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martes, 19 de junio de 2018

Cuento de invierno




Nunca me va a gustar el frío, pensé, mirando a la gente a través del vidrio empañado de la ventana. Todos embutidos en camperas, gorros, bufandas. No dan ganas de abrazar a nadie. Todos se apuran, nadie mira a los ojos. Nadie sabe quién sos. 

Aparté la mirada del vidrio sucio del bar y traté de concentrarme, pero no lo logré del todo. La mesa era demasiado grande y el barullo de la gente alrededor y del partido en la tele sobre nuestras cabezas me impedían escuchar a la persona que leía. Era una chica de voz grave; el texto decía algo sobre úteros y hospitales. Todas las cabezas estaban inclinadas en su dirección y los demás parecían irla siguiendo sin mayores inconvenientes. Debe ser cosa de la edad, cada vez escucho menos, me dije, terminando de distraerme.

Esa noche había por lo menos otras seis mesas ocupadas en Las Flores. De algunas solo veía un fragmento de escena: la espalda del hombre canoso cerca de la puerta, las caras de la mamá y un niño de la familia comiendo pizza en la mesa de enfrente, la parte de arriba de los mozos tras el mostrador. Un par de adolescentes enamorados jugaba a sacarse fotos simultáneas con los celulares. Dos ancianos acababan de reencontrarse frente a la barra y conversaban con evidente alegría y pocos pelos. Infinidad de botellas polvorientas sobre los estantes, y los infaltables paquetitos de chicles en un costado de la vitrina, al lado de empanadas y pascualinas.

En mi mesa, la chica de voz grave había acabado la lectura y comenzaba el momento de las devoluciones. Yo seguía sin poder escuchar la mitad de lo que se decía pero no importaba, porque igual no había atendido antes. La grapamiel no era Valdi. Serrana, capaz. No me daba cuenta. Alguien pidió un fainá, y uno de los mozos gritó un gol que al final no había sido. La dinámica de continuar el taller en el bar había parecido al principio una solución. El sótano donde nos reuníamos todos los martes terminó inundado con las lluvias de la tarde y Las Flores quedaba a pocas cuadras, pero nosotros éramos muchos y la mesa se hizo demasiado larga. De los cinco compañeros a mi izquierda, incluyendo al profesor, no percibía más que unas matas de pelo y algunas narices. Enfrente sí, veía rostros, y escuchaba la mitad de las palabras. Los de mi derecha, arrinconados contra el costado del bar, de vez en cuando se consultaban sobre lo que había dicho alguien en el extremo opuesto. De alguna manera, pese al partido, a las voces de otras mesas y al frío que nos esperaba más allá de la puerta, igual estaba buena esa ceremonia. Había un ritmo como de olas que se alternaban con cierta suavidad perezosa. Lectura, comentario, grapamiel, sugerencia, lectura, mirada, comentario.

Esa noche la reunión terminó un poquito después de lo habitual. Nos quedamos un rato con el tema de dividir la cuenta y saludarnos esquivando mesas y sillas. Mientras me demoraba para comprar unos chicles y después hacer la cola para el baño vi cómo la gente del taller se iba yendo, en grupos o de a uno. Voy a ver si los alcanzo caminando rápido, pensé al salir, dirigiéndome a la puerta, pero una voz familiar pronunció entonces mi nombre y ya no pude dar un paso más. 

El hombre de las canas, al que hasta entonces solo había visto de espaldas, me miraba fijamente y trataba de sonreír. Evidentemente, el encuentro lo había dejado casi paralizado. Capaz que si lo hubiera pensado un segundo me habría dejado pasar sin mirarlo, pero esas cosas no te dan tiempo a meditar, solo suceden. 

_ Hola. -murmuré, cayendo como  bolsa de papas en la silla de enfrente. -Hola, no lo puedo creer. Sos vos.

_ Soy yo. Un poco más viejo. Vos estás igual.

Lo miré. Él bajó los ojos. Las canas no eran la única novedad; en su frente había caminos, surcos, recorridos que nunca había visto. Estaba flaco. Los años no habían sido piadosos con él. Por un momento nuestras miradas se cruzaron. Me tomé su vaso de agua mineral, para disimular, y traté de hablar sin que la voz me temblara.

_ Pensé que nunca más iba a verte. ¿No estabas en Suecia?

_ Pero volví-.  respondió- Volví hace tres meses. ¿Querés un café?

Me miró con un intento de sonrisa. Yo hice un esfuerzo sobrehumano y me aguanté las lágrimas. 

_ No. Pedime una grapamiel. Sin hielo.

Hacía media vida que no lo veía, pero recuerdo perfectamente el momento de la despedida. Cómo me abrazó al final, cómo se fue caminando encogido, como sin fuerzas, en una tarde helada y de viento. 

