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domingo, 22 de julio de 2012

El sótano



                                               

        
         Mis abuelos se mudaron de Cerro Largo a Montevideo hace más de cincuenta años. Venían con sus cinco hijas: las mayores casadas, y las otras a las que había que buscar marido. No traían un gran capital pero encontraron una casa espaciosa con un enorme terreno, un chalet con dos ventanales a la calle y un hermoso techo de tejas que daba a un inmenso campo, cuyo precio era tan bajo que estaba al alcance de sus posibilidades.
         La compra del inmueble se hizo a través de la madre del propietario porque este se encontraba por entonces viviendo en Buenos Aires y no participó del papeleo de rigor. “Se tuvo que ir de apuro” fue la enigmática explicación que la señora dio a mi abuela, quien, discreta como toda la gente del interior, no preguntó nada más.
A poco de mudarse al barrio comenzaron lógicamente a relacionarse con los nuevos vecinos. La calle Osvaldo Cruz era por entonces familiera y pueblerina y no faltaron los comedidos que aparecieron a saludar, a presentarse o a ofrecer su ayuda en caso de ser necesaria para alguna tarea propia de la reciente mudanza. Alguno les preguntó qué habían hecho con el sótano y eso a los dos viejos les resultó muy raro, pues la casa no lo tenía. Es verdad que entre el frente y el fondo había un notable desnivel, que uno entraba por el pasillo del costado y recorría una pequeña bajada hasta entrar por el fondo, por la puerta trasera eternamente abierta que todos usábamos, pero nadie se lo había cuestionado. Los vecinos porfiaron que el sótano existía. Más de una vez habían ayudado a meter por ahí un mueble o a guardar un trasto viejo. Incluso sabían exactamente dónde estaba: bajo la actual cocina, que por entonces funcionaba como dormitorio de las dos hijas menores.
Mi abuela en especial quedó un poco mosqueada con el asunto. El piso de aquella habitación había sido hecho a nuevo justo antes de la venta. ¿Para qué un vendedor iba a prescindir de un ambiente que valorizaría la propiedad, un posible galpón, el depósito de cosas que toda casa necesita? Pero el misterio pronto se le pasó de la cabeza; mujer práctica como era, su tiempo estaba demasiado ocupado como para andar metiéndose en razonamientos sin salida.
Poco tiempo después, allá por fines de los 60, cosas bien raras empezaron a ocurrir en aquella casa. Cathy y Marta, las dos tías más jóvenes, empezaron a delirar jurando y perjurando que todas las noches una mujer joven y vestida de blanco que pasaba por la habitación, las miraba y seguía de largo. Ellas no sabían si al final se desvanecía entre las paredes o qué hacía porque estaban demasiado ocupadas dándose de golpes con todo lo que hallaban, en frenética carrera hacia el dormitorio de los padres, alaridos y tropezones mediante.
Mi abuelo era sereno en el Club Naval, es decir, que la vieja era la única que podía consolar a sus hijas en esos momentos. La historia trascendió las fronteras del portón porque por ese entonces mi tía Esther terminó casándose con uno de los vecinos, “El Guiño”, quien junto a otras personas del barrio aportó un dato que les dejó a todos los pelos de punta. Parece ser que el dueño de la casa poco antes de venderla había sido obligado a casarse con una jovencita que estaba embarazada, una renga, a la cual nadie había vuelto a ver desde entonces.
Aquello marcó el comienzo de la leyenda.
La Mujer de Blanco fue el tema obligado de todas las conversaciones en mi infancia. Mi tía Cathy venía cada mañana a mi casa, a una cuadra de la suya, y nos ponía al tanto de las novedades de la noche anterior. Que si la vieron, que si una mano fría la había tocado, que si las sillas del comedor estaban caídas. La cosa no tenía fin, y me dejó una impresión que no hay racionalidad capaz de atenuar. Capaz que también soy sensible a estas cosas desde el momento en que di las primeras señales de querer nacer, porque parece que ante una contracción mi madre, sola en el dormitorio de los abuelos, se tomó del hombro como para aflojar un poco la espalda, cuando sintió de pronto una mano fría que le apretó la suya como en signo de apoyo...
Además estaban las visiones colectivas. Tanto veían mis parientes una mano salir de la tierra en el patio del fondo durante una reunión familiar (y no había nada cuando se acercaban) como descubrían que la casa se estaba incendiando y que las puertas se hallaban trancadas. En esta última ocasión hubo que meter a un niño vecino (¡pobre víctima propiciatoria!) a través de una banderola para que abriese la puerta del fondo desde adentro. Al entrar, sorpresa: nada había quemado, ni humo, ni olor, pese a que todos en esa Nochebuena habían sido desesperados testigos de los hechos. No, lector de fáciles soluciones, no es lo que piensas: jamás hubo alcohol en la mesa familiar, salvo cierto vino casero que hacía mi abuelo y que era tan intomable que duraba décadas sin ser tocado.
Una mañana barría mi abuela el patio del frente cuando de buenas a primeras pasó por allí el anterior dueño de la casa, quien se presentó y le preguntó cómo iban las cosas, cómo se habían adaptado al barrio. Ella contestó que todo estaba bien y le preguntó de sopetón por qué había cerrado el sótano antes de irse.
_ ¿Sótano? ¿Qué sótano? No, señora, olvídese, la casa no tiene sótano, nunca lo tuvo._ Fue su respuesta, mientras se le iba el color del rostro e inventaba rápidamente una excusa oportuna para largarse raudo y veloz.
Huelga decir que nunca volvió a vérselo por la calle Osvaldo Cruz.
Las tías menores con el tiempo se casaron y terminaron viviendo en otras zonas de la ciudad. Mi abuela pasó a quedarse sola por las noches en la casa, cosa que jamás le dio miedo porque era una católica fervorosa y estos asuntos de fantasmas no le iban ni venían. Pero una madrugada, en que como de costumbre dormía sola en el dormitorio del frente, tuvo que reconocer que algo raro pasaba. Alguien golpeaba la puerta del ropero… desde el lado de adentro. Paró la oreja, prendió la luz, y esperó. Los golpes, rítmicos y no muy fuertes, siguieron. Solo una cosa quedaba por hacer, y la hizo. Abrió la puerta del ropero… y encontró al gato negro de Cathy rascándose las pulgas contra la puerta mientras descansaba despreocupado encima de las sábanas limpias. No supo qué hacer primero, si pegarle o ponerse a reír, mientras el bicho ágilmente se escurría entre sus piernas y desaparecía en la oscuridad de la casa.
Otra noche la cosa fue aún peor. En plena madrugada la despertó el arrastrar de un pie a su costado, como si un rengo (¿o quizá una renga?) se desplazara junto a la cama. Tampoco esa vez dudó. Apenas se prendió la luz una figurita menuda salió corriendo a esconderse bajo la cama. Era un ratón que arrastraba por el cordón uno de los zapatos de mi abuelo. Todos secretamente coincidíamos en la admiración por esta mujer que no se dejaba paralizar por miedo alguno y descontábamos que en su lugar habríamos dejado ambos misterios sin resolver hasta el día de hoy.
El dormitorio de Marta y Cathy se hizo con el tiempo cocina y ya nadie más durmió allí. Las historias de la Mujer de Blanco dejaron de renovarse, aunque mis primas y yo estábamos obsesionadas con el tema y cada vez que nos encontrábamos jugábamos a ver quién se animaba a pasar más tiempo encerrada a oscuras en el cuarto de la abuela. Una vez intentamos cavar un acceso al sótano desde el patio, haciendo un enorme pozo que abandonamos al caer la tarde y que mi abuelo se apresuró a tapar. Hay quienes hoy en día dicen que esa noche se desató una gran tormenta y por eso el viejo se asustó y deshizo lo que habíamos hecho, aunque yo no lo recuerdo.
No hubo Navidad desde entonces en que no planteáramos el tema de la apertura del sótano, pero, ¿quién convencía a los viejos de romper el piso de la cocina en aras de hipotéticos hallazgos o reivindicaciones de supuestas víctimas de dudosa existencia? Nunca lo logramos. Ahora ya hace años que los dos viejitos se nos fueron, y la casa fue vendida a una familia de Testigos de Jehová que asegura no haber visto ni oído allí nada raro.
Yo, después de las muchas idas y vueltas a que me fue llevando la vida, terminé viviendo a dos cuadras de la vieja casa. A veces la miro, de lejos, desde la esquina, pero no me animo a pasar por su frente. No sé si bajo sus cimientos aún se esconden el dolor y la injusticia de un crimen impune pero sí estoy segura de que pegados a sus paredes se me han quedado los viejos, mis primas, las tías, las mascotas, los horrendos platos de garbanzo con bacalao que hacía mi abuela en Semana Santa y los sonidos discordantes del acordeón del viejo en cada reunión familiar.
Ahora, en la mitad del camino de mi vida, descubro que en verdad me gusta esto de no haber entrado nunca al sótano.
Y que la muerta me perdone.

jueves, 19 de julio de 2012

Avenida Océano Atlántico, 832 (capítulo 5)


Festejando el día de Reyes los habitantes del 832 decidimos ir  al Cabo. No estábamos seguros de quedarnos pero llevamos una carpa por si acaso, en lo que estuvimos bien, porque la utilizamos esa misma tarde cuando a eso de las cuatro empezó a lloviznar y no paró hasta el otro día. El Cabo estaba gris y solitario; no había mucho para hacer una vez que descartábamos la playa. Hicimos tiempo por el pueblo, nos mojamos, y básicamente tratamos de descansar hasta que se hizo la noche. La carpa se llovía, y éramos cinco en un espacio pensado para dos o tres. A la hora de la movida nocturna tomamos algo en La Taberna del Lobo y nos seguimos aburriendo hasta que aclaró el día. Fue una salida de lo más frustrante. Mónica y yo nos volvimos en el primer jeep del Francés, cansadas, con frío y embarradas después de resbalar por una barranca, en tanto que nuestros amigos apostaron a que iba a abrir el sol y decidieron quedarse hasta la tarde en el Polonio.


