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domingo, 1 de julio de 2012

Avenida Océano Atlántico, 832 (capítulo 3)



Partimos rumbo a Valizas en una mañana típicamente veraniega de mitad de enero, y las cuatro horas y media del viaje se nos hicieron eternas. Ni bien pisamos la arena de la playa empezamos a arrepentirnos como siempre de la carga que llevábamos, la que con el paso de los años se iría haciendo más y más despojada.
Desde lejos divisamos entre otras muchas la silueta inconfundible del rancho, acompañada por otra más pequeña e igualmente conocida: era Antonio, quien también estaba en Valizas, como me había prevenido Laura.
_ No te asustes si ves que cuando lleguemos está tu ex, porque yo le presté el rancho por la primera quincena. Él ahora cuando lleguemos se va para el pueblo con sus amigos del teatro, ¿ta?
La advertencia me resultó un poco superflua ya que habíamos terminado nuestra pareja en perfectas relaciones; por mí no habría ningún problema. Al menos como ex, porque como amigo bien podría moverse un poquito a ayudarnos con los bolsos.
_ Che… ¿Este hombre pensará quedarse ahí hasta que lleguemos?_articulé trabajosamente, con el poco aire que me quedaba tras kilómetro y medio de caminata.
_ ¿Acaso esperabas que bajara de la duna para llevar hasta el rancho nuestras cosas? Me parece que usté ha olvidado de quién está hablando, m’hijita.
_ Capaz que no nos vio... -aventuré, echando otra expectante mirada al rancho.
_La verdad que no sé. Con ese look de galán indiferente mirando al horizonte me confunde un poco. Yo creo que sí nos vio, pero también creo que no se va a mover para nada de donde está. -concluyó Laura, demostrando su sólido conocimiento de la psicología del sujeto en cuestión.


Unos pasos más. Somos divisadas. Débiles muestras de reconocimiento y un saludo a la distancia al que no acompaña ningún movimiento. Seguimos cargando con nuestras humanidades y adyacencias. Por último el repechito final, la subida a la duna. Ufff. Llegamos.
_ ¿Cómo pasaste, Antonio? ¿Todo bien? -murmuramos casi mecánicamente, tirando los bolsos a la entrada del rancho.
El hombre suspiró y puso cara de circunstancia.
_ Bueno, sí, bien. Más o menos. Está todo como siempre. Solo hay algunos detalles, un par de cositas.
_ ¿Como cuáles?_ preguntó Laura, con cierto asomo de preocupación en los ojos.
Allí fue cuando Antonio miró hacia el mar y realizó sin respirar tres memorables afirmaciones:
_ Nada... Hay una ventana con un vidrio roto por la que entra la lluvia como afuera, el agua del pozo está podrida y el rancho está invadido por los ratones. Solo eso.


Entramos al 832 desmoralizadas, viendo frente a nuestros ojos en lugar de playa, sol, admiradores e ainda mais, horas y más horas de arduo trabajo bajo techo. 
Al rato, ya instaladas, descubrimos que la situación era un tanto diferente. Era cierto que faltaba medio vidrio de una ventana de las que daban al mar, tal vez como consecuencia de alguna fuerte tormenta, pero la cosa pasó de trágica a cómica cuando vimos la “solución” que le había hallado nuestro amigo en los quince días que hacía que estaba: había metido por el agujero un almohadón azul peludo y gordo, que quedó encajado en la ventana y ahora rezumaba humedad y arena por todas las costuras. El agua del pozo olía un poco mal, como siempre que no se la ha renovado en varios meses, pero cuando sacamos seis o siete baldes volvió a salir tan clara como de costumbre. No sé si perfecta, pero al menos no olía a nada y si había bichos no se veían. En cuanto a la invasión roedora, se limitaba en realidad a un ejemplar, que fue pronto sacado de circulación. Esto no es un alegato en favor de la practicidad y femenina versus la inutilidad del macho solitario, pero que algunos en particular son medio negados para solucionar problemas domésticos, son.


Otro ejemplo:
_ Mariela, ¿me prestás tu peine?
_ No tengo, sabés que no uso. ¿Vos no trajiste?
_ No.
_ De repente hay acá alguno. ¿Buscaste?
_ Sí... encontré uno en el baño, pero está imposible de usar.
_ ¿Por?
_Todo mugriento. Es un asco.
Fui al baño. Prolijamente, sobre la fuente esmaltada que servía de lavatorio, había un inocente peine de plástico verde con un poco de arena por arriba, que demoré medio minuto en lavar. Para entonces, Antonio llevaba quince días sin peinarse.

