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sábado, 30 de junio de 2012

EL MUCHACHO DEL ESTÓMAGO VACÍO




EL MUCHACHO DEL ESTÓMAGO VACÍO


Nuestra relación tuvo, como todas, coincidencias y discrepancias. Concordamos en pequeñas cosas (el amor por los gatos, la obsesión recicladora, las etapas vegetarianas, las películas, las plantas en el living, las teles arrumbadas en un rincón, muriendo de aburrimiento, los viajes sin equipaje y decididos en cinco minutos) y en alguna de las grandes (la piel, poderosa y con voz propia).
Pero hubo tres cosas que nos diferenciaron notablemente desde un principio: su capacidad para encarar historias amorosas múltiples, mi fanatismo por un grupo de rock que él detestaba y el tema de la comida. Fue una historia efímera (en base a la primera de esas facetas) pero de haber durado más habría sido un desastre (en relación a las otras dos). 
“Mirá que Daniel come como una bestia”, había sido la advertencia de la amiga que nos presentó en un verano de Rocha, hace mucho tiempo. Y no se había equivocado. La criatura era capaz de cenar dos platos de lo que fuera como si nada. Una no entendía cómo con su metro ochenta y pico podía andar por el mundo pesando solo 63 kilos cuando arrasaba con los bizcochos, la miel, el queso casero y lo que fuera que hubiese en el rancho cual demonio de Tasmania con cara de ángel y grandes ojos claros.
Después entendí. La primera pista la tuve el día en que me quedé en su casa y encontré más imanes de rotiserías del barrio que alimentos en la heladera. Pensé que sería el típico hombre vago que vive solo y por no hacer mandados o limpiar la cocina prefiere comprar comida hecha, pero ese no era el caso, porque a Daniel las tareas de la casa le encantaban y muchas veces se jactaba de sus cualidades gastronómicas. Tampoco era falta de dinero. Lo suyo era más bien un síndrome Mario Levrero: un desorden tan absoluto en los horarios que cuando se acordaba de comer (por lo regular a eso de las tres de la mañana) ya no había almacén abierto ni delivery que lo atendiera. 
Varias mujeres se encargaban habitualmente (con mayor o menor instinto maternal de por medio) de paliar su hambre eterna e insaciable. Una de ellas era capaz de mandarle milanesas y torta de manzana a través de los no menos famélicos de sus amigos valiéndose de estratagemas casi infantiles, como esconder los recipientes disimulados en cajas no tentadoras o en los restos de una mudanza que se arrastró durante meses en el tiempo. Otra caía siempre a su casa con un buen plato de algo aunque fuera a la tardecita, sabedora de que él jamás habría almorzado a una hora tan temprana. Yo también debo haber aparecido a veces ante sus ojos convertida en la posibilidad de un chop suey de pollo o una bandeja de ñoquis de Tienda Inglesa, supongo.
En cuestión de comer, este hombre no le hacía asco a nada. Una madrugada lo vi prepararse rebanadas de pan con banana mientras mirábamos una película, porque no había más nada en su despensa. Otra vez, en mi casa, no pude dar crédito a mis ojos cuando se llevó a la boca un limón entero. Por no hablar del helado con varios meses de vencido. Del boliche de Piriápolis que ya estaba cerrado hacía horas cuando llegamos pero cuyo dueño accedió a prepararle una picada que se negó a cobrar, seducido también él por la limpieza y el hambre de esos ojos. O del tiramisú que hacía las veces de torta de cumpleaños de su mejor amiga y que Daniel fue saqueando pedazo a pedazo, diciendo como excusa cada vez que visitaba la heladera que la homenajeada quería una porción más, cuando ella no llegó ni a verlo siquiera.
Ahora lo recuerdo y me río, pero no puedo evitar pensar que desde el principio nuestra historias iban por caminos paralelos. Yo eternamente preferiré caminar dos horas diarias por la rambla para bajar mi incipiente pancita y él privilegiará el acostarse a mediodía y acordarse de comer cuando ya no hay dónde. Cada uno hace sus opciones de vida como mejor puede y sabe, y lo bueno es que son decisiones personales, que no se contagian a las personas de su entorno.

Seguiría contándoles más de él, pero los tengo que abandonar; me voy a visitar a la heladera, donde tengo cita  pendiente con un provolone. 
Buenos días. 

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