La noche siguiente nos encontró de nuevo en el Gaucho. Apenas llegamos le pedimos al muchacho de la barra que nos guardara los abrigos y fuimos a bailar. Hace unos días inventamos con Horacio que somos novios (como se ve, gente con una existencia muy compleja) y mi “amado” cuando no va a bailar le pregunta al de la barra si me porté bien, a lo que el otro siempre le responde que sí. Está claro que el muchacho se fija tanto en mí como en los abrigos que le dejan, porque cuando fui a pedir a la salida mi adorada campera de gamuza descubrimos que ya no estaba. Solo había una cosa beige, amorfa y varonil. Alguien debe haber pedido una campera, le dieron la mía y se fue contento, dejando en la barra el adefesio con el que había ido. Un crimen perfecto.


En el duelo por la campera estaba cuando alguien en similar situación vino a charlar y me contó que 
el día anterior le habían robado la billetera en el Gaucho. En la oscuridad de la noche me resultó difícil determinar si el muchacho me parecía interesante pero me cayó bien, tanto como para invitarlo a ir conmigo y Mónica a desayunar a nuestro rancho, cosa que aceptó. Cuando llegamos Horacio estaba despierto, tirado en la hamaca paraguaya. Mónica enseguida se fue a dormir, en tanto que Horacio y el otro encontraron que tenían un par de conocidos en común y se olvidaron por completo de mi presencia. Creo que ni chau me dijeron cuando subí las escaleras.


Al día siguiente Gabriel amaneció enfrascado en un diario La República de la semana anterior.
_ Che, Horacio, ¿vos sabías que los maratonistas de Kenia son los más veloces del mundo?
_ Mirá vos. –intervino desde el entrepiso Mónica- Yo no sabía que los más rápidos son los... los... ¿cómo se les dice a los habitantes de Kenia?
_ Se les dice keniatas. -respondió Horacio- Pero no es porque sean de Kenia, sino porque tienen unas narices enooormes.



Una noche, cuando ya se habían ido Marcelo y Gabriel, estábamos Horacio y yo afuera del baile cuando algo muy extraño empezó a acontecer. El Gaucho expulsaba gente. Decenas de personas salían corriendo por puertas y ventanas, desesperadas. Algunos tosían, otros lloraban y uno vomitaba, a juzgar por los sonidos que venían de la negrura alrededor del boliche. Mónica apareció con un muchacho argentino al que había conocido esa noche y nos contó lo sucedido: alguien había tirado una bomba de gas lacrimógeno en el medio del baile. El Gaucho daba para todo.


Cuando también nos dejó Horacio las dos mujeres quedamos solas en el rancho. Mi necesidad de sueño por esas fechas era tan apremiante que dormí un día entero, inmersa en algo denso e interminable, como una pesadilla. Abría los ojos, me sorprendía de cuánto había dormido y caía de nuevo. Vine a despertar del todo a las dos de la mañana, con el rancho sumido en un pozo profundo de silencio y oscuridad. Prendí una vela. Una música bajita llegó a mis oídos: en el piso de abajo Mónica y Marcelo, el argentino, se habían quedado dormidos oyendo Onda Marina. Para entonces yo llevaba veinte horas de recuperar fuerzas: ¿quién me hacía retomar el sueño?
Bajé a despertarlos con unos ruidos supuestamente accidentales y de intensidad creciente, hasta que abrieron los ojos. No sé cómo, pero los convencí para ir al Gaucho, que a esa hora estaría en la gloria. Y allá fuimos.


En cierto momento un porteño muy joven, alto y de pelo largo, se acercó a preguntar si podía bailar con nosotras. Asentí con un gesto, mientras pensaba que las nuevas generaciones estaban viniendo cada vez mejores. Charlamos un rato, me cayó bien.
Salimos del baile casi al amanecer, con la decisión recién tomada entre Mónica y yo de ir ahí mismo y sin dormir hasta el Cabo, en la mejor hora para la caminata, con el sol suave de las primeras horas. Pasamos a despertar a una conocida en un rancho cercano, buscamos un par de cosas en el nuestro, y salimos a eso de las siete. 

Íbamos por la playa del barco cuando al borde de la duna encontré una cosa sorprendente, algo que tenía a la vez aspecto de piedra, de hueso y de flor: una roca marrón, con porosidad de hueso, hexagonal, como con pétalos dibujados en una de las caras. Más tarde Pancho me diría que era una placa de gliptodonte, parte del caparazón de uno de esos tatúes gigantescos que vivieron hace diez mil años, pesaban una tonelada y media y llegaban a los tres metros de largo. Ese día inauguré una obsesión, que no va a parar hasta que encuentre un bicho de esos entero para armar en el patio.
El viaje al Cabo fue muy corto: al mediodía se nubló y volvimos para almorzar en Valizas. A la tarde ya estábamos instaladas de nuevo en nuestro territorio.


Humo, polvo, oscuridad, rock y perros: otra noche en el Gaucho.
En medio de la pista llena de gente divisé a Diego, el porteño de la noche anterior, que estaba bailando con sus amigas, y allá fui. 

Ese encuentro dio inicio a la más romántica y fugaz historia de verano. Nunca más cierto aquello de “fue breve pero intenso”, ya que nuestro romance tenía los días contados: cinco, los que le quedaban antes de volverse a su ciudad. Tal vez la esencial fugacidad de la historia contribuyó a que ambos pasáramos por alto el pequeño detalle de los seis años de diferencia en nuestras edades. Es que él estudiaba medicina por motivos altruistas (¡oh!), tocaba el saxo (¡ooh!) y quería escribir una novela sobre los límites entre la realidad y el sueño (¡oooh!). Había nacido en una ciudad de nombre musical recostada a un Río Negro que no era el nuestro, y vivía en la locura y el caos de una Buenos Aires absolutamente diferente al pueblito arenoso y tranquilo donde pasaba ahora sus vacaciones. Bailamos y charlamos hasta que se terminó la música. Cuando salimos a la oscuridad de la vereda ya estábamos aislados del resto del mundo como en una burbuja, ajenos por completo a la violencia del ambiente. A nuestro alrededor se oían discusiones y gritos; alguien quería ir a la comisaría a liberar por la fuerza al hermano, detenido por vender droga en el camping (hermano que había sido alumno mío el año anterior, by the way…), pero nosotros todo lo percibimos difuminado, desde lejos. Estábamos en otra dimensión.
_ Ustedes sí que no se enteran de nada, ¿eh? -nos guiñó un ojo un desconocido al pasar, y los tres largamos la risa.
Ni que hablar de la cara con que me miró esa noche el chico de la barra del boliche, que me suponía enamorada de Horacio. De todos modos cuando mi “novio” volvió días después y como de costumbre le preguntó disimuladamente cómo me había portado, el otro optó por no complicarse y dijo que no me había visto en esos días.



Terminado el baile esa noche Diego me acompañó hasta el rancho, donde Mónica ya estaba durmiendo. Era casi el amanecer. Lo primero que hice al llegar fue retirar disimuladamente una lista de compras que había sobre la mesa, en la cual además de pan, leche y agua había apuntado con grandes letras “biberones”, aludiendo a mi especial facilidad para conocer gente menor que yo ese verano. Compartimos un desayuno tan frugal como lo permitían los magros gastos comunes de la residencia y al rato él se fue, tras lo cual yo me quedé sentada en la duna al frente del rancho, en una mañana preciosísima.


Sin dudas lo mejor del rancho era esa posibilidad de disfrutar de los amaneceres más lindos del mundo, con el mar de todos los colores: blanco, anaranjado, verde, negro. Tanto cerca, casi al borde de la duna, como lejos, en retirada. Poderoso e inofensivo. Un aliado, en todo caso, con el cual mantengo diálogos continuos y hago pactos de vez en cuando. En eso estaba cuando vi a un veterano conocido que venía caminando por la orilla y subió a saludarme, cargado con los tesoros que le había ofrecido la playa esa mañana. Un colega, por lo visto. Venía especialmente inspirado porque andaba leyendo el libro de Varese sobre los naufragios y leyendas en las costas de Rocha y había encontrado unos trozos de cuerda y metal que suponía provenientes por lo menos de algún galeón hundido.
_Te podría regalar alguno, pero yo creo que cada uno debe ir armando su propio barco. -dijo, antes de seguir su camino.
Era suficiente para una mañana de magia, y me fui a dormir con una sonrisa en la cara.



Por esos días Mónica ya estaba total y completamente enamorada de Marcelo, el argentino de la noche del gas lacrimógeno, situación que consistía en que la mitad del tiempo se pasaba preocupada porque él no venía al rancho o compartía poco tiempo con ella, y la otra mitad me repetía lo divino que era y lo sólido de su relación de una semana. Al parecer mi función era la de oído full time. Marcelo me caía bien, aunque me pareció un poco dormido a partir de un día en que desapareció del mapa y cayó a la noche con Garotos. Había ido al Chuy, donde además de comprar cosas terminó perdiendo un montón de plata... ¡en la mosqueta! Y encima nos lo contó sorprendido de lo ocurrido, orgulloso de haberle dicho al mosquetero: “sos una mala persona”. Seguro que el otro cambió de profesión después de eso. En fin.