Telón. Fin de la escena. No hay aplausos entre los espectadores, que se retiran cabizbajos.


Esa misma tarde tomamos las medidas del vidrio roto para ir a encargarlo al único lugar posible: el Súper Barrios, que funcionaba como almacén, barraca y farmacia. El señor Barrios nos miró lentamente, como calibrando nuestra capacidad para asuntos de hombres, y procedió a preguntarnos unas cuatro veces si habríamos tomado bien las medidas, porque usté vio qué fácil es equivocarse, esto es una tarea muy delicada, si se pasa dos milímetros ya no le sirve, por qué no va y lo mide de nuevo para estar seguros… Ante la seriedad de Laura y su firme negativa a repetir las mediciones al fin accedió a encargarlo, y a la tarde siguiente lo tuvimos en la casa.


Dedicamos un par de días a arreglos varios, combinando el tiempo de trabajo con la playa, las lecturas y los paseos por el pueblo. Colocamos el vidrio. Pintamos el exterior con aceite quemado, como protección contra el salitre. Arreglamos las bisagras de los postigones del frente y cambiamos dos de ellas, tras nueva negociación con don Súper. Desparramamos un carro de pinocha en la vuelta del rancho. De todo.


En la tarde del segundo día me senté con un libro en mi duna preferida al frente del 832. Andaba leyendo a Castaneda, enganchada con aquello de reconocer lugares propicios a nivel energético, así que quise rápidamente identificar el mío. No tuve que pensarlo ni un segundo; fui a una elevación tapada de plantas al costado de la vereda del frente y me senté a mirar el mar, en lo que sería desde ese día mi sitio de poder en el mundo. Es impresionante cómo uno se pierde en esa magia siempre igual y siempre distinta de la espuma, los colores, los sonidos de la playa, el olor del salitre. 

El movimiento de las olas nos va limpiando poco a poco. Nos saca primero las ganas de leer el libro que trajimos. Después elimina también las preocupaciones de qué comer o qué hacer o hasta cuándo alcanzará la plata. Dejamos de extrañar a los que no están o de soñar con los que no sueñan por nosotros. Al final no pensamos siquiera en lo hermoso que es el paisaje. El mar nos limpia para metérsenos dentro, para conquistarnos por completo. Quedamos en blanco, libres, en paz.


Mi no pensar fue interrumpido por una voz masculina al costado.
_ Hola.
Brillante abordaje.
Era el vecino de La Balconada (el rancho de al lado), un inquilino, que se acercó con el pretexto más transparente del mundo (“quería preguntarte, ¿ustedes qué hacen con la basura?”) y se quedó un par de horas charlando. Interesante. Estaba con su hermana y cuñado; fácil era ver que las vacaciones familiares ya lo tenían aburrido y andaba en busca de aventuras. Me invitó a dar una vuelta en gomón, lo que rechacé sutilmente con alguna excusa traída de los pelos; no quise decirle demasiado de golpe que ni loca me subiría a una balsita de esas, porque una en Valizas siempre tiene que tener un algo de aventurera y de amante de los riesgos.


Ya que estamos hablando de vecinos, el que sí daba para aventurarse era el del otro lado, el del rancho La Pajarera: un rubio de ojos azules, bronceado y con aire valicero pero prolijo. Lástima que mi duna preferida quedaba para el costado opuesto a su rancho, aunque de todos modos siempre que iba a sacar agua lo veía, porque compartíamos el uso del pozo. Un día se alejó por la playa y se detuvo en la soledad de las Malvinas. Como quien no quiere la cosa yo también (oh, casualidad) tenía que ir para ese lado, así que pronto le di alcance: lo encontré fascinado construyendo un castillo de arena con torres y todo. Una ternura.