_ Te extrañé, ¿sabés? -me dijo- Sos la única persona que he extrañado en la vida. No hay día en que no tenga ganas de verte, pero no tenía cómo ibas a reaccionar si te buscaba.

Traté de mirarlo con enojo, pero me salió el dolor de adentro. Eran demasiados años de abandono. Ya no había furia, solo una herida que ninguna charla de café ni ninguna de sus miradas de ahora iban a poder cerrar, nunca.

_ No te gastes, que no voy a creerte. Pero hablame de vos, y no mientas. Sabés que no podés mentirme, porque me doy cuenta. 

_ ¿Qué querés saber?

_ Todo. 

Y me lo dijo. Me habló de su casa en Upsala, de su perro Fidel (“igual al Frodo, ¿te acordás del Frodo?”), de su trabajo en la Universidad. Del matrimonio con Paula, del divorcio, de los líos por la plata. Yo también le conté de mis cosas, pero menos. Nunca más voy a confiar en vos, pensaba, me dejaste. No te importé. Fuiste una mierda.

A las horas vino el mozo con la cuenta, porque ya estaban cerrando. Él propuso acompañarme hasta la parada, y me negué. Capaz que el camino hasta 18 se hacía largo y oscuro, pero necesitaba irme sola, o al menos sin él. 

_ Mari… Me gustaría pasar un día por tu casa y conocer a tus nenes-. Me dijo- ¿Puedo?

Lo miré. Tenía los ojos llorosos y la voz le temblaba. Estaba a punto de decirle que no, cuando estiró la mano y me la pasó dulcemente por la cabeza, desordenándome el pelo. Fue solo un segundo; en seguida la retiró y bajó los ojos. Yo di un paso atrás, pero acusé el golpe. 

_Está bien-. Le dije, aguantándome las ganas de abrazarlo. -Pasá cualquier día de entresemana, que mamá los deja temprano, pero dame un par de días para prepararlos. Ellos no saben que tienen abuelo. 

Y me fui. 

La noche estaba aún más helada que antes, ya no quedaba casi gente caminando. No había andado ni diez metros cuando escuché el ruido de la cortina metálica del bar que cayó con un estrépito de bomba sobre las baldosas. 

Ojalá que el próximo martes no llueva, así el taller vuelve al sótano de siempre, pensé. No me gustan los bares de viejos, nunca me gustaron. Son traicioneros. 

Y seguí caminando.


domingo, 3 de junio de 2018

Junio 2018





Salgo de casa a las dos de la tarde, para hacer unos mini mandados. El vecino de enfrente está juntando las hojas secas del jardín.
_ ¿Cómo andás, Jorge?- le pego el grito- ¿Muy nervioso?
_ Hola... ¡No me aguanto yo mismo! Salí a limpiar el jardín para descargarme.
En la puerta del gimnasio de la esquina, ocho o diez jóvenes cantando a todo trapo, con tambores y medio tanque: "Cómo me voy a olvidar... sos lo mejor que me pasó en la vida!" 🎵
La mitad de las casas y los autos embanderados. La gente expectante. Una pantalla gigante en el Intercambiador. Murales. Niños que pasan cantando "gloriosaaaa celesteee". Mi prima Estrella que me grita desde la vereda de enfrente de Camino Maldonado si quiero ver el partido en su casa. 

Yo qué sé... el fútbol me importa tres pitos, y la patria otro tanto, pero o esta emotividad es altamente contagiosa o ando en unos días muy sensibles, porque camino la mitad del tiempo con una lágrima de emoción en el alma (y a veces en los ojos).



¿Qué me vienen con un futbolista al borde del área? Carreras son las que pego yo cuando la computadora me avisa que se acaba la batería y recuerdo que dejé el enchufe en el piso de arriba.



Un camión y dos camionetas. Un montón de funcionarios de UTE trabajando en la cooperativa, que sigue sin luz. Los vecinos pasan, hablan con ellos, largan una risa y todos terminan con lo mismo: 
_ El sábado no nos vayan a fallar, ¿eh?


Me pregunto como sería el ambiente del barrio si ayer hubiéramos perdido. Me pregunto.



¿Pueden creer que desde la mañana no hay electricidad en mi cooperativa? 
(Todo para decir que las mejores intenciones de dieta fracasan cuando una llega a una casa a oscuras pero sabe que hay un bar abierto a un par de cuadras, con wifi y enchufe de cortesía para los celulares de los clientes preferenciales)



El muchacho vende lapiceras una por 30, 2 por 50, y explica que además de su función habitual también sirven como palito de selfie, matamoscas y hasta paletas de ping pong. Es bello, tiene una sonrisa enorme, y habla con mucha corrección. Termina su discurso disculpándose por estar disfónico, pero “la voz se me fue gritando los tres goles de hoy”. 
Vendedor: inteligencia. 
No dudo que lo que dijo es verdad, pero especificarlo le gana los favores de medio bus, y cuando se baja ya ha vendido muchas lapi-pali-raque-matamoscas. 

