vacío a las ocho y media de la mañana.
_ ¡Bien por vos que sos tan egoísta que no usás tapabocas! Tenemos que cuidarnos entre todos, querida.
_ Ya me lo iba a poner, señora; acabo de subir.
_Pero tenés que ponértelo apenas subís, corazón, porque así no nos estás cuidando ni te cuidás vos.
Opa. Se picó el 103.
Pero la rubia joven no entró en el conventillo de los gritos, y continuó respondiendo en voz casi baja, aunque los que estábamos cerca la seguimos escuchando.
_ Mire, señora, no todos estamos tan preocupados como usted con esto de los tapabocas...
_ ¿Vos no querés proteger a tu familia?
_ Yo no tengo familia, señora.
_ ¿No tenés a nadie a quien quieras proteger?
_ No, no tengo a nadie.
Bien por ella, pensé: la carta de la soledad estuvo muy bien jugada.
La sexagenaria ya estaba abriendo la boca para continuar con su rezongo cuando intervino el chofer, pidiéndole a la sin tapabocas si podía pasar de nuevo su tarjeta, que la máquina no la había leído. Otra buena jugada. La solitaria había subido hacía ya como un minuto; era evidente que él solo estaba desactivando la grieta con una maniobra distractoria.
Su jugada salió inesperadamente bien. La joven pasó la tarjeta nuevamente y después ambas mujeres continuaron viaje en silencio. El 103 comenzó a llenarse, porque ya andábamos por la Unión, mientras yo me encontraba con que el resto del sueño que iba a relatar me había quedado de pronto tan lejano y difícil de recobrar como los tiempos de la prepandemia, ¿se acuerdan? Cuando los lunes nos quejábamos por tener que iniciar la semana.
De todos modos no crean que me importó perder el sueño: yo nunca quise ir a China, porque no voy a ir a un país que come perros. Y (después de dejarlos con esta agradable imagen) feliz lunes.




Sábado, nueve y cuarto de la noche.
Como vengo del Centro llego al Michigan demasiado temprano, aún falta un cuarto de hora para el encuentro con mis amigas.
En la mesa de enfrente hay un matrimonio con hijo preadolescente, los tres charlando y comiendo muzzarellas.
_ Arequita.-es lo primero que escucho al entrar.
El hombre está hablando de la gruta, de la gruta en la que tuve el ataque de terror el domingo pasado, de la misma gruta de la que acabo de hablar en un encuentro literario, porque desde hace unos meses estoy escribiendo algo que tiene que ver con cuevas y oscuridades.
Me dan ganas de arrimar una silla a su mesa y decirle: "sí, Arequita, ¿qué sabés de Arequita?", pero me contengo. El mozo se acera y le pido un cortado, por ahora. Trato de seguir escuchando lo que el hombre de enfrente dice pero su tono de voz es bajo y pierdo algunas frases. Es sábado por la noche, todas las mesas están ocupadas y la gente está hablando en voz muy alta. La mujer, una rubia, toma la palabra; su voz se escucha fuerte y clara cuando afirma, mirando a su hijo:
_ Yo me quedé una noche a dormir en la cueva. Los vampiros nos pasaban por arriba.
¡Una noche entera en el Arequita! Eso me daría material para una saga (y para varios traumas de por vida).
No puedo evitar mirarlos. El nene no me registra pero los adultos sí, captan que estoy escuchando la conversación, y cambian de tema.
Pequeñas sincronicidades: parece que en estos días me persiguen los sitios subterráneos. Seguiré trabajando en el tema (y escuchando charlas ajenas). Si tienen en sus casas un sótano misterioso, me avisan, y si quieren que no escuche lo que charlan se embroman: de todos modos voy a hacerlo.





Él es viejo, a veces huele mal y su pelo no es sedoso. Apareció en el frente hace tres años; no sé nada de su vida anterior. Tiene miedo. No se deja tocar más que por mí, y es muy raro que acepte la presencia de invitados en la casa. Con el tiempo se ha vuelto un tanto osado en la usurpación de mi silla, mis sillones y mi cama (cuando no me doy cuenta), pero aún le cuesta dejarse mimar y jamás se sube a la falda. Si estiro la mano hacia él se queda quietito esperando la caricia pero no pide mimos ni sabe iniciarlos. Igual ronronea como diciendo que siga, y no se aleja. Es torpe. Trepa a la ventana del dormitorio haciendo un ruidaje de guerra y tira las macetas con suculentas que de puro ilusa he colocado en el marco para que les dé el sol de la tarde.

Ella es joven, bella y aterciopelada. Apareció unos meses antes que el gato, era de un vecino a media cuadra de mi casa. Le encantan las visitas, demanda mimos al que llega utilizando todos los medios visuales, sonoros y táctiles a su alcance. Tiene los bigotes más largos y los ojos más bellos del mundo. Me persigue todo el tiempo, y no es por comida. Estira la mano pidiendo caricias, es capaz de subirse a mi falda cada dos segundos y no darse cuenta de que tal vez ese día no estoy de humor para cuatro kilos de felino restregándose contra mis manos. Ronronea muy fuerte y a veces ronca mientras duerme. Camina entre los libros de la biblioteca y rompe los adornos. 