Otro ejemplar masculino del que me hice amiga por esos días fue el Pichu. El Pichu era el perro más simpático del barrio, una especie de adolescente canino con un único problema, que era la excesiva insistencia con los presentes amistosos. Empezó trayéndonos ramas y maderitas que encontraba en la playa y depositaba puntualmente cada mañana en la puerta del rancho. Después vino con un trozo de lobo podrido, lo que menguó bastante nuestras demostraciones de afecto hacia él. Otro día trajo una bombacha arenosa, y al siguiente, para equilibrar, un calzoncillo. Ya no sabíamos qué hacer para evitar sus ofrendas, cuando una de ellas colmó la medida: nos dejó una billetera de las tortugas Ninja, con una cédula infantil y unos pesitos en su interior, y tuvimos que salir a preguntar a los vecinos por el niño, hasta que por suerte alguien nos contó que por ahí había un campamento de una escuela y dimos con el nene. Complicado el Pichu. ¿Cómo hicimos para educarlo? No hicimos nada, claro. Si no podíamos adoptarlo, ¿para qué quitarle sus diversiones? Siguió trayéndonos regalos y desenterrando los trozos de lobos podridos de la playa cuyo olor intentábamos disimular con baldes y más baldes de arena por arriba.


Volviendo al vecino de La Balconada, Ariel, las charlas amistosas continuaron. Por entonces ya estábamos solas Laura y yo porque Antonio, de acuerdo con lo previsto, acampaba con dos o tres amigos en la única zona arbolada y libre de Valizas, un pseudo camping gratuito que se armó junto al almacén del Beco, frente a la única cabina de Antel del pueblo. En los días siguientes también conocimos a la hermana y el cuñado de Ariel, que nos dejaron muy felices al contarnos que pensaban llevarse al Pichu para Montevideo.

Una mañana cumplimos Laura y yo con el ritual de la caminata hasta Aguas Dulces. Dada mi lentitud habitual cuando de orillas se trata los cincuenta minutos previstos se transformaron en un par de horas pero ni ella ni yo nos quejamos, porque la playa había despertado pródiga, tanto que cosechamos varios caracoles intactos y dos escudos de mar. No cruzamos a nadie en todo el camino, de modo que el paseo dio para mucha charla. Ella estaba pensando en separarse del marido, y esos días de quietud y alejamiento iban a ser como un momento propicio para tomar decisiones, aunque por ahora no veía muy claro qué hacer. La tarde anterior se había ido sola para el camping a tener una seria charla con Antonio, de la cual volvió a la noche muy deprimida. Es que mi ex, inicialmente amigo de Marcos, hacía mucho tiempo había decidido ponerse del lado de Laura, es decir que habló largo y tendido. 
El problema es que Marcos también pensaba venir a Valizas en esos días, y ahí probablemente iría a estallar todo, a no ser que esto se desactivara de algún modo. Cuando yo ya no esté, por favor, pensaba, mientras miraba cada piedra y cada cuchareta de la playa, que la cosa estalle después de que me haya subido al Rutas del Sol...


Ya en Aguas Dulces, se hizo el mediodía mientras transitábamos por la Gorlerito sumergidas entre polvo y salitre. En Antel hicimos una cola interminable para llamar a Suecia y contarle a Alfredo que estábamos en su mundo, pero no logramos comunicarnos. Laura le mandó una carta con diminutas cucharetas y un poco de arena rochense, terminado lo cual empezamos a preguntar dónde podríamos comer. Alguien nos recomendó Doña Tota, frente al mar, con comidas caseras, donde degustamos unos pescados deliciosos y descansamos de la caminata con larga sobremesa.


Aguas Dulces es bien diferente de Valizas. Tiene un ambiente familiar, con abundancia de criaturas que corren y señoras mayores, gritos de cuidado con esto, no te pongas al sol Flopi, no te vayas lejos Nahuel. Además hay luz eléctrica, lo que implica salones de maquinitas, casas con cumbias a todo volumen, gente mirando la tele en el patio. Y continuando con nuestra habitual sección Destruyendo a Aguas Dulces (diría Dolina), los ranchos están amontonados a lo largo de la Gorlerito (vaya nombre) y los autos pasan junto a la gente tapándola de tierra y olor a nafta. ¿A favor? La playa es bastante linda, hay un número infinitamente menor de pibes complicados que en Valizas, y está Doña Tota.


