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sábado, 23 de junio de 2012

Avenida Océano Atlántico, 832 (capítulo 2)




“Es el rancho más lindo de Valizas”. Esa fue la definición que nos había movido a conocerlo, tres años atrás. El definidor era el esposo de Laura (la hermana del dueño), y los convencidos fuimos seis de sus amigos en la semana de Turismo de 1991. Como suele pasar, la primera impresión distó mucho de concordar con nuestras perspectivas. Habíamos llegado a una cabaña colorida pero pequeña, con baño afuera y sin demasiadas comodidades. Sólo había tres camas, una endeble mesa en el centro, alrededor del pilar que sostenía toda la estructura, cuatro banquitos y una hamaca paraguaya colgada a un costado. Nos miramos. ¿Eso era todo?


No lo era. También estaba el mar enfrente, el monte al fondo, las dunas, los pájaros, la isla, los caracoles, las luces de Aguas Dulces en la lejanía de la noche. Un enamoramiento me (nos) fue ganando rápidamente, y a los cinco minutos ya habíamos caído en sus redes. Por supuesto que estábamos en el mejor rancho de Valizas, ¿quién podría dudarlo?


Alfredo, de paseo en su país después de largos inviernos suecos, se paró un día frente al mar y dijo “acá voy a construir mi rancho”. Mariela, después de una mañana juntando caracoles, se sentó ante la puerta del frente y dijo “este es mi sitio de poder en el mundo”. Y de acá no me mueve nadie, faltó agregar.


Me imagino a Alfredo mientras levantaba su vivienda. Tuvo que acampar durante unos meses antes de tenerlo terminado y habitable. La gente del lugar lo observaba trabajar sin opinar mucho, pero con la mirada le decía todo. ¿Dónde se ha visto rancho hexagonal? ¿Cómo va a hacer un techo con tanto lado? Y la verdad es que tal vez no hubiera llegado a terminarlo si no fuera por la ayuda del Correcaminos, Señor de los pozos de agua y de las construcciones precarias. El Correcaminos, alias Marcelo, aportó sus sólidos conocimientos en la materia para dar forma a los sueños del sueco loco ese, hasta que el 832 fue una realidad.


Un par de años después caí yo. Iba con mi novio Antonio, una pareja y dos muchachos, todos cansados, porque viajamos sin asiento. Ya habíamos subido al Rutas del Sol en Avenida Italia cuando nos dimos cuenta de que uno de los muchachos, Fernando alias el Plomo, los había pedido para el domingo en vez de para el sábado, y nuestra ansiedad no dio para postergar el viaje a pesar de las horas que duraría. Al llegar a Valizas el chofer tuvo que avisarnos que era el destino, porque todos éramos primerizos en el pueblo. En la agencia de ómnibus nos esperaban, sonrientes y descansados, Laura y Marcos. Éramos ocho personas: capacidad colmada. Hubiera sido perfecto si eliminábamos a la otra pareja y a los dos muchachos, pero así es la vida.


Fue una linda semana. Mis compañeros debieron acostumbrarse a mis larguísimas ausencias cada vez que arrancaba a caminar hacia Aguas Dulces, y lo hicieron bastante bien. El primer día encontré un escudo de mar intacto en la arena y ya no me paró nadie: la obsesión recolectora afloró con más fuerza que nunca. Pasé la semana entera a la orilla del mar. De vez en cuando me juntaba con mis amigos humanos a jugar a la paleta, hacer mandados, ir al pueblo a comer pizza baratísima, cantar al son de la guitarra de Marcos o criticar a la macheta del grupo, que cuestionaba para qué gastar en Jugolín si podíamos tomar el agua sola.


Un mediodía intentamos asar una corvina en el fondo haciendo un pozo en la arena para proteger a la parrilla del viento, pero hubo que doblegarse ante las evidencias de imposibilidad, aceptando el hornito de primus como sustituto viable. Ese fue el único día en que intenté explorar el monte de acacias del fondo, a media cuadra del rancho. Nos metimos Laura y yo muy decididas, a buscar leña para el asado. Yo me sentía poco menos que un Jacques Cousteau de las orillas, con todo el bagaje de experiencia acumulada en muchas acampadas con mis viejos por montes varios, pero la valentía me duró exactamente tres minutos, hasta que vi una víbora verde junto a la rama que iba a levantar y salí a los gritos pelados con las manos vacías. Fin de la exploración.