A las once de la noche no había luna a la vista ni se distinguía el mar por la ventana, a excepción de las manchas fluorescentes de la espuma con noctilucas. Mónica estaba desde la caída de la tarde en el pueblo con Marcelo, y yo p
or primera vez me encontraba sola en el rancho tan tarde y sin saber qué hacer. Si pensaba salir no me quedaba más remedio que encarar por mi cuenta la negrura del camino, porque estaba implícito un encuentro con el porteño en el pueblo. Siempre he sido miedosa, no con temores racionales sino de los que entran en el terreno de las posibilidades, de lo impreciso, pero esa noche también me asustaba algo muy concreto: al fondo del rancho, sobre el monte, había una gran fogata con sombras humanas deambulando de aquí para allá. Obviamente no podían ser más que ladrones, forajidos, asesinos seriales o participantes de un aquelarre en busca de la víctima propiciatoria de la noche... 
No, no es fácil vivir en mi cabeza.
En cierto momento terminé de decidirme y bajé a la playa. Ni bien salí me encontré con dos enormes ojos brillantes en medio de la oscuridad. Me pegué el susto de la vida, pero solo era un lobito que acababa de salir del agua. Pobre, tal vez necesitaba ayuda pero yo no sabía qué hacer. Fui hasta el pueblo a velocidad récord. A la vuelta ya no había rastros de él.


Esa noche me terminé quedando a dormir en el rancho de una amiga, y la siguiente en el de Diego y su grupo. Hubiera estado bueno tener “mi” rancho sin Mónica por una vez, pero a ella de ahí no la movía ni una topadora de la Intendencia. La lista de razones para no continuar esa amistad 
había empezado hacía mucho tiempo, y crecía a pasos agigantados. 


El día en que Diego se volvía a Buenos Aires pasé la tarde con él y sus amigos en la playa. El Rutas del Sol partió con inusual puntualidad a las siete, dejándome con la más absoluta sensación de vacío. No era solo que se fuera de Valizas: se iba de mi vida, y por más historia fugaz que hubiera sido, eso era difícil de aceptar. Habíamos intercambiado direcciones y teléfonos, nos podríamos volver a encontrar en otras calles, bajo otros cielos, pero todo tenía gusto a fin. El ómnibus se fue, levantando la polvareda de siempre por las calles de Valizas. Bajé la cabeza y empecé a caminar hacia la nada.
Cuando volvía al rancho por la orilla del agua con pinta de desolación, un vecino que corría por la playa 
y con el que nunca había hablado me pegó un grito:
_ ¡No te pierdas el atardecer!
Subí la duna para verlo: tenía razón. El monte y el cielo se unían en un rojo furioso y hasta la menor brisa se había aquietado. Todo estaba en suspenso. Y yo seguía viva.

sábado, 14 de julio de 2012

Avenida Océano Atlántico, 832 (capítulo 4)


Pasó mucho tiempo antes de que yo volviera a pisar la arena de Valizas. Dos años más tarde, el dos de enero de 1994, regresé al rancho y a mi sitio de poder en las dunas.

Ya desde lejos advertí que las cosas no estaban exactamente como yo las recordara. El techo caído era claramente visible, tanto como la paja esparcida por todos lados, y una de mis misiones en ese viaje era contactarme con alguien que le pasara a Laura un presupuesto por el arreglo, cosa que era evidente que tendría que hacer cuanto antes. Después me enteré de que a la llegada Gabriel y Horacio el día anterior, a eso de las seis de la mañana de Año Nuevo, habían encontrado a la ocupante del rancho totalmente instalada (y dormida), sin la menor idea de nuestro arribo, por lo cual tuvo que improvisar una mudanza express y llevarse de apuro sus cosas, incluyendo a
 su perra recién parida.


Como grupo de vacaciones mis amigos y yo resultábamos un poco atípicos, porque excepto entre Horacio y Gabriel la amistad de los demás era tan reciente como frágil. Por otro lado, éramos dos hombres y dos mujeres, lo que traía aparejada cierta necesidad de dejar bien en claro para el resto de la gente que entre nosotros no había ni el más mínimo interés amoroso, so pena de ser catalogados como las dos parejitas del rancho. Tal vez por esta razón nuestros hombres se nos pasaban escapando, haciéndose los nunca vistos hasta la hora en que cerraba el último baile. Ahí sí, nos encontrábamos en la playa para volver juntos, con todas las novedades de la noche por compartir.

El primer día fuimos a un lugar mágico que yo no soñaba que existía, muy cerca del rancho: la Duna Blanca. Es una enorme extensión de tibia y blanca arena, a la que sólo se accede con facilidad desde la playa en una parte en que se interrumpe la línea de acacias, esas que se dice fueron plantadas en la dictadura para frenar la erosión de las dunas. Era el mismo monte en el que vi la víbora verde mientras buscaba leña, al que no habría vuelto a entrar por nada del mundo, pero todo cambió con el descubrimiento de la Duna Blanca. Ante mí se abrían cuadras y cuadras de nuevos paisajes, de bosques de pinos y monte criollo, con algún humedal en el medio y unas pocas vacas que observaban desde lejos. Desde un sitio alto se ve la isla que queda enfrente a la primitiva Punta del Diablo, en medio del camino al Cabo. Está protegida del viento, por lo cual todo es calma y silencio. Uno viene del ventarrón infernal de la playa y todo se aquieta; parece que se entrara a otro mundo. Incluso hay toda una mitología del lugar con cuentos de aparecidos que aunque puse mucho empeño no logré que nadie me repitiera. “Como dicen los viejos de acá: vaya y vea”, fue el consejo de un pescador con el cual charlé del tema. Habría que ir, y ver.


En la duna hubo un sitio que nos encantó a todos, una barranca de varios metros de altura de arena blanca y suelta. Es como estar al borde de un abismo, pero inofensivo. Horacio se tiró un par de veces haciendo vueltas de carnero, hasta que Mónica trató de disuadirlo.
_ ¡Che, que puede ser peligroso!
Él la miró con una sonrisa, antes de contestar:
_ Sí... pero eso decímelo cuando yo sea grande. Ahora que tengo cinco años lo único que quiero es divertirme, ¿viste?
Y siguió jugando en su mundo, donde los demás no éramos más que decorados ocasionalmente comunicantes.


Siempre que se llega al rancho hay un montón de tareas pendientes. Hay que eliminar la arena del interior, barrer el entrepiso para que se minimice la lluvia arenosa sobre la planta baja, sacar al sol los colchones y frazadas, lavar vasos y platos, tratar de airear, deshumedecer y desenarenar todo. O sea, que estuvimos lo bastante ocupados como para decidir no cocinar y sí ir a comer al pueblo, cosa que resultaba muy barata. Ese día en particular tanto Gabriel como Horacio se sintieron atraídos por El Cangrejo, donde comimos unos pescados deliciosos acompañados con licor de marcela como bajativo. Antes de irnos pregunté al señor que nos atendió cómo ubicar a la fotógrafa, porque teníamos que arreglar cuándo levantaría el resto de sus cosas que había dejado en el rancho. Recibí una extensísima e irreproducible respuesta, plena de todo tipo de detalles y aclaraciones, de la que guardé en mi memoria los datos principales: dos cuadras, una a la derecha, un rancho con ventanas así y asá, etc. “Bueno, gracias”, dije, y me fui, pero a él no le gustó que yo entendiera tan rapidito, así que llamó aparte a Gabriel y le explicó todo de nuevo. ¿Hacía falta tamaña desconfianza? Se ve que sí, porque ni Gabriel ni yo pudimos dar con el rancho y nos quedamos con sus pertenencias hasta que ella nos encontró a nosotros.


La puesta de sol nos halló tomando mate en la playa, felices y en paz. Al caer la noche el paisaje fue cambiando gradualmente, hasta tomar una consistencia casi onírica. Todo quedaba borroso, el viento estaba calmado, no había nadie más alrededor. Entre nosotros y Aguas Dulces se había formado la densa capa de niebla que acompaña casi a cada atardecer y que desdibuja los contornos de casas y olas. De pronto, ya en plena oscuridad, Horacio fue hasta el agua y empezó a dar saltitos como un loco.
_ Ey... ¿qué estás haciendo? ¿Te picó una agua viva? -le gritamos, esperando un chiste.
_ No, pero, miren: ¡la arena brilla! -respondió en medio de frenéticas contorsiones.
_ ¿A ver? ¡Qué buenísimo! Y, mirá, ¡se pueden hacer dibujos luminosos!!
La tribu dejó por un rato la charla y el mate a cambio de esas luces mágicas que se desvanecían en menos de un segundo. Eran las noctilucas. Todos nos sumamos al festejo por ellas, descubriendo dibujos luminosos en la oscuridad del suelo y marcando de luz nuestros pasos. Las olas tenían al romper una fosforescencia especial, y la espuma se veía desde lejos como una enorme franja de luz en mitad de la noche. 
Hablame de realismo mágico.


A eso de las diez seguíamos en la playa, cuando una línea anaranjada hizo su aparición sobre el mar, frente a nuestras hechizadas pupilas. Era la luna, enorme y rojiza, reflejándose sobre el agua. ¿Qué más podíamos pedir? Esa noche decidimos quedarnos en casa, descansando y soñando con lunas rojas y 
noctilucas blancas.