En eso estábamos cuando vi pasar a una conocida, María Alicia, la mejor amiga de Antonio. Charlamos un rato y terminamos yéndonos las tres a su rancho, sobre la avenida principal. La mamá y ella son como un calco de la mía y yo, recolectoras de orillas, solo que ellas mantienen una regla con la que nosotras no comulgamos, y es que jamás levantan algo que no esté intacto. Cuchareta rota, aunque sea en una esquinita, ahí se queda. Por estos lares, no somos tan estrictas. Depende. Ellas tienen el piso del patio trasero revestido de esas cucharetonas rosadas típicas de la zona, lo que extrañamente queda bien y no es decadente, y también hay redes en las paredes donde se exhiben las mejores piezas de la colección familiar. Pasamos un rato con ellas y a las cuatro, con el sol aceptable para una caminata de una hora, emprendimos el regreso por la playa.



A la vuelta a nuestro hogar dulce hogar una sorpresa nos esperaba: Antonio estaba instalado. Sus amigos teatreros no resultaron ser muy ordenados en las finanzas, se patinaron en un par de días lo que debía durar bastante más y volvieron para Montevideo. Él solicitaba asilo político en el rancho por el resto de su licencia. El lugar sobraba, y los “terribles” desbarajustes de sus primeros días ya eran cosa del pasado. Había vidrio nuevo, agua bebible, peine limpio, cero ratones, y dos mujeres que hicieran los mandados y le solucionaran los problemas. A
llí se quedó, por supuesto.
Ese fue el comienzo de algo muy raro. Mi relativamente reciente ex novio y yo conviviendo de vacaciones. Yo interesada vagamente en los vecinos de ambos lados del rancho. Laura planeando la separación. Marcos por llegar, sin la menor idea de nada. Antonio saliendo con una chica, que estaba viviendo en el pueblo con sus recientes ex suegros. 
Solo nos dimos cuenta de lo entreverado que estaba todo esa misma noche, en una cena con los vecinos de La Balconada.
_ Ese muchacho que está viviendo con ustedes, ¿es un amigo? -preguntó uno de ellos.
_ Sí... -empecé a armar la respuesta- Es mi ex novio, que se quedó sin sus amigos en Valizas y se vino con nosotras.
_Ah. ¿Era tu novio? ¿Y de dónde lo conocés? -preguntó el cuñado de Ariel, mientras preparaba los mejillones a la provenzal que habían sido la excusa de la invitación.
Laura tomo las riendas de la explicación.
_ Es amigo de mi marido. De mi ex marido. De mi futuro ex marido, porque me voy a separar. Y tal vez en realidad deba decir que él es ex amigo de mi futuro ex marido.
_ Parece medio entreverado pero nos llevamos bien. -aclaré.
_ Así que todos son como una gran familia llena de ex esto y ex lo otro, y conviven sin problemas.
Asentimos. 
Sí, nos llevamos bien. No vamos a entrar en detalles pequeños, como que Antonio estaba empezando a dar muestras de celos con respecto a Ariel. “Me parece que el vecino te quiere hacer ver las estrellas”, había sido su comentario cuando le conté de la cena. “Ojalá” fue mi respuesta, que lo dejó un poco descolocado. En realidad, no sé si tenía ganas de que pasara algo con el de La Balconada, pero la gracia era molestar a Antonio, cosa fácil de lograr.
La cena fue un éxito excepto por un pequeño detalle, que dejó descorazonado al cuñado de Ariel, y es que yo no pude pasar ni un solo mejillón. Lo intenté, realmente lo intenté, pero la consistencia chiclosa de esos bichos me da un asco terrible. Ahí el cocinero tuvo una grandiosa idea:
_ Mirá, vos no te vas de acá sin probar los mejillones, así que si no los comés a la provenzal los vas a tomar hechos sopa.
Y así fue. Preparó una deliciosa sopa que me reconcilió con los mariscos. Nunca volví a probar un mejillón, pero sé que gusto tienen.


Los vecinos de La Balconada nos llevaron esa noche a conocer el baile del pueblo. El Dunas quedaba muy lejos de la playa, en la ruta de entrada, al lado de la comisaría. Yo andaba un poco alejada de los agites en Montevideo y creo que nunca había ido a bailar a un balneario, pero de todos modos bastó con entrar para que me sintiera en mi elemento, aunque lo primero que oí fue uno de esos “¡profe!” que no quiero escuchar en enero. Era una alumna del liceo catorce, sorprendida de ver que yo era un ser humano, después de todo. Suele pasar.


