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viernes, 1 de junio de 2012

_HOLA... ¿SEÑOR FREUD?


Yo me había muerto.
Desperté en la cama de un sitio que no parecía la morgue porque tenía sábanas, frazadas y almohadas. Todo era normal, salvo que yo estaba muerta. Mantenía algo que aparentemente era el cuerpo y por la cabeza me pasaban pensamientos pero la verdad implacable no admitía dudas. Me había muerto. Sorpresivamente, como le pasa a tanta gente en los cuarenta. En ningún momento me ponía a pensar en la causa del suceso, solo sabía que había ocurrido hacía un par de días y que esto de la eternidad ya estaba empezando a aburrirme.
¿Y no era que uno sentía una inmensa paz, que veía la luz blanca y se encontraba con sus seres queridos aguardándolo? Yo no tuve el despliegue prometido. En esa casa sin ventanas solo estaban mis padres, que no estaban muertos. El argumento del sueño ahí flojeaba un poco, pero en el momento no me di cuenta. Me sentí estafada. Qué muerte más sin gracia. Y para peor yo sabía que esa situación de inmovilidad metafísica iba a prolongarse mientras no aprendiera, en ese limbo infame, aquello que en vida no pude desarrollar. Solo de pensar que iba a estar ahí muriéndome de ganas de salir y hacer algo hasta que al fin algún día tal vez controlara mi nivel de ansiedad (que amenazaba con dispararse a límites galácticos) me ponía frenética. Nunca iba a lograrlo.
En eso viene mi madre. Yo tenía una limitada capacidad de comunicación con los vivos, e invertí buena parte de ella en escribirle en un papelito todas las claves de acceso a mi mundo en Internet a fin de que se las pasara a mi amiga Diana, que debía tener la difícil tarea de decidir qué hacer con mis múltiples personalidades. Lo hice con lapicera en una vieja hoja de escrito, en medio de notas de mis alumnos y nombres de gurises a los que ponerle un uno por no traer el texto a la clase. Me extrañó que pudiera maniobrar con los implementos de escritura, porque siempre había pensado que los muertos no tenían un grado de materialidad tal que les permitiera interactuar con los objetos. Cada día se aprende algo nuevo. Escribí como pude las claves de entrada a mi sesión, de los cuatro blogs, los tres facebooks y los dos correos electrónicos. Pobre Diana, debe estar muy mal. Y mis alumnos, supongo. La familia, un poco. Mi ex marido. Las literatas. Los compañeros del 30. El vecino que me gusta y se iba a dar cuenta fuera de tiempo de que las cosas hay que hacerlas mientras se puede. Demasiado tarde ahora. Yo no estaba triste por haber muerto; estaba triste por ellos. Respecto a mí lo que predominaba era el embole del aprendizaje infinito que me esperaba y en el que no quería pensar demasiado.
Ya había pasado varios días de muerta cuando de pronto volví a la vida. Estaba ahí, simplemente, igual que antes, pero viva. Nada de despertarme en un cajón, por suerte; andaba caminando por un barrio cercano a la rambla, a punto de desayunar con un grupo de gente, en un día de sol. Gente a la que en todo momento les recordaba mi reciente peripecia: si (como sucedió al minuto) yo rompía una copa, enseguida comentaba “Bueno, peor era estar muerta”. Si decidíamos ir corriendo a la playa y me quedaba atrás les gritaba “¡Espérenme, que la muerte me dejó lenta!”. En ese grupo había un par de conocidos pero no eran mis amigos de la vida real, si bien en el contexto del sueño funcionábamos como compinches desde siempre.
Y ahí me desperté, contenta, liberada, comprobando con regocijo que había dormido diez horas seguidas. Diez horas.
Así sí vale la pena morirse.

1 comentario:

  1. Recién escribí, pero lo borró: demasiado milagro ya que pudiera entrar...Te decía que le encontraba como un justo medio entre un aire a Juceca y el roce en su punto con la angustia que- por suerte- no es eterna.Y que te queremos, y que sigas escribiendo eternamente...

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