La excursión estrella de las vacaciones fue la caminata por la playa hasta Cabo Polonio. Íbamos todos excepto Antonio (siempre con problemas de columna) y Marcos (que se ofreció a acompañarlo en el jeep de El Francés). A mí no me convencían de ir en jeep y perderme la playa de ninguna manera. La caminata fue preciosa; los paisajes del otro lado del arroyo son increíbles, con enormes rocas junto al mar, islas que parecen estar a un par de metros de la costa, caracoles, aves, impresionante.


En cierto momento, mientras rastreaba a toda velocidad el paisaje en busca de tesoros, vi una cosa verdosa junto a la duna: era un escudo de mar. ¡Un escudo verde! Se lo di al Plomo para que lo pusiera en el bolsillo de su mochila y seguí buscando, pero fue una mala idea: no sólo no encontré ningún otro sino que ese se fragmentó en mil pedazos, desintegrado cual espejismo del desierto. Desde ahí supe que a los escudos hay que protegerlos al máximo y llevarlos en un recipiente adecuado, pero nunca más encontré uno verde. Lo del recipiente no es difícil: en la playa  hay latas, botellas, hasta lamparitas de luz tiradas contra las dunas. Preocupación ambiental, limpieza de playas: cero. Qué se podía esperar en esa época de un Intendente como Adauto Puñales, con aquello de que la Intendencia es un pulpo con la cabeza en Rocha y los testículos por todo el departamento, en fin.


Ya en el Cabo, reunidos con Marcos y Antonio, fuimos a comer milanesas a un bar rural y poco turístico: lo del Zorro. Más tarde nos acercamos al faro, entre cuyas rocas pasé horas recogiendo caracoles y cucharetas. Algunos de los otros se contagiaron de mi obsesión por un rato, con una motivación práctica, ya que pensaban hacerse pulseras y tobilleras. Había montañas de conchilla; allí se podría encontrar casi cualquier tesoro. Fui la última en abandonar la playa, después de varias intentonas infructuosas de Antonio por moverme del lugar. Cuando al fin condescendí en ir al sitio en donde paraban los jeeps de El Francés el último de la jornada ya se había ido. En esa época la frecuencia de viajes era muy escasa y a las cinco se terminaban.


La cara de Antonio fue un poema; estaba harto de que durante todos esos días yo le diera más corte a la playa que a él y encima lo hacía perderse el transporte cómodo, que ya había pagado. ¿Qué íbamos a hacer? Para los otros no era ningún drama; de todos modos habían pensado volverse caminando, así que emprendieron la vuelta a pie por la playa, y en unos minutos se hicieron diminutos en la lejanía. Nosotros tuvimos que apelar a un sistema de transporte largo y zarandeado: el carro. Era la variante arenosa del popular sulky, con un par de caballos que sufrían la gota gorda para arrastrarnos por las huellas de los jeeps entre la arena suelta y pesada. Demoramos casi una hora de bandazos por el medio de las dunas, matizados con quejas y resoplidos antoniescos, con furibundas miradas dirigidas a mi inocente persona. Parecía que ese era el golpe definitivo del destino a su endeble estructura ósea, y cualquiera pensaría que después de esto no podría caminar bien en toda la semana, pero al final sobrevivió sin mayores secuelas. Poco tiempo después se prohibió el transporte con carros por las dunas, por suerte para los pobres caballos y también para el Francés, que quién sabe si no tuvo que ver con eso.


Ese Turismo pasó volando. Meses después yo rompía con Antonio y como daño colateral (diría Bush) terminé a la vez con sus amigos, Laura y Marcos entre ellos. Los dejé de ver hasta enero del siguiente año, 1992, cuando recibí en mi casa una llamada de Marcos invitándome a ir al rancho con Laura. Sorpresa, sorpresa. Ella iba sola y su maridito (agréguese cierta ironía a lo de “maridito”) estaba tan preocupado que se ocupó personalmente de buscarle una compañía y como sabía que nos llevábamos bien se le ocurrió llamarme. Debo haber demorado unos cinco millonésimos de segundo en aceptar, si bien por delicadeza esperé a colgar para empezar saltar a los gritos en mi casa. ¡Valizas, Valiiiiizas!!

2 comentarios:

  1. ¡Genial, Mariela!

    ¿Hay más o hemos llegado al final?

    Un abrazo,

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    Respuestas
    1. Hay, Pedro, hay...

      Vos avisame cuando me ponga densa, y entro a resumir.

      Beso.

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