Bailamos toda la noche. Colgamos nuestras camperas de los palos del rancho como vimos que hacían todos los demás (porque el Dunas es, esencialmente, un rancho grande), y no bien llegamos sonaron unos señores que desde ahí asocio siempre con Valizas: los Redondos. Bailamos hasta que ya no hubo música para seguir, a eso de las cinco, aunque unas cuantas siluetas siguieron moviéndose en la oscuridad de las calles, al compás de alguna interna melodía. Volvimos en el jeep de los vecinos por la playa. Es verdad que estábamos en contra del tránsito de vehículos por la arena, pero a esa hora dos kilómetros menos no eran nada despreciables. Atravesamos rápidamente la negrura del pueblo y la negrura un poco menos espesa de la playa, para arribar a la negrura de nuestros dos ranchos, con el Pichu esperándonos fielmente en la puerta del nuestro.


La noche estaba preciosa, demasiado como para dormirnos. Nos quedamos en el porche de La Balconada Laura, Ariel y yo, charlando mientras aguardábamos el amanecer, que se hizo esperar un buen rato. Ariel preparó un café, que fue muy bien recibido. Hacía un poco de frío y siempre, siempre, siempre hay viento en Las Malvinas, que es el nombre de nuestro barrio en Valizas. Café va, café viene, entre palabra y palabra, una silueta difusa se fue dibujando por la orilla del mar. Era alguien que venía arrastrando su humanidad con gran sacrificio. Era Antonio. Venía cansado, pero también furioso. Parece ser que lo cruzamos en el jeep a la salida del baile y él vino todo el camino seguro de que lo vimos y no quisimos llevarlo. Todo esto nos lo contó Laura, que se dio una vuelta por el rancho para saludarlo e invitarlo a un café en el porche, cosa que obviamente no aceptó. Antes de dormirse, masculló algo de que estábamos esperando el sol por el lado equivocado, que no saldría por el mar, sino por el monte.


El sol salió por el lado del mar (“pero ayer salió por el otro lado” porfió Antonio) y al rato nos fuimos a dormir, a la mejor hora del día. Eterno problema de Valizas: no existen horas que uno quiera sacrificar al sueño, todas deberían formar parte de la vigilia.


Dormimos poco. A media mañana el cielo estaba empezando a nublarse, con lo cual Laura y yo pensamos que este sería un buen día para ir caminando hasta el Cabo. Yo recordaba la caminata del Turismo anterior como algo digno de repetirse, así que allá fuimos.

Al llegar al arroyo descubrimos que la vieja historia de cruzarlo a pie buscando la parte menos honda no iba a correr ese día. Estaba crecidísimo, la correntada parecía más fuerte que nunca, y a la orilla había un barquito que parecía esperar pasajeros. Nos acercamos, fuimos informadas con pocas palabras de que el viaje se pagaba “a voluntá”, y cruzamos. 
El barquero era Rochita, un veterano parco como pocos. El mismo al que, mientras levantaba el rancho, un día Alfredo le preguntara:
-¿Y, Rochita, cómo van sus cosas?
-Bien.
-¿Y su mujer?
-Se fue.
Fin del diálogo.

Las dunas del otro lado del arroyo, la imagen más emblemática de Valizas, están cada año más bajas. Decidimos ir por la playa, camino más largo que el corte por los médanos pero mucho más pintoresco. A un paso normal, si no hay demasiados caracoles o escudos de mar por la orilla, se llega al Cabo en unas dos horas y media. La mayor parte de la caminata es en la larguísima playa del barco, la última de las cuatro que se cruzan, la más pesada. Se llama así por el esqueleto del Don Guillermo, un barco que encalló en la costa a principios del siglo pasado y ahí se quedó por años, hasta que alguna tormenta lo arrastró 
hace poco mar adentro. Es una playa de arena gruesa, que a te agarra medio cansado a mitad del trayecto, y te destruye. Parece que se avanza en cámara lenta, cada pie lo piensa dos veces antes de desenterrarse de los diez centímetros de arena que lo han tapado, aunque los paisajes, los sonidos y el aire puro compensan cualquier cansancio.
Antes de la playa del barco el camino es muy variado. Hay pequeñas playas, puntas rocosas, enormes paredes de arena al costado, en una soledad casi completa. Uno se cruza a lo sumo con diez o doce personas en todo el camino, lo que puede parecer un ingrediente más de la magia del lugar, salvo que recordemos quién está contando esto: la reina de las aprensivas. 
En cierto momento en que miré hacia atrás vi que venían cuatro muchachos a una cuadra de nosotras. Muy lejos para que su aspecto me indicara nada, pero ya me empecé a preocupar. Se lo comenté a Laura, quien demoró un rato en darse cuenta de que yo estaba realmente asustada, que no era una parodia de neurosis lo que estaba haciendo. Pobre amiga: en medio de la paz, el estrés ajeno. Al llegar a una de las puntas rocosas donde (como de costumbre) había un par de familias pescando, hicimos un poco de tiempo para que los muchachos nos pasaran y siguieran adelante. La verdad se impone, y es que no registraron nuestra presencia. Dejé de preocuparme, máxime cuando en la siguiente playa nosotras los cruzamos a ellos, que eran dos parejitas felices sobre las rocas, ajenos a cuanto los rodeaba. Sin comentarios.


