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lunes, 18 de junio de 2012

AVENIDA OCÉANO ATLÁNTICO 832 (capítulo 1)







Habitualmente sólo tenía un par de mesas ocupadas con los incondicionales veteranos de siempre, pero a eso de las diez de la noche el Periplo cobraba vida y cambiaba de colores. Nosotros llegábamos en manadas ni bien salíamos de Bellas Artes, sedientos de grapamiel, historias y chimentos. La Escuela seguía abierta un rato más, en el que solo se quedaban los vocacionales discutiendo sobre un volumen o una tonalidad, y las señoras de los talleres que trataban de postergar por un rato la vuelta a sus hogares. Nosotros teníamos que marcar tarjeta en la oficina, de lunes a jueves y de abril a diciembre.
Julio apareció al fin por nuestra mesa para dejarnos las bebidas con el habitual gesto de mal humor, que ya hacía meses que había dejado de impresionarnos. Todo era parte de la mística del boliche: los rezongos del mozo, el aire irrespirable de humo y frituras, el gusto a crudo de las pizzetas, la veterana cantante de voz cascada que se instalaba en la vereda a entonar indefectible y espantosamente los mismos tangos y boleros. Por suerte esa noche la función había sido breve: al primer tema ya le dimos algo de plata y la encaminamos sutilmente hacia otra mesa, viendo que eran casi las once y nosotros seguíamos en veremos.
_ A mí algo no me queda claro: ¿vos ya hablaste con la dueña o estamos planeando todo en el aire?
Respiro hondo. Hace rato que entramos en un diálogo de sordos con Horacio. 
_ Ya te dije: había averiguado para una amiga, que al final no va. El rancho está libre. La hermana del dueño (que es la que lo usa) no piensa ir y lo alquila a veinte dólares por día. Si somos varios eso no es nada. Allá la comida es barata, no gastás en ómnibus, no pagás entrada al baile y además está lejos del pueblo, o sea que nadie te molesta para nada y tenés toda la playa para vos.
_ Medio embole, ¿no?
La cara de Mónica reveló cómo de pronto se iba desmoronando su fantasía de un verano agitado con cientos de admiradores pululando a su alrededor. Mala idea la mía. Tendría que enmendar la cosa, o no salía.
_ Yo qué sé, depende... El rancho está más o menos a un kilómetro del centro. Si querés ver gente están a un rato de caminata por la orilla. Si no, no están.
_ A ver, hacenos un dibujo del rancho. -dijo Gabriel, alcanzándome servilleta y lapicera- Si no nos gusta lo que hacés no vamos.
_ No, no. Yo no soy buena con las imágenes, mejor te lo explico con palabras. -me defendí, pronta a continuar con mi discurso.
_ ¿Por qué no lo explicás mientras vas dibujando?- me coaccionó  mi compañero, elementos de dibujo en mano. 
Claro, él como estudia arquitectura tiene facilidad para estas cosas, pero yo hago Bellas Artes, y a mí me dijeron que para ser artista plástica no hace falta saber dibujar. Aunque a veces no hay más remedio.
_ Bueno, ahí va. Acá está el mar. Si venís desde Valizas caminás, caminás hasta que llegás a una cabaña de madera con puerta roja, con postigones, y vidrios chiquitos. El rancho es hexagonal. Desde la playa ves el lado del frente, otro con una ventana celeste y otro con dos ventanas amarillas. Ah, y hay pinocha alrededor de todo.
_ ¿Para...?
_ Cosa del dueño, que dice que con eso frena la erosión, porque las dunas son muy movedizas. El techo es de paja y tiene otras ventanitas, acá, arriba. El pozo de agua está en el fondo. Es un precioso. Hay colchones y frazadas para todos. Bah, al menos para nosotros cuatro. ¿Le vamos a decir a alguien más?
_ ¿Alguien más? ¿A quién, por ejemplo? – la cara de Gabriel por un momento fue casi transparente. La cosa venía por el lado de Laura, mi amiga, compañera de la Escuela y reciente ex novia del futuro arquitecto. Ni loca me meto en ese baile. Zafemos.
_ Después vemos si pinta alguien más. Pero en principio, ¿vamos?
_ En principio vamos a la rambla a hablar tranquilos, que acá hay demasiado bochinche y no escucho ni la mitad de lo que se habla. -decidió Horacio.
-Vamos. ¡Julio! ¿Nos traés la cuenta?
-¡La cuenta, dice! Cómo si no tomaran todos los días lo mismo. -apareció el mozo por un costado, detrás del bigote con canas y la moñita negra del uniforme. -Menos mal que hoy, por lo menos, se van temprano. ¡Qué cruz dijo Fierro! 