No dormimos mucho. A media mañana ya andaba yo por la playa, en búsqueda de tesoros. El mar estaba ideal para mis fines, casi sin oleaje, limpio y cálido. Iba caminando hasta uno de los filones que tengo determinados, frente al rancho “Contra Viento y Marea”, cuando noté desde lejos cierto movimiento humano inusual en la playa. Mónica me alcanzó en ese momento y nos quedamos un rato mirando lo que ocurría. Varias personas estaban rodeando una mole de color indefinido y olor nauseabundo: un lobo, un enorme lobo marino en estado de descomposición que el mar había dejado en la arena por la noche. Ese es uno de los imprevistos que pueden complicar las vacaciones; algo similar nos había sucedido a Laura y a mí en los primeros días del otro año, sólo que en menores proporciones. Había aparecido sobre la playa un pequeño lobito muerto cuyo olor se sentía desde adentro del rancho, y lo único que se nos ocurrió fue enterrarlo en la arena, en un pozo de más o menos medio metro de profundidad que nos costó sangre, sudor y lágrimas con nuestra pequeña y endeble palita. Con eso solucionamos el tema, hasta que el perro Pichu lo desenterró para llevarnos un pedacito como ofrenda a la puerta misma del rancho. Claro que si es posible enterrar (y reenterrar) a un lobito de pocos kilos, no ocurre lo mismo con un gigante como el que tenían los vecinos. Secretamente nos sentimos aliviadas de que no nos pasara a nosotras.


Por suerte, ellos parecían duchos en el asunto. Ataron el bicho con una cuerda por la mitad, después de lo cual muy trabajosamente lo fueron arrastrando de vuelta hasta el agua. Había varios adultos y algunos niños abocados al empuje del lobo, igualmente repartidos entre el asco y el interés por la tarea. Todo el tema era comandado por un muchacho de pelo negro cuya cara me resultaba vagamente familiar. Cuando al fin alcanzaron la orilla todos, menos el jefe de operaciones, se quedaron en la arena mientras que él empezó a arrastrar al lobo mar adentro, hasta que llegó a flotar sobre las olas. Elemental lección de la vida en Valizas: si debes transportar algo muy pesado, siempre hacerlo por el agua. Con un importante marco de público el muchacho fue conduciendo al lobo en forma paralela a la costa hacia Aguas Dulces, hasta terminar por soltarlo mucho más allá, en una parte solitaria de la playa. Todos lo aplaudimos y vitoreamos como corresponde. 
Solo cuando estaba de vuelta en nuestro rancho, mucho rato después, caí en la cuenta de por qué me resultaba conocido el vecino: era alguien con quién intercambié muy fugazmente algunas palabras en un curso un tanto místico, el invierno anterior. Su rancho era Contra Viento y Marea, lo que me hizo sospechar otra cosa. Durante el curso, dictado por una argentina, una de las actividades era crear imaginariamente el lugar perfecto para meditar. El laboratorio mental, le llamábamos. Uno visualizaba su lugar ideal de relajación, un sitio donde proyectarse, y yo, que obviamente elegí el rancho, varias veces tuve la sensación de que el compañero del curso sentado dos sillas de por medio andaba por ahí cerca. Ahora estoy segura de que él se proyectaba al suyo, aunque nunca llegué a preguntárselo. Y ya que estamos, otra “coincidencia”: durante los cuatro o cinco días que duró ese curso Laura (que hacía meses que no me veía) soñó todas las noches que yo la buscaba para pedirle las llaves del rancho, porque tenía que ir a Valizas.


Al día siguiente nos fuimos Horacio, Mónica y yo de caminata hasta Aguas Dulces, donde hicimos un almuerzo “caro pero especial”, diría mi madre. Horacio pidió unos calamares que creyó que serían su plato principal pero eran tan poquitos que tuvo que ordenar otra cosa. Le salió caro el almuerzo porque invitó a comer a Mónica, que no había llevado plata porque pensó que la idea era sólo caminar y volver al rancho. Ahora que lo pienso, con Mónica y Horacio se juntaron dos de los tres amargos con el dinero que pasaron por el rancho, aunque lo de él recién se declaró al año siguiente, cuando en su trabajo lo mandaron al seguro de paro. Lo de ella era más bien un rasgo integrado a su persona: usaba las pilas para el walkman hasta que ya no se adivinaba qué era lo que se oía, e incluso después las ponía al sol para ver si aguantaban una canción más. Guardaba las cajas de fósforos vacías por si se nos humedecía alguna de las que teníamos en funcionamiento. No compraba una golosina ni por broma, pero siempre aceptaba las nuestras. Galletitas rellenas tampoco, excepto las que descubrimos escondidas en su dormitorio. Andaba en una onda pseudo amor y paz extraída de no sé qué seminarios costosos que había hecho, los que se ve que no eran muy efectivos. En suma, nos llevamos superficialmente bien, aunque con el correr de los días fueron apareciendo facetas que la alejarían para siempre de este grupo humano.

Tres de enero: estalla el pueblo. El recorrido nocturno empieza por Malucos, para tomar una grapamiel o comer una picada. Ahí siempre hay música en vivo, en un ambiente tranquilo. Un poema a Valizas (bastante cursi) está pintado en una de las paredes de afuera, y siempre aparece el autor, que es uno de los dueños de Malucos, para regalarle una copia a cada cliente nuevo y de paso ver si pinta algo con alguna parroquiana, aunque no es insistente. Uno se ubica por ahí y mira los alrededores sin ver mucho, por la poca luz, lo que deja librada a la imaginación la posibilidad de existencia de cientos de personas interesantes por conocer. Al rato bajamos los cientos a decenas, algunos o nadie, según el día.


A eso de la una, todos derivamos suavemente como impulsados por una llamada ancestral hasta una zona oscura y ruidosa en el medio del pueblo: el Gaucho. Es difícil explicarle a quien no conoce Valizas por qué íbamos al Gaucho, una especie de galpón grande de madera con techo de quincha, con una capa espesa de polvo y tierra flotando eternamente entre los danzarines, dos o tres perros tirados por los rincones, un puesto de chorizos al costado y un único y asqueroso baño para damas y caballeros. La casa no cobraba entrada ni se reservaba el derecho de admisión. Capaz que íbamos porque era el único lugar con luz eléctrica, porque la música era buena o porque quedaba cerca de todo, no sé, pero después de las dos de la mañana el mundo valicero estaba en su rancho o en el Gaucho.


Esa primera noche de agite Gabriel y Horacio intentaron una supuesta opción dos, el Dunas, solo para encontrarse con un boliche iluminado y casi vacío, con diez o doce adolescentes jugando al ping pong en unas mesitas, en lo que había sido la pista principal. Eran muy chicos, se ve que no se animaron a meterse en el Gaucho y se quedaron ahí. El Dunas cerró a mediados de ese enero, y no volvió a abrirse.

La del 3 fue una noche de encontrar conocidos. Incluso estaba mi ex novio Antonio, que vino disimuladamente en un momento a preguntar si nos habíamos dado cuenta de con quiénes estábamos bailando. Recién ahí nos fijamos en los seres que danzaban a nuestro alrededor. Eran los salados del pueblo, diez o doce tipos muy pesados que como estaban en barra se hacían los vivos y habían llegado incluso a recorrer las carpas del camping cobrando por protección, al mejor estilo de la mafia siciliana. Mónica y yo, al percatarnos, no demoramos en empezar sutilmente a bailar de costadito, hasta alcanzar el lado opuesto de la pista.


Volvimos juntos los cuatro por la playa, poco antes del amanecer, y mientras Mónica fue a preparar un café los demás nos sentamos en la duna a ver el espectáculo del mar iluminado por las noctilucas.
_Che...con tantas estrellas alguna seguro, pero seguro, que debe ser un ovni. -planteó Horacio.
_ ¿Te parece?
_ Ah, yo creo que sí -terció Gabriel- Es más, podríamos invocarlo ahora mismo para que nos envíe una señal.
_ A ver... concentración. ¡Manifiéstate! ¡Ven a nosotros! -comenzó a payasear Horacio, de rodillas sobre la arena.
_ No, no es así. Hay que entonar una clave. Rama, rama, rama... -Gabriel empezó a canturrear, hasta que Horacio le cambió el mantra, y todos coreamos:
_¡Ra: padre! ¡Ma: madre! ¡Rama: tierra!
Capaz que los ovnis se divirtieron un rato con nosotros, pero no vinieron.


La mañana siguiente amaneció preciosa, como todas hasta entonces, y me dediqué a modelar un lobo de mar en la arena. Me quedó bárbaro, modestia aparte. Cuando lo estaba terminando bajó Horacio, a preguntar qué estaba haciendo.
_ Un lobito de mar. ¿Te gusta?
_ Este… Sí. Muy bueno. Mirá, cuando lo termines, si querés, nos avisás y te ayudamos a enterrarlo.
Horacio. Maestro del humor cándido y espontáneo.


No sé si ya he mencionado que el baño estaba separado del rancho, a un costado. Pequeño, pero útil. Tenía un botiquín con espejo y un viejo lavatorio de metal, con su palangana y jarra esmaltada. La puerta era azul, con una ventana roja que daba para el lado del monte. Uno podía hacer sus necesidades con una preciosa vista, e incluso saludar a algún vecino, o podía escaparse en una situación desesperada, que fue lo que le pasó a Mónica esa mañana. Parece que acababa de entrar cuando vio algo raro, como un movimiento en el piso. Podría haber sido alguno de los sapos del baño, pero no: era una víbora verde, que andaría en busca de nuestros batracios amigos. Yo no estaba, pero me contaron que el grito de Mónica se escuchó desde Aguas Dulces. Salió por la ventana del costado, al mismo tiempo que Esmeralda se arrastraba hacia la puerta del frente, y por poco no se encuentran afuera.


A propósito del baño, la higiene diaria era un poco complicada si uno quería hacerla con comodidad. Hubo quienes prefirieron la solución kamikaze de tirarse por arriba el agua fría del pozo a baldazos y quienes, como yo, siempre optaron por calentar una caldera y dosificar el agua tibia. Había también un balde con agujeros que funcionaba como ducha pero a nadie le gustaba, porque el agua caliente era de efímera duración.