Ese día no llegamos a recorrer la playa del barco porque una fuerte tormenta de viento nos desanimó a continuar, así que pegamos la vuelta. Es bravo el camino con viento, y peor con lluvia. Se armó en cuestión de minutos un techo de nubes negras y compactas que descargó contra nuestra frágil humanidad, hasta que llegamos al rancho. Obviamente todo pasó apenas encontramos un techo y ropa seca, pero ya no daba para más excursiones por el día.


La noche siguiente era la última que pasaríamos sin Marcos. Laura continuaba insegura acerca de lo que quería hacer, todo estaba un poco complicado, por lo cual juzgué que lo mejor sería dar por concluido el capítulo Valizas de mis vacaciones e irme el domingo a más tardar. Pocos días después arrancaría el capítulo La Paloma en febrero, así que tenía la mejor excusa para zafar de lo que se veía venir.


Temprano en la noche de ese viernes salimos, a eso de las nueve, Laura, Antonio y yo. Nos ubicamos en la terraza de un boliche de efímera duración sobre la calle principal donde comimos figazzas, encontramos algunos conocidos y mi ex me leyó las manos, basándose en los vastos conocimientos que sobre el particular había acumulado en los últimos dos o tres meses. “Acá veo a un hombre con el que tenés una larga relación amorosa. Hay rupturas, sí, pero también recomienzos; es alguien importante en tu vida, que va a estar siempre cerca tuyo, de un modo u otro”
_ ¡Voy a volver con alguien de mi pasado! - le comenté a Laura, ya de vuelta en el rancho.
_ ¿Vos le creés a Antonio?
_No sé... pero me dijo muchas cosas.
_ ¿Y no te agregó también que su nombre empezaba por “A”?
_ ¿Por quién lo decís? ¿Vos también creés que hablaba de Andrés?
_ Yo creo que más bien te habló de Antonio, m'hija...


No volví con Antonio, y tampoco con Andrés. Menos mal que tenía un buen trabajo como bancario, porque como adivino Antonio se podría haber muerto de hambre.



A las seis de la mañana hubo golpes en la puerta: era Marcos, que venía con su amigo Marcelo. Saludos, charlas superficiales, desayuno. No sé si el recién llegado se percató de que algo raro flotaba en el ambiente o si simplemente andaba con ganas de carretera y bagayo, porque al ratito nomás propuso que como estaba nublado nos fuéramos al Chuy a pasar el día. Como Laura también quería esquivar cualquier tiempo a solas con su marido, estuvo de acuerdo con la idea. Antonio no, por supuesto, porque habíamos hablado de ir a dedo, y semejantes aventuras no entraban en consideración para sus vacaciones.


Fuimos rápidamente hasta el Chuy, separados por género. Nosotras llegamos en una hora. Marcos y Marcelo, bus mediante, dos horas más tarde. Entre una cosa y otra se nos fue medio día en el emporio de los Garotos y las Herings. Volvimos al rancho al atardecer, justo a tiempo para cruzarnos en la playa con Antonio, que acompañaba a su nueva novia hasta el pueblo. Ella me cayó muy bien, especialmente desde que elogió con entusiasmo mi colección de escudos de mar, alineados prolijamente en un costado del entrepiso. Ya iban más de veinte, pese a que Antonio el primer día que llegamos me había sentenciado muy seriamente a no encontrar ni uno, porque “esta no es temporada de escudos”. “¡No es temporada!” le gritaba yo a Laura cada vez que encontraba uno, así como de vez en cuando le recordaba que en realidad el sol no sale por el lado del mar, sino por el monte.
No sé por qué, pero Antonio decidió volverse al pueblo y se alquiló una cabaña esa misma tarde.