Los dos grises son de carácter diferente pero se llevan bien, sin ser amigos. No sé si será casualidad que aparecieran en el momento en que me había quedado sola en esta casa, pero ahora formamos una buena unidad de convivencia. Yo a veces soy como él y otras veces como ella. Y así vamos. 




El hilo de la vida

El fin de semana en las sierras de Lavalleja tuvo múltiples caras, colores y sonidos, pero hubo dos lugares de los que no pudimos salir igual que como habíamos llegado. Uno de ellos es El hilo de la vida, el otro la gruta del Arequita.
Yo iba muy canchera porque a ambos paseos ya los había hecho antes: al hilo había ido el año pasado, con otro grupo de amigos, y a la gruta una vez, en la infancia. Los dos coincidieron en que los hicimos por la tarde, que hubo una charla inicial en un anfiteatro al aire libre y que nuestro guía era en ambos casos un Gustavo que había arrancado con una profesión totalmente diferente a la que estaba desempeñando ahora: médico el del hilo, profesor de Educación Física y atleta el de la gruta.

Del hilo de la vida no saqué apuntes. La recorrida va al principio siguiendo una pequeña corriente de agua que mucho más adelante desemboca en el Santa Lucía, un hilo de agua rodeado de cerros tapizados de piedras con líquenes y cuarzos blancos. Varios caballos nos siguieron un buen trecho, pidiendo mimos y comida.
Diseminados por el lugar hay 78 estructuras hechas con piedras en forma de cono con el vértice truncado, chato. Nadie sabe qué son, ni quiénes las hicieron. Se parecen a las apachetas de origen incaico de las que vi muchas en Salta y Jujuy, su tamaño es variable pero nunca pasan de los tres o cuatro metros de alto y todas tienen unas piedras chatas que sobresalen, ubicadas a alturas variables y sin un patrón fácilmente identificable. Son estructuras de las que se han encontrado ejemplos en otros lugares del país, y de las que el primer registro escrito es de Darwin, que reconoce haber derruido ocho para concluir que su función no era funeraria. Aparentemente son macizas, no hay en ellas ni restos humanos ni objetos labrados por el hombre, y lo que sí hay es una serie de piedritas de cuarzo entre las rocas, como marcando diferentes niveles de la construcción. Hay quien sostiene que tienen que ver con las constelaciones (por ejemplo con la Cruz del Sur) o con el magnetismo del lugar. A una de ellas, a la que le quitaron las piedritas de cuarzo, la destrozó un rayo, y el guía teoriza que pudo haber funcionado como una forma primitiva de canalizar la energía… O algo así, porque en medio de la charla me distraje mirando los cactus y las flores del camino.
A lo lejos se veían unos dibujos raros en el campo: eran “la prueba de lo que puede llegar a hacer un hombre enamorado”, según nos contó el autor de la intervención, que había dibujado con un tractor el nombre de su amada sobre los yuyos.
Algo pasa con la energía del lugar. Las varillas de bronce que manejaba el guía se entrecruzaban siguiendo un patrón determinado, moviéndose siempre al pasar por los mismos puntos, y no era que él las manipulara, porque el año pasado yo (medio descreída) se las pedí para ver cómo era: se mueven solas, y mucho.
Tuve muchas ganas de llorar estando arriba de un cerro de lleno de cuarzos, una emoción que nada tenía que ver con lo que estaba hablando el guía, al que hacía rato había dejado de escuchar. Me sentí bienvenida, acompañada, reconfortada. Una presencia en particular estaba cerca, conmigo: era Julio. Julio el mago, el luminoso, de quien (oh casualidad) he estado escribiendo sin parar durante las últimas semanas. Gustavo contó que Julio había estado en el hilo un poco antes de pasar a otro plano, y coincidió con Diana y conmigo en que era un sabio y que estaba infinitamente más avanzado que cualquiera de nosotros.
La visita al lugar duró un poco más de dos horas. Hicimos un par de rituales en relación con la energía del sol y de las piedras, subimos un cerro desde donde se dominaba un paisaje increíble, pasamos por una cantera abandonada y por varias de las pirámides truncadas y terminamos en el establecimiento tomando té de hierbas y comiendo scones calentitos, mientras se encendía un gran fuego junto a la cañada y se escuchaban tambores a lo lejos.
Salimos casi a la caída de la noche. De mis fotos de la luna llena una salió normal, y la otra mostró un cielo súbitamente oscurecido y una línea de luz que nada me puede explicar, y ni falta que hace. Lo que está está, y quien puede ver, que vea.




La gruta del Arequita

Datos
En este paseo sí, saqué algunos apuntes. El cerro Arequita tiene 307 metros de altura (para comparar, el Catedral tiene 514, el de las Ánimas 501 y el Pan de Azúcar 490). El río Santa Lucía, que divide la parte de serranías de la llanura, nace detrás del Arequita, entre él y un cerro similar, que es el de los Cuervos. Allí está la Laguna de los Cuervos, que ni es laguna (sino engrosamiento del río) ni de cuervos (porque lo que hay son buitres). El Arequita es una enorme muralla de piedra, y desde donde lo mirábamos se podría decir que hay una forma de mano humana, entre cuyos dedos índice y mayor aparece claramente una cruz de color negro. Debe ser parte del relieve, no está pintada ni la componen plantas oscuras, y se ve fácilmente desde abajo. Algunos sostienen que señala los 4 puntos cardinales, que es una cruz templaria, que se parece a un cuervo o que simboliza lo masculino y lo femenino.
El nombre Arequita (con igual etimología que Arequipa, en Perú) viene del guaraní: Araycuahita, agua de las altas piedras de las cuevas. Ara es un altar, sitio alto. “Y”, un río o arroyo. “Cua” es cueva, “hita”, piedra. La “h” indica que es una piedra grande. Se refiere al río que nace en la piedra (corre agua en la gruta, agua que no se sabe bien de dónde sale, que va a parar al santa Lucía). Las altas piedras son el Arequita y el de los Buitres. La edad de ambos se calcula en 300 millones de años. Han pasado por glaciaciones, por una etapa volcánica (la gruta parece ser una especie de agujero de lava), por enfriamientos y resquebrajamientos que dieron lugar a sus grutas y columnares.

Vivencia
Gustavo, el guía, era un flaco veterano de edad incierta. Cuando llegamos a preguntar, sin tener idea de nada, justo empezaba una visita guiada en menos de diez minutos.
_ ¡Qué casualidad! –dijo mi amiga, la que había entrado a preguntar.
_ Nada es casualidad. –respondió Gustavo, mirándola bondadosamente con sus grandes ojos azules.
Empezamos la charla bajo el sol, y después pasamos a unas gradas techadas. Al momento se puso a llover copiosamente, mientras Gustavo nos contaba de eras geológicas y de etimologías del nombre del lugar, que su familia (de origen vasco) cuida dese hace cinco generaciones. A su lado dos de los nietos: una adolescente hermosa, probablemente la heredera de su misión, y un chiquito rubio enrulado y silencioso. Terminada la charla, en absoluta sincronicidad, cesó de llover y volvió a salir el sol. Nos dirigimos hacia la mole de piedra y comenzamos el descenso hacia el corazón del cerro.
La bajada no era especialmente dificultosa, aunque los escalones estaban húmedos y algo resbalosos. Dos de mis amigas se sintieron mal a mitad del descenso y subieron a la superficie, pero volvieron a bajar acompañadas por Gustavo.
_ Yo sabía que ibas a subir. –fue el comentario del guía a una de ellas, antes de tomarla del brazo y reiniciar la bajada. No nos explicó por qué.
Al entrar me sentí absolutamente a gusto en el enorme espacio de la cueva, similar a un anfiteatro. Tengo un temita con la claustrofobia, pero el lugar era amigable y no hubo que entrar agachado ni ninguna de esas pesadillas. Había varios puntos iluminados con una tenue luz artificial que permitía percibir los relieves del lugar sin que perdiera su misterio. Nos quedamos todos parados en silencio sobre la tierra húmeda, a manera de feligreses de un ritual ancestral y misterioso, mientras se escuchaba todo el tiempo el sonido del agua goteando sobre la gruta y Gustavo nos iba explicando cómo la cueva en su interior replica la geografía del exterior: allí estaban simbolizados los dos cerros, el nacimiento del río, los cuatro puntos cardinales, todo. Como es afuera es adentro.
Era un sacerdote en su templo. Una paz nos fue ganando a todos, al menos hasta que a Gustavo se le ocurrió la peregrina idea de pedir a la nieta que apagara las luces y nos dejara en la oscuridad más absoluta. Mierda, mierda, mierda: la claustrofobia empezó a dispararse. No tolero la oscuridad absoluta, me provoca pánico, aunque era consciente de la presencia del celular en el bolsillo, con su promesa de pantalla luminosa a un solo toque de mis dedos. En caso de ser necesario, lo iba a encender. Otra de mis amigas me tomó en ese momento del brazo, aterrada por el sonido de los murciélagos que revoloteaban sobre nuestras cabezas. Cerré los ojos, me concentré en la respiración y un poco me hice la valiente, a la vez que Gustavo hablaba de experimentar allí una suerte de nacimiento, de la salida de la oscuridad del útero materno rumbo a la vida, a la luz. Ahí se encendieron nuevamente las luminarias y volví a respirar, aliviada. Se ve que mi nacimiento no fue un lecho de rosas, pensé mientras ascendíamos los escalones y volvíamos a reencontrarnos con el sol y el verde del mundo exterior.
Pasamos mucho rato mis cinco amigas y yo asoleándonos sobre el pasto, que estaba tan seco como si no hubiera caído un aguacero apenas un rato antes. Al final decidimos volver a activarnos, porque ya eran pasadas las dos de la tarde y sabido es que uno después de volver a nacer suele tener hambre. El Arequita pronto volvió a quedar a nuestras espaldas, mientras enfilábamos hacia otras rutas.
Este ha sido un viaje removedor, inmerso en un año de cambios que no sabemos adónde planean llevarnos. Y allá vamos.