Al final, poco fue lo que aportó la ida a la rambla porque era tarde y él último ómnibus ya salía, así que dejamos los planes para el fin de semana. Ahí sí, con un poco más de calma y de tiempo, nos juntamos en lo de Gabriel para planearlo todo. El "todo" sobra un poco: en realidad sólo decidimos la fecha del viaje y nos pusimos de acuerdo en la Regla Básica de No Molestabilidad Mutua. Libertad absoluta. Confieso que la más preocupada de que esto último se cumpliese era yo, no precisamente por Horacio o Gabriel sino por Mónica. Si bien los cuatro nos conocíamos superficialmente desde hacía un par de años, mi amistad con Mónica tenía solamente dos o tres meses e iba avanzando a pasos agigantados... Demasiado rápidos para mi gusto, al punto de provocarme nítidas proyecciones de días y días con charlas interminables y unidad indisoluble, y a mí nunca me han gustado las amistades instantáneas ni los eternos pegotes. Necesito aire, sobre todo en vacaciones y más aún en Valizas, con esa playa espectacular llena de caracoles y de barcos hundidos. De todos modos, mis amigas Laura y Analía (las de toda la vida, nótese el matiz) también iban a ir, aunque en la segunda quincena, cuando Gabriel y Horacio se volvieran. Así evitábamos roces entre los dos ex y de paso cambiábamos un poco de ambiente y de onda, lo que no nos vendría mal.



Como buenas niñas modositas, tanto Mónica como yo estuvimos de acuerdo en partir el dos de enero, para así pasar el Año Nuevo con nuestros padres, en tanto los hombres del grupo decidieron salir ya el primero, exprimiendo al máximo sus respectivas licencias. Todo estaba en orden, o eso parecía. Lo único  inesperado sucedió empezada la mañana de Año Nuevo, cuando recibí un llamado de la hermana del dueño del rancho para comunicarme un detalle, una pavadita, algo que tal vez nos vendría bien saber, de lo que ella se había enterado minutos antes por teléfono. Pensé que sería una recomendación de último momento, pero no. Era que una fuerte tormenta había tirado parte de la quincha y el techo estaba medio deshecho, con una bonita vista del cielo desde adentro. Oh, oh. ¿Cómo se había enterado ella de eso? Pues por una muchacha que había pasado el invierno en el rancho, que se suponía que a fin de año lo dejaba libre pero aún no se había mudado. Doble oh, oh. 
En realidad la tormenta había tenido lugar meses antes, pero se ve que la ocupante no había tenido tiempo de llamar a Montevideo para comunicar las novedades, lo cual es muy comprensible, si se piensa en el altísimo nivel de estrés de la vida en Valizas. No es broma: eso es exactamente lo que me dijo en una charla valicera días después, como justificación de su omisión y de un viaje a Florianópolis que iba a hacer para despejarse un poco. Evidentemente el nivel de estrés o descanso de cada vida no está directamente relacionado con el lugar en qué se vive. Yo también llegué, en cierto momento, a extrañar Montevideo estando en Valizas, así que puedo intentar entenderlo.



Como siempre pasa la primera vez en el verano la caminata hasta el rancho fue interminable. Y como sucedía en cada viaje íbamos con carga extra. Yo había llevado incluso una garrafa porque la hermana del dueño, harta de los robos, había dejado en el rancho menos que lo mínimo: camas, frazadas, ollas, los bancos, algunos platos y cubiertos. De manera que allá íbamos Mónica y yo cargadas hasta los ojos, con ropa de ciudad, totalmente fuera de entrenamiento para caminar por la arena, transpirando y resoplando furiosamente bajo el sol del mediodía. Hasta que lo vimos.

2 comentarios:

  1. Pues a mí me parecen unas memorias fantásticas, Mariela. Bien trenzadas, con una prosa con gran pulso narrativo, elipsis ajustadas y sobre todo, interesantes.

    Para mí, también son evocadoras. Valizas, Aguas Dulces, el Polonio, incluso La Paloma. ¡Cuántas aventuras, cuántos recuerdos!

    Desde este humilde cajón de comentarios, reclamo el resto.

    Un abrazo,

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  2. Me trae inmensas memorias de mi juventud, como si hubiese abierto un cajon lleno de pañuelos de colores y cada uno de ellos fuera una fotografia abierta delante de mi presente tan estable extrañando esas noches de nauctilucas y sonidos de guitarras a la distancia , disfrutando la arena fria de las dunas.con ese cielo lleno de millones de estrellas ,besando algun amor magico del momento.

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