Sacar agua de pozo es un arte, ya que no toda tirada de balde viene con premio. A veces sale vacío y hay que intentar hasta tener suerte, aunque después uno se hace experto y ya está en condiciones de dar clases sobre el tema a los recién llegados. Si se cae algo al pozo se impone pescarlo con un largo gancho que hay que pedir prestado a la gente de La Balconada, en una tarea que tiene sus bemoles.
En uno de los primeros días a Horacio se le cayó la palangana roja al pozo, y entre él y Gabriel la pescaron en un par de minutos. La cosa pareció tan absurdamente fácil que volvieron a tirarla solo para divertirse, pero lo suyo había sido suerte de principiantes, y pasaron como una hora para volverla a sacar. Otro día íbamos a buscar agua cuando notamos un movimiento: se había caído un sapo, que luchaba denodadamente por mantenerse a flote. Tuvimos que hacer mil y un malabares para que el bicho entendiera que su única chance de sobrevivir estribaba en dejarse atrapar por el monstruo plateado con el que lo perseguimos durante mucho rato. Al final, sea por un destello de inteligencia de su parte o porque lo venció el cansancio, logramos que se metiera en el balde, en el cual lo sacamos hasta la superficie. Uno se quedaba pensando en cuánta porquería podría caer libremente durante el invierno sin que tuviéramos la menor noticia, aunque tampoco daba para cerrar el pozo con tapa y candado, idea que me fue sugerida tiempo después. ¿Cómo vamos a cerrar el pozo? ¿Y el vecino lindo de dónde va a sacar agua? Ni pensarlo.



Un día vino Pancho a visitarnos. Era un flaco canoso y cuarentón, eternamente disfónico, que alquilaba por todo el mes, como nosotros. Estaba en el rancho de Ariel, casi pegado al nuestro: uno precioso, con banco orientado hacia la salida del sol y tapices hindúes en las paredes. Pancho resultó ser bien interesante, con años de exilio en Suecia, muy conocedor de toda la zona en la que estábamos. Colaboraba con no sé qué revista o periódico rochense para el cual desarrollaba una especie de corresponsalía desde Valizas y el Cabo, y sabía todo sobre las propuestas gastronómicas y la población estable de ambos lugares. Incluso me propuso sacar unas fotos del rancho para una nota sobre las construcciones en la playa, a lo cual accedí. Como yo aparecía en algunas de las imágenes mis amigas a partir de ahí lo bautizaron Pancho Dotto. Él fue quien me dijo con quiénes y adónde debía ir para averiguar por el arreglo del techo. 


El primero al que pregunté, un famoso albañil del pueblo, resultó ser un veterano chiquito con pinta de borracho, que apareció una tarde y trajo malas noticias:
_ Esto no tiene arreglo. -masculló, mientras echaba una mirada de lástima al rancho- Si el muchacho quiere se le puede hacer un trabajo de apuntalamiento, con algunos palos en el costado que está roto, pero es un trabajo delicado, que le va a salir caro.
_ ¿Qué es caro, qué le puedo decir a Alfredo? _quise clarificar.
_ Y..., no sé, tendríamos que ver, es un tema difícil.
_ Pero, ¿usted lo puede hacer, o es imposible?
_ Vea... si yo agarro este trabajito lo menos que le sale son 1500 dólares, sin garantizarle nada. Además hay muchos palos que están jodidos con el bicho de la madera, o sea que igual mucho no le va a durar. Mi consejo es que le diga que lo venda, si puede, que se lo saque de encima. Consiga a alguien que le dé unos pesos y véndalo, porque mucho no le va a durar. -repitió, por si no me había quedado claro el concepto.


Lapidario, el veterano. Antes de transmitirle a Laura (y por ende a Alfredo) la noticia, me quedaba el otro, al que le decían Correcaminos. Fui a buscarlo, y tras mucho preguntar por “un muchacho pelirrojo que arregla ranchos”, lo encontré en lo alto de una escalera viendo el techo del rancho de un vecino.
_ Soy yo. ¿Qué andas precisando?
_ Mirá, vengo de parte de la hermana de Alfredo, el del rancho hexagonal. Tuvo un problema con el techo, por una tormenta. ¿Vos podrías decirnos si se puede hacer algo para arreglarlo?
_ Ahora no sé si puedo. Deberías haber venido antes.
Este era más serio que el otro, pero igualmente tajante.
_ Lo que pasa es que recién nos enteramos hace cinco días, no sabíamos nada. -aventuré en mi defensa, convertida también en acusada por no haber defendido al rancho como era debido.
_ Si hubieran venido cuando recién pasó lo del techo era una pavada arreglarlo porque se quebró el palo, pero la quincha estaba entera. Duró así pila de tiempo. Ahora hay que techar toda esa parte, y se rompieron otros palos por el peso extra. Hace como dos meses que eso está así. A esta altura no sé si se puede hacer algo.
Dos meses. Parece que la fotógrafa no era una ocupante muy responsable que digamos. O tal vez es que no tuvo tiempo de llamar a Laura para avisarle, por aquello del estrés de la vida en Valizas...
La cosa quedó en veremos. El Correcaminos no se comprometió a nada, yo quedé de avisarle a Laura y que ella decidiera. El agujero era enorme y el techo se desflecaba un poquito más cada día, con lo que el fondo estaba tapado de paja, especialmente si había viento.


Esa noche fuimos a bailar los cuatro, y no volvimos hasta que terminó el Gaucho. Regresamos muertos de cansancio, y cuando ya nos íbamos a dormir Horacio recordó algo.
_ Che, Gabriel... ¿No es hoy que viene el Falca?
_ Fa... tenés razón. -le respondió ahogando un bostezo. -¿Te dijo a qué hora?
_ Salía en el primer ómnibus, así que a eso de las seis va a andar por acá. Nos va a despertar golpeando, qué embole.
_ Podemos dejarle la puerta abierta y un cartelito para que entre y no nos despierte.
_ Ta, yo lo hago. Mariela, ¿me das una de esas hojas de escrito que tenés por ahí?

"Hola, cómo llegaste, cuántos años tenés, quién sos. Mirá, en este momento nos estamos haciendo los dormidos. Seguinos la corriente. Hay termo, mate y yerba (y pozo de agua limpia): Arriba hay una cama. Hacé lo que vos quieras. Si querés acostate (acostado o de pie -pata-) o salí a dar vueltas carnero por la playa. La playa está para el lado del mar, la vas a ver enseguida.
Chau, me voy a seguir durmiendo.
Horacio"

Cuando abrí los ojos esa mañana, tenía la vaga sensación de estar en medio de una conversación. Voces somnolientas preguntaban cosas.
_ ¿Qué es eso?
_ ¿Qué pasa, qué es ese ruido?
_Che... ¿Quién está jodiendo a esta hora?
_ ¡Apaguen esa porquería!
En medio de todo eso, presidiendo el diálogo, sonaba insistentemente un pip-pip-pip de reloj de plástico, que venía de algún lado. Que venía de la mochila de Marcelo, en medio del comedor, prolijamente cerrada con candado. Se ve que estaba programado para esa hora y Marcelo olvidó desconectarlo: por no molestar después de leer el cartel se fue a dar un paseo por la playa sin desarmar siquiera la mochila, a la que tiramos para el fondo antes de reanudar nuestro bienamado sueño.
Fue sólo cuestión de suerte que no se la robaran.


Ese día estábamos a cinco de enero y queríamos tener regalos de Reyes, así que hicimos un sorteo de amigo invisible, y al atardecer nos fuimos todos para el pueblo, a comprar los obsequios.
_Vamos juntos, pero cuando lleguemos nos separamos, ¿eh?
Sin preguntarnos demasiado qué tanto nos podíamos dispersar en un mundo con dos almacenes y tres quioscos, simplemente miramos para otro lado, cada uno compró lo suyo y volvimos al rancho.
Como manda la tradición, pusimos los zapatos en la puerta, pero innovamos un poco, porque los dejamos del lado de adentro. Infantiles, pero en Valizas. Cada uno depositó el regalo para la persona que le tocó en suerte, tras lo cual nos fuimos a dormir, Mónica y yo en el entrepiso, ellos abajo. Al rato empezamos a sentir un exceso de actividad en la planta baja, interminables ruidos de papeles, como de quien envuelve muchos obsequios. Por supuesto que no bajamos, de modo que nos dormimos con la intriga.