Con Marcos, Laura y Marcelo, fuimos a bailar al Dunas. Como era fin de mes había menos gente que la vez anterior, así que danzamos por la pista a nuestro gusto. Apenas entramos en calor ella y yo nos quitamos los abrigos para colgarlos de los palos del techo, cosa que al rato fueron haciendo otras personas a nuestro alrededor, como siempre. Marcos, que no sabía en absoluto que ya habíamos incursionado por el boliche, quedó convencido de que habíamos inventado una moda, y no quisimos sacarlo de su error. ¡Somos tan creativas...!

Al día siguiente hubo que sacar de la galera otro paseo para ir posponiendo un poquito más el momento de la verdad. El destino elegido fue el monte de ombúes, al que pensamos llegar cortando campo. Hicimos dedo hasta la carretera, esta vez separados por parejas mixtas y pidiéndole a Marcos que se sacara de la cabeza un viejo pañuelito rojo que le daba cierto aire bandoleril. Ya reunidos a la altura del arroyo Valizas, junto al pueblo de pescadores, miramos a la distancia algo que podría tomarse por un monte de ombúes y hacia allá comenzamos a dirigirnos, bordeando el agua. Caminamos alegremente, sin prisas, por el pastito. Caminamos, caminamos, caminamos... y de pronto nos volvimos a encontrar en el punto de partida. Es que el Valizas avanza lleno de bucles y meandros, y habíamos costeado uno enorme, casi como en un círculo. Otra vez miramos a lo lejos el pseudo monte, otra vez empezamos a caminar, pero en esta oportunidad cortamos a campo traviesa, ya sin seguir más al arroyo. Todo fue fácil, hasta que llegamos a un alambrado a un par de kilómetros del monte. Del otro lado se veían diez o doce pacíficas vacas pastando, en un ambiente bucólico, pero a uno de los integrantes de la expedición le pareció que podrían ser feroces toros encubiertos, prontos a corrernos por el inmenso campo pelado hasta embestirnos e incluso lanzarnos por los aires, negándose de plano a continuar la marcha. Era yo. Propuse esperarlos ahí, pero no encararon, de manera que todos dimos la vuelta, dejando la excursión para un mejor momento. A la vuelta nos levantaron dos veteranos argentinos que estaban recorriendo la región en un motor home: unos encantos.


El desenlace de la telenovela de Laura y Marcos se dio después de mi partida. Las cosas estaban demasiado tensas como para prolongarse sin sobresaltos hasta fin de mes, cuando se suponía que todos volvían a Montevideo, y al día siguiente estalló la tormenta, metafórica y literalmente. Se vino un diluvio de esos que uno nunca querría que le agarrara en el rancho, al mismo tiempo que Laura empezó a hablar. Marcelo se refugió en el baño, para no interferir en los asuntos de la pareja, con lo que terminó completamente mojado, porque allí llueve como afuera, con los dos sapos del baño saltando y croando alegremente a su alrededor. Marcos se fue esa misma noche, acompañado por su amigo. A la mañana siguiente apareció Antonio, dispuesto a instalarse en el rancho para contener a su amiga en un momento tan difícil... sin contar con que por entonces Marcos había decidido que valía la pena intentarlo de nuevo, regresando en el primer ómnibus de la madrugada. Lo que dije antes: una verdadera telenovela de la tarde.

La de la fallida excursión al monte de ombúes fue mi última tarde en Valizas por ese año. El resto de mi verano tendría colores bien distintos, pero sin escudos de mar.

2 comentarios:

  1. mirala a mariela baile hasta el amanecer andando a dedo. presumiedno su superiodad ante los hombres y dandole celos a uno que evidentemente te funciono... faltaba que te dijera se llama antonio y esta enfrente tuyo... quien te viera... bueno me voyy a vivir mi vida en vez de chusmear vidas agenas.....chauuu

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  2. ¡Oh! ¿Ya se han acabado las crónicas del Valizas?

    Si es así, es una auténtica pena, porque las he disfrutado sobremanera.

    Un abrazo,

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