Lo dicho: vendedor: inteligencia, e Inteligencia mata indiferencia. 




Corrí al ómnibus. Se detuvo. Extrañamente, aún tenía válido el boleto anterior.
Se vació un lugar. Encontré al sentarme que había en él un paquete sin abrir de Halls de miel. Se las di a un hombre con niña en el asiento de enfrente. Los dos sonrieron y dijeron “gracias”. 
Se vació un asiento con ventanilla. El ómnibus va calentito, solo sube un cantor, de buena voz y un solo tema.


Karma de 103. Pequeñito pero de respuesta inmediata.





Los dos muchachos buscaron un sitio en el medio del 103 Carlomagno, pidieron disculpas si ocasionaban alguna molestia y comenzaron su acto. Tomó la palabra el más canchero, que hablaba con una evidente impostación, como cuando uno juega a hacerse el locutor de radio. 
_ Buenas tardes. Y cuando uno dice “buenas tardes en general lo que escucha es...?
Uh. Sonamos. Graciosito. 
_ Vamos a hacer un poco de música. Bueno, ¿qué otra cosa podríamos hacer con este instrumento?- prosigue, y me aguanto las ganas de realizarle un par de sugerencias. 
Tocan (muy bien) una versión movidita de “Hasta que me olvides”, y el señor impostado toma de nuevo la palabra.
_ A ver si saben... ¿de quién es este tema?
Silencio sepulcral. La gente los ha aplaudido, pero la tarde no está como para test de memoria.
_ ¿De quién es este tema, señores?- repite, y ante la falta de respuesta agrega: 
_ Bueno, se ve que nos falta un poco de cultura general... Es de Luis Miguel, señores, del disco, bah, del casette Aries.

Listo, lo que faltaba. Aturdida, invadida y ahora insultada por un luismiguelero. Cerrá y vamos!




Paso por el salón comunal de mi cooperativa, usualmente tan callado y solemne, y me sacuden las notas a todo volumen de Obladi-Oblada. Es el cumpleaños de Paul Mc Cartney, pienso mientras camino medio distraída con las bolsas de los mandados, y acto seguido soy sacudida por una idea jamás antes formulada en mi cabeza: ¡hay vida en COVINE 5!!! 

Epifanías de lunes por la mañana, estimados. Que empiecen bien la semana, y que sea con la música que más les guste.




Domingo soleado por la mañana. Estoy corrigiendo escritos sobre la Biblia mientras escucho música clásica de fondo, en este momento "Adagio en G Minor", de Albinoni. 
No entiendo por qué, pero youtube me ofrece como sugerencia algo que se llama "Free Depression". 

Voy a hacerme un café, y capaz que me paso a Buitres. Por las dudas.





¿Se acuerdan del bus del que hablaba hace un par de días, el que estaba LLENO de órdenes bajo la forma de carteles? Acabo de subir a otro que me explica las normas de comportamiento, solo que este apela a la indirecta.

“Hoy una embarazada y una anciana que estaban de pie me miraban mucho. Seguro que me confundieron con alguien.”

Yo (de verdad) no sé en qué omnibuses viaja la gente que hace (o la que aprueba) estos carteles. Viajo por lo menos en dos por día, y siempre se le da el asiento al que lo necesita. Capaz que a veces uno va en otra y no percibe lo que le rodea, pero si se ve, se actúa. Nunca (NUNCA) vi que alguien tuviera que seguir parado más de diez segundos después de pedirse un asiento. Basta de decirme que debo hacer lo que ya hago y no podría dejar de hacer. “Pasando al fondo que hay lugar”, por ejemplo.


Viernes quejoso, exacto. Ya va a pasar.




“El que nace pichi, el que crece pichi es pichi, más allá del poder”, dice una voz molesta y conocida que taladra mis oídos cuando emerjo de la siesta vespertina de 103. ¿Hace falta, señor chofer, hace falta poner esto a todo volumen? No sé de qué habla pero la terminología lo delata, más allá de todo intento de disimulo. Lamento mi siestus interruptus. Y me paro, porque por suerte ya voy llegando a destino, justo cuando sube un cantor disfónico y desafinado como el que más. “¡Ay ay ay ay... ay ay amor... ay mi morena de mi corazón!”





Llovizna. Llovizna siempre. Entre sombras, presagiando luces que no llegan, un gris espeso de piedra y de silencio. La ciudad cierra sus ventanas. Por las calles se deslizan cuerpos apurados. Veo la vida desde atrás de un vidrio empañado con