Seis de enero. Mediodía. Sol y cielo azul. Despertamos y salimos a desayunar al costado del rancho, haciendo como que no nos importaba la fecha, hasta que Horacio pegó un grito.
_ ¡Che! ¿No habrán venido los Reyes?
_ ¡Yo voy primero! -gritamos a coro, y salimos atropellándonos hasta la mesa de la cocina.
Cabe señalar que ninguno de nosotros bajaba de veinticinco años.
Corrimos y tropezamos hasta los zapatitos, donde había millones de cosas. Ellos nos habían envuelto todo lo que había en el rancho: jarras, termos, zapatos, papas, una pelota de fútbol y una escoba para Mónica, que era medio obsesiva con la limpieza. Pero también había regalos de los otros. Yo recibí un collar de caracoles, una tarjeta y un pingüino de plástico azul, a cuerda, que todavía tengo. Ah, y una máscara de esas que hace Ruiz, el artesano de la calle principal. Se portaron, los Reyes.

domingo, 1 de julio de 2012

Avenida Océano Atlántico, 832 (capítulo 3)



Partimos rumbo a Valizas en una mañana típicamente veraniega de mitad de enero, y las cuatro horas y media del viaje se nos hicieron eternas. Ni bien pisamos la arena de la playa empezamos a arrepentirnos como siempre de la carga que llevábamos, la que con el paso de los años se iría haciendo más y más despojada.
Desde lejos divisamos entre otras muchas la silueta inconfundible del rancho, acompañada por otra más pequeña e igualmente conocida: era Antonio, quien también estaba en Valizas, como me había prevenido Laura.
_ No te asustes si ves que cuando lleguemos está tu ex, porque yo le presté el rancho por la primera quincena. Él ahora cuando lleguemos se va para el pueblo con sus amigos del teatro, ¿ta?
La advertencia me resultó un poco superflua ya que habíamos terminado nuestra pareja en perfectas relaciones; por mí no habría ningún problema. Al menos como ex, porque como amigo bien podría moverse un poquito a ayudarnos con los bolsos.
_ Che… ¿Este hombre pensará quedarse ahí hasta que lleguemos?_articulé trabajosamente, con el poco aire que me quedaba tras kilómetro y medio de caminata.
_ ¿Acaso esperabas que bajara de la duna para llevar hasta el rancho nuestras cosas? Me parece que usté ha olvidado de quién está hablando, m’hijita.
_ Capaz que no nos vio... -aventuré, echando otra expectante mirada al rancho.
_La verdad que no sé. Con ese look de galán indiferente mirando al horizonte me confunde un poco. Yo creo que sí nos vio, pero también creo que no se va a mover para nada de donde está. -concluyó Laura, demostrando su sólido conocimiento de la psicología del sujeto en cuestión.


Unos pasos más. Somos divisadas. Débiles muestras de reconocimiento y un saludo a la distancia al que no acompaña ningún movimiento. Seguimos cargando con nuestras humanidades y adyacencias. Por último el repechito final, la subida a la duna. Ufff. Llegamos.
_ ¿Cómo pasaste, Antonio? ¿Todo bien? -murmuramos casi mecánicamente, tirando los bolsos a la entrada del rancho.
El hombre suspiró y puso cara de circunstancia.
_ Bueno, sí, bien. Más o menos. Está todo como siempre. Solo hay algunos detalles, un par de cositas.
_ ¿Como cuáles?_ preguntó Laura, con cierto asomo de preocupación en los ojos.
Allí fue cuando Antonio miró hacia el mar y realizó sin respirar tres memorables afirmaciones:
_ Nada... Hay una ventana con un vidrio roto por la que entra la lluvia como afuera, el agua del pozo está podrida y el rancho está invadido por los ratones. Solo eso.


Entramos al 832 desmoralizadas, viendo frente a nuestros ojos en lugar de playa, sol, admiradores e ainda mais, horas y más horas de arduo trabajo bajo techo. 
Al rato, ya instaladas, descubrimos que la situación era un tanto diferente. Era cierto que faltaba medio vidrio de una ventana de las que daban al mar, tal vez como consecuencia de alguna fuerte tormenta, pero la cosa pasó de trágica a cómica cuando vimos la “solución” que le había hallado nuestro amigo en los quince días que hacía que estaba: había metido por el agujero un almohadón azul peludo y gordo, que quedó encajado en la ventana y ahora rezumaba humedad y arena por todas las costuras. El agua del pozo olía un poco mal, como siempre que no se la ha renovado en varios meses, pero cuando sacamos seis o siete baldes volvió a salir tan clara como de costumbre. No sé si perfecta, pero al menos no olía a nada y si había bichos no se veían. En cuanto a la invasión roedora, se limitaba en realidad a un ejemplar, que fue pronto sacado de circulación. Esto no es un alegato en favor de la practicidad y femenina versus la inutilidad del macho solitario, pero que algunos en particular son medio negados para solucionar problemas domésticos, son.


Otro ejemplo:
_ Mariela, ¿me prestás tu peine?
_ No tengo, sabés que no uso. ¿Vos no trajiste?
_ No.
_ De repente hay acá alguno. ¿Buscaste?
_ Sí... encontré uno en el baño, pero está imposible de usar.
_ ¿Por?
_Todo mugriento. Es un asco.
Fui al baño. Prolijamente, sobre la fuente esmaltada que servía de lavatorio, había un inocente peine de plástico verde con un poco de arena por arriba, que demoré medio minuto en lavar. Para entonces, Antonio llevaba quince días sin peinarse.

Telón. Fin de la escena. No hay aplausos entre los espectadores, que se retiran cabizbajos.


Esa misma tarde tomamos las medidas del vidrio roto para ir a encargarlo al único lugar posible: el Súper Barrios, que funcionaba como almacén, barraca y farmacia. El señor Barrios nos miró lentamente, como calibrando nuestra capacidad para asuntos de hombres, y procedió a preguntarnos unas cuatro veces si habríamos tomado bien las medidas, porque usté vio qué fácil es equivocarse, esto es una tarea muy delicada, si se pasa dos milímetros ya no le sirve, por qué no va y lo mide de nuevo para estar seguros… Ante la seriedad de Laura y su firme negativa a repetir las mediciones al fin accedió a encargarlo, y a la tarde siguiente lo tuvimos en la casa.


Dedicamos un par de días a arreglos varios, combinando el tiempo de trabajo con la playa, las lecturas y los paseos por el pueblo. Colocamos el vidrio. Pintamos el exterior con aceite quemado, como protección contra el salitre. Arreglamos las bisagras de los postigones del frente y cambiamos dos de ellas, tras nueva negociación con don Súper. Desparramamos un carro de pinocha en la vuelta del rancho. De todo.


En la tarde del segundo día me senté con un libro en mi duna preferida al frente del 832. Andaba leyendo a Castaneda, enganchada con aquello de reconocer lugares propicios a nivel energético, así que quise rápidamente identificar el mío. No tuve que pensarlo ni un segundo; fui a una elevación tapada de plantas al costado de la vereda del frente y me senté a mirar el mar, en lo que sería desde ese día mi sitio de poder en el mundo. Es impresionante cómo uno se pierde en esa magia siempre igual y siempre distinta de la espuma, los colores, los sonidos de la playa, el olor del salitre. 

El movimiento de las olas nos va limpiando poco a poco. Nos saca primero las ganas de leer el libro que trajimos. Después elimina también las preocupaciones de qué comer o qué hacer o hasta cuándo alcanzará la plata. Dejamos de extrañar a los que no están o de soñar con los que no sueñan por nosotros. Al final no pensamos siquiera en lo hermoso que es el paisaje. El mar nos limpia para metérsenos dentro, para conquistarnos por completo. Quedamos en blanco, libres, en paz.


Mi no pensar fue interrumpido por una voz masculina al costado.
_ Hola.
Brillante abordaje.
Era el vecino de La Balconada (el rancho de al lado), un inquilino, que se acercó con el pretexto más transparente del mundo (“quería preguntarte, ¿ustedes qué hacen con la basura?”) y se quedó un par de horas charlando. Interesante. Estaba con su hermana y cuñado; fácil era ver que las vacaciones familiares ya lo tenían aburrido y andaba en busca de aventuras. Me invitó a dar una vuelta en gomón, lo que rechacé sutilmente con alguna excusa traída de los pelos; no quise decirle demasiado de golpe que ni loca me subiría a una balsita de esas, porque una en Valizas siempre tiene que tener un algo de aventurera y de amante de los riesgos.


Ya que estamos hablando de vecinos, el que sí daba para aventurarse era el del otro lado, el del rancho La Pajarera: un rubio de ojos azules, bronceado y con aire valicero pero prolijo. Lástima que mi duna preferida quedaba para el costado opuesto a su rancho, aunque de todos modos siempre que iba a sacar agua lo veía, porque compartíamos el uso del pozo. Un día se alejó por la playa y se detuvo en la soledad de las Malvinas. Como quien no quiere la cosa yo también (oh, casualidad) tenía que ir para ese lado, así que pronto le di alcance: lo encontré fascinado construyendo un castillo de arena con torres y todo. Una ternura.


Otro ejemplar masculino del que me hice amiga por esos días fue el Pichu. El Pichu era el perro más simpático del barrio, una especie de adolescente canino con un único problema, que era la excesiva insistencia con los presentes amistosos. Empezó trayéndonos ramas y maderitas que encontraba en la playa y depositaba puntualmente cada mañana en la puerta del rancho. Después vino con un trozo de lobo podrido, lo que menguó bastante nuestras demostraciones de afecto hacia él. Otro día trajo una bombacha arenosa, y al siguiente, para equilibrar, un calzoncillo. Ya no sabíamos qué hacer para evitar sus ofrendas, cuando una de ellas colmó la medida: nos dejó una billetera de las tortugas Ninja, con una cédula infantil y unos pesitos en su interior, y tuvimos que salir a preguntar a los vecinos por el niño, hasta que por suerte alguien nos contó que por ahí había un campamento de una escuela y dimos con el nene. Complicado el Pichu. ¿Cómo hicimos para educarlo? No hicimos nada, claro. Si no podíamos adoptarlo, ¿para qué quitarle sus diversiones? Siguió trayéndonos regalos y desenterrando los trozos de lobos podridos de la playa cuyo olor intentábamos disimular con baldes y más baldes de arena por arriba.


Volviendo al vecino de La Balconada, Ariel, las charlas amistosas continuaron. Por entonces ya estábamos solas Laura y yo porque Antonio, de acuerdo con lo previsto, acampaba con dos o tres amigos en la única zona arbolada y libre de Valizas, un pseudo camping gratuito que se armó junto al almacén del Beco, frente a la única cabina de Antel del pueblo. En los días siguientes también conocimos a la hermana y el cuñado de Ariel, que nos dejaron muy felices al contarnos que pensaban llevarse al Pichu para Montevideo.

Una mañana cumplimos Laura y yo con el ritual de la caminata hasta Aguas Dulces. Dada mi lentitud habitual cuando de orillas se trata los cincuenta minutos previstos se transformaron en un par de horas pero ni ella ni yo nos quejamos, porque la playa había despertado pródiga, tanto que cosechamos varios caracoles intactos y dos escudos de mar. No cruzamos a nadie en todo el camino, de modo que el paseo dio para mucha charla. Ella estaba pensando en separarse del marido, y esos días de quietud y alejamiento iban a ser como un momento propicio para tomar decisiones, aunque por ahora no veía muy claro qué hacer. La tarde anterior se había ido sola para el camping a tener una seria charla con Antonio, de la cual volvió a la noche muy deprimida. Es que mi ex, inicialmente amigo de Marcos, hacía mucho tiempo había decidido ponerse del lado de Laura, es decir que habló largo y tendido. 
El problema es que Marcos también pensaba venir a Valizas en esos días, y ahí probablemente iría a estallar todo, a no ser que esto se desactivara de algún modo. Cuando yo ya no esté, por favor, pensaba, mientras miraba cada piedra y cada cuchareta de la playa, que la cosa estalle después de que me haya subido al Rutas del Sol...


Ya en Aguas Dulces, se hizo el mediodía mientras transitábamos por la Gorlerito sumergidas entre polvo y salitre. En Antel hicimos una cola interminable para llamar a Suecia y contarle a Alfredo que estábamos en su mundo, pero no logramos comunicarnos. Laura le mandó una carta con diminutas cucharetas y un poco de arena rochense, terminado lo cual empezamos a preguntar dónde podríamos comer. Alguien nos recomendó Doña Tota, frente al mar, con comidas caseras, donde degustamos unos pescados deliciosos y descansamos de la caminata con larga sobremesa.


Aguas Dulces es bien diferente de Valizas. Tiene un ambiente familiar, con abundancia de criaturas que corren y señoras mayores, gritos de cuidado con esto, no te pongas al sol Flopi, no te vayas lejos Nahuel. Además hay luz eléctrica, lo que implica salones de maquinitas, casas con cumbias a todo volumen, gente mirando la tele en el patio. Y continuando con nuestra habitual sección Destruyendo a Aguas Dulces (diría Dolina), los ranchos están amontonados a lo largo de la Gorlerito (vaya nombre) y los autos pasan junto a la gente tapándola de tierra y olor a nafta. ¿A favor? La playa es bastante linda, hay un número infinitamente menor de pibes complicados que en Valizas, y está Doña Tota.


En eso estábamos cuando vi pasar a una conocida, María Alicia, la mejor amiga de Antonio. Charlamos un rato y terminamos yéndonos las tres a su rancho, sobre la avenida principal. La mamá y ella son como un calco de la mía y yo, recolectoras de orillas, solo que ellas mantienen una regla con la que nosotras no comulgamos, y es que jamás levantan algo que no esté intacto. Cuchareta rota, aunque sea en una esquinita, ahí se queda. Por estos lares, no somos tan estrictas. Depende. Ellas tienen el piso del patio trasero revestido de esas cucharetonas rosadas típicas de la zona, lo que extrañamente queda bien y no es decadente, y también hay redes en las paredes donde se exhiben las mejores piezas de la colección familiar. Pasamos un rato con ellas y a las cuatro, con el sol aceptable para una caminata de una hora, emprendimos el regreso por la playa.



A la vuelta a nuestro hogar dulce hogar una sorpresa nos esperaba: Antonio estaba instalado. Sus amigos teatreros no resultaron ser muy ordenados en las finanzas, se patinaron en un par de días lo que debía durar bastante más y volvieron para Montevideo. Él solicitaba asilo político en el rancho por el resto de su licencia. El lugar sobraba, y los “terribles” desbarajustes de sus primeros días ya eran cosa del pasado. Había vidrio nuevo, agua bebible, peine limpio, cero ratones, y dos mujeres que hicieran los mandados y le solucionaran los problemas. A
llí se quedó, por supuesto.
Ese fue el comienzo de algo muy raro. Mi relativamente reciente ex novio y yo conviviendo de vacaciones. Yo interesada vagamente en los vecinos de ambos lados del rancho. Laura planeando la separación. Marcos por llegar, sin la menor idea de nada. Antonio saliendo con una chica, que estaba viviendo en el pueblo con sus recientes ex suegros. 
Solo nos dimos cuenta de lo entreverado que estaba todo esa misma noche, en una cena con los vecinos de La Balconada.
_ Ese muchacho que está viviendo con ustedes, ¿es un amigo? -preguntó uno de ellos.
_ Sí... -empecé a armar la respuesta- Es mi ex novio, que se quedó sin sus amigos en Valizas y se vino con nosotras.
_Ah. ¿Era tu novio? ¿Y de dónde lo conocés? -preguntó el cuñado de Ariel, mientras preparaba los mejillones a la provenzal que habían sido la excusa de la invitación.
Laura tomo las riendas de la explicación.
_ Es amigo de mi marido. De mi ex marido. De mi futuro ex marido, porque me voy a separar. Y tal vez en realidad deba decir que él es ex amigo de mi futuro ex marido.
_ Parece medio entreverado pero nos llevamos bien. -aclaré.
_ Así que todos son como una gran familia llena de ex esto y ex lo otro, y conviven sin problemas.
Asentimos. 
Sí, nos llevamos bien. No vamos a entrar en detalles pequeños, como que Antonio estaba empezando a dar muestras de celos con respecto a Ariel. “Me parece que el vecino te quiere hacer ver las estrellas”, había sido su comentario cuando le conté de la cena. “Ojalá” fue mi respuesta, que lo dejó un poco descolocado. En realidad, no sé si tenía ganas de que pasara algo con el de La Balconada, pero la gracia era molestar a Antonio, cosa fácil de lograr.
La cena fue un éxito excepto por un pequeño detalle, que dejó descorazonado al cuñado de Ariel, y es que yo no pude pasar ni un solo mejillón. Lo intenté, realmente lo intenté, pero la consistencia chiclosa de esos bichos me da un asco terrible. Ahí el cocinero tuvo una grandiosa idea:
_ Mirá, vos no te vas de acá sin probar los mejillones, así que si no los comés a la provenzal los vas a tomar hechos sopa.
Y así fue. Preparó una deliciosa sopa que me reconcilió con los mariscos. Nunca volví a probar un mejillón, pero sé que gusto tienen.


Los vecinos de La Balconada nos llevaron esa noche a conocer el baile del pueblo. El Dunas quedaba muy lejos de la playa, en la ruta de entrada, al lado de la comisaría. Yo andaba un poco alejada de los agites en Montevideo y creo que nunca había ido a bailar a un balneario, pero de todos modos bastó con entrar para que me sintiera en mi elemento, aunque lo primero que oí fue uno de esos “¡profe!” que no quiero escuchar en enero. Era una alumna del liceo catorce, sorprendida de ver que yo era un ser humano, después de todo. Suele pasar.


Bailamos toda la noche. Colgamos nuestras camperas de los palos del rancho como vimos que hacían todos los demás (porque el Dunas es, esencialmente, un rancho grande), y no bien llegamos sonaron unos señores que desde ahí asocio siempre con Valizas: los Redondos. Bailamos hasta que ya no hubo música para seguir, a eso de las cinco, aunque unas cuantas siluetas siguieron moviéndose en la oscuridad de las calles, al compás de alguna interna melodía. Volvimos en el jeep de los vecinos por la playa. Es verdad que estábamos en contra del tránsito de vehículos por la arena, pero a esa hora dos kilómetros menos no eran nada despreciables. Atravesamos rápidamente la negrura del pueblo y la negrura un poco menos espesa de la playa, para arribar a la negrura de nuestros dos ranchos, con el Pichu esperándonos fielmente en la puerta del nuestro.


La noche estaba preciosa, demasiado como para dormirnos. Nos quedamos en el porche de La Balconada Laura, Ariel y yo, charlando mientras aguardábamos el amanecer, que se hizo esperar un buen rato. Ariel preparó un café, que fue muy bien recibido. Hacía un poco de frío y siempre, siempre, siempre hay viento en Las Malvinas, que es el nombre de nuestro barrio en Valizas. Café va, café viene, entre palabra y palabra, una silueta difusa se fue dibujando por la orilla del mar. Era alguien que venía arrastrando su humanidad con gran sacrificio. Era Antonio. Venía cansado, pero también furioso. Parece ser que lo cruzamos en el jeep a la salida del baile y él vino todo el camino seguro de que lo vimos y no quisimos llevarlo. Todo esto nos lo contó Laura, que se dio una vuelta por el rancho para saludarlo e invitarlo a un café en el porche, cosa que obviamente no aceptó. Antes de dormirse, masculló algo de que estábamos esperando el sol por el lado equivocado, que no saldría por el mar, sino por el monte.


El sol salió por el lado del mar (“pero ayer salió por el otro lado” porfió Antonio) y al rato nos fuimos a dormir, a la mejor hora del día. Eterno problema de Valizas: no existen horas que uno quiera sacrificar al sueño, todas deberían formar parte de la vigilia.


Dormimos poco. A media mañana el cielo estaba empezando a nublarse, con lo cual Laura y yo pensamos que este sería un buen día para ir caminando hasta el Cabo. Yo recordaba la caminata del Turismo anterior como algo digno de repetirse, así que allá fuimos.

Al llegar al arroyo descubrimos que la vieja historia de cruzarlo a pie buscando la parte menos honda no iba a correr ese día. Estaba crecidísimo, la correntada parecía más fuerte que nunca, y a la orilla había un barquito que parecía esperar pasajeros. Nos acercamos, fuimos informadas con pocas palabras de que el viaje se pagaba “a voluntá”, y cruzamos. 
El barquero era Rochita, un veterano parco como pocos. El mismo al que, mientras levantaba el rancho, un día Alfredo le preguntara:
-¿Y, Rochita, cómo van sus cosas?
-Bien.
-¿Y su mujer?
-Se fue.
Fin del diálogo.

Las dunas del otro lado del arroyo, la imagen más emblemática de Valizas, están cada año más bajas. Decidimos ir por la playa, camino más largo que el corte por los médanos pero mucho más pintoresco. A un paso normal, si no hay demasiados caracoles o escudos de mar por la orilla, se llega al Cabo en unas dos horas y media. La mayor parte de la caminata es en la larguísima playa del barco, la última de las cuatro que se cruzan, la más pesada. Se llama así por el esqueleto del Don Guillermo, un barco que encalló en la costa a principios del siglo pasado y ahí se quedó por años, hasta que alguna tormenta lo arrastró 
hace poco mar adentro. Es una playa de arena gruesa, que a te agarra medio cansado a mitad del trayecto, y te destruye. Parece que se avanza en cámara lenta, cada pie lo piensa dos veces antes de desenterrarse de los diez centímetros de arena que lo han tapado, aunque los paisajes, los sonidos y el aire puro compensan cualquier cansancio.
Antes de la playa del barco el camino es muy variado. Hay pequeñas playas, puntas rocosas, enormes paredes de arena al costado, en una soledad casi completa. Uno se cruza a lo sumo con diez o doce personas en todo el camino, lo que puede parecer un ingrediente más de la magia del lugar, salvo que recordemos quién está contando esto: la reina de las aprensivas. 
En cierto momento en que miré hacia atrás vi que venían cuatro muchachos a una cuadra de nosotras. Muy lejos para que su aspecto me indicara nada, pero ya me empecé a preocupar. Se lo comenté a Laura, quien demoró un rato en darse cuenta de que yo estaba realmente asustada, que no era una parodia de neurosis lo que estaba haciendo. Pobre amiga: en medio de la paz, el estrés ajeno. Al llegar a una de las puntas rocosas donde (como de costumbre) había un par de familias pescando, hicimos un poco de tiempo para que los muchachos nos pasaran y siguieran adelante. La verdad se impone, y es que no registraron nuestra presencia. Dejé de preocuparme, máxime cuando en la siguiente playa nosotras los cruzamos a ellos, que eran dos parejitas felices sobre las rocas, ajenos a cuanto los rodeaba. Sin comentarios.


Ese día no llegamos a recorrer la playa del barco porque una fuerte tormenta de viento nos desanimó a continuar, así que pegamos la vuelta. Es bravo el camino con viento, y peor con lluvia. Se armó en cuestión de minutos un techo de nubes negras y compactas que descargó contra nuestra frágil humanidad, hasta que llegamos al rancho. Obviamente todo pasó apenas encontramos un techo y ropa seca, pero ya no daba para más excursiones por el día.


La noche siguiente era la última que pasaríamos sin Marcos. Laura continuaba insegura acerca de lo que quería hacer, todo estaba un poco complicado, por lo cual juzgué que lo mejor sería dar por concluido el capítulo Valizas de mis vacaciones e irme el domingo a más tardar. Pocos días después arrancaría el capítulo La Paloma en febrero, así que tenía la mejor excusa para zafar de lo que se veía venir.


Temprano en la noche de ese viernes salimos, a eso de las nueve, Laura, Antonio y yo. Nos ubicamos en la terraza de un boliche de efímera duración sobre la calle principal donde comimos figazzas, encontramos algunos conocidos y mi ex me leyó las manos, basándose en los vastos conocimientos que sobre el particular había acumulado en los últimos dos o tres meses. “Acá veo a un hombre con el que tenés una larga relación amorosa. Hay rupturas, sí, pero también recomienzos; es alguien importante en tu vida, que va a estar siempre cerca tuyo, de un modo u otro”
_ ¡Voy a volver con alguien de mi pasado! - le comenté a Laura, ya de vuelta en el rancho.
_ ¿Vos le creés a Antonio?
_No sé... pero me dijo muchas cosas.
_ ¿Y no te agregó también que su nombre empezaba por “A”?
_ ¿Por quién lo decís? ¿Vos también creés que hablaba de Andrés?
_ Yo creo que más bien te habló de Antonio, m'hija...


No volví con Antonio, y tampoco con Andrés. Menos mal que tenía un buen trabajo como bancario, porque como adivino Antonio se podría haber muerto de hambre.



A las seis de la mañana hubo golpes en la puerta: era Marcos, que venía con su amigo Marcelo. Saludos, charlas superficiales, desayuno. No sé si el recién llegado se percató de que algo raro flotaba en el ambiente o si simplemente andaba con ganas de carretera y bagayo, porque al ratito nomás propuso que como estaba nublado nos fuéramos al Chuy a pasar el día. Como Laura también quería esquivar cualquier tiempo a solas con su marido, estuvo de acuerdo con la idea. Antonio no, por supuesto, porque habíamos hablado de ir a dedo, y semejantes aventuras no entraban en consideración para sus vacaciones.


Fuimos rápidamente hasta el Chuy, separados por género. Nosotras llegamos en una hora. Marcos y Marcelo, bus mediante, dos horas más tarde. Entre una cosa y otra se nos fue medio día en el emporio de los Garotos y las Herings. Volvimos al rancho al atardecer, justo a tiempo para cruzarnos en la playa con Antonio, que acompañaba a su nueva novia hasta el pueblo. Ella me cayó muy bien, especialmente desde que elogió con entusiasmo mi colección de escudos de mar, alineados prolijamente en un costado del entrepiso. Ya iban más de veinte, pese a que Antonio el primer día que llegamos me había sentenciado muy seriamente a no encontrar ni uno, porque “esta no es temporada de escudos”. “¡No es temporada!” le gritaba yo a Laura cada vez que encontraba uno, así como de vez en cuando le recordaba que en realidad el sol no sale por el lado del mar, sino por el monte.
No sé por qué, pero Antonio decidió volverse al pueblo y se alquiló una cabaña esa misma tarde.


Con Marcos, Laura y Marcelo, fuimos a bailar al Dunas. Como era fin de mes había menos gente que la vez anterior, así que danzamos por la pista a nuestro gusto. Apenas entramos en calor ella y yo nos quitamos los abrigos para colgarlos de los palos del techo, cosa que al rato fueron haciendo otras personas a nuestro alrededor, como siempre. Marcos, que no sabía en absoluto que ya habíamos incursionado por el boliche, quedó convencido de que habíamos inventado una moda, y no quisimos sacarlo de su error. ¡Somos tan creativas...!

Al día siguiente hubo que sacar de la galera otro paseo para ir posponiendo un poquito más el momento de la verdad. El destino elegido fue el monte de ombúes, al que pensamos llegar cortando campo. Hicimos dedo hasta la carretera, esta vez separados por parejas mixtas y pidiéndole a Marcos que se sacara de la cabeza un viejo pañuelito rojo que le daba cierto aire bandoleril. Ya reunidos a la altura del arroyo Valizas, junto al pueblo de pescadores, miramos a la distancia algo que podría tomarse por un monte de ombúes y hacia allá comenzamos a dirigirnos, bordeando el agua. Caminamos alegremente, sin prisas, por el pastito. Caminamos, caminamos, caminamos... y de pronto nos volvimos a encontrar en el punto de partida. Es que el Valizas avanza lleno de bucles y meandros, y habíamos costeado uno enorme, casi como en un círculo. Otra vez miramos a lo lejos el pseudo monte, otra vez empezamos a caminar, pero en esta oportunidad cortamos a campo traviesa, ya sin seguir más al arroyo. Todo fue fácil, hasta que llegamos a un alambrado a un par de kilómetros del monte. Del otro lado se veían diez o doce pacíficas vacas pastando, en un ambiente bucólico, pero a uno de los integrantes de la expedición le pareció que podrían ser feroces toros encubiertos, prontos a corrernos por el inmenso campo pelado hasta embestirnos e incluso lanzarnos por los aires, negándose de plano a continuar la marcha. Era yo. Propuse esperarlos ahí, pero no encararon, de manera que todos dimos la vuelta, dejando la excursión para un mejor momento. A la vuelta nos levantaron dos veteranos argentinos que estaban recorriendo la región en un motor home: unos encantos.


El desenlace de la telenovela de Laura y Marcos se dio después de mi partida. Las cosas estaban demasiado tensas como para prolongarse sin sobresaltos hasta fin de mes, cuando se suponía que todos volvían a Montevideo, y al día siguiente estalló la tormenta, metafórica y literalmente. Se vino un diluvio de esos que uno nunca querría que le agarrara en el rancho, al mismo tiempo que Laura empezó a hablar. Marcelo se refugió en el baño, para no interferir en los asuntos de la pareja, con lo que terminó completamente mojado, porque allí llueve como afuera, con los dos sapos del baño saltando y croando alegremente a su alrededor. Marcos se fue esa misma noche, acompañado por su amigo. A la mañana siguiente apareció Antonio, dispuesto a instalarse en el rancho para contener a su amiga en un momento tan difícil... sin contar con que por entonces Marcos había decidido que valía la pena intentarlo de nuevo, regresando en el primer ómnibus de la madrugada. Lo que dije antes: una verdadera telenovela de la tarde.

La de la fallida excursión al monte de ombúes fue mi última tarde en Valizas por ese año. El resto de mi verano tendría colores bien distintos, pero sin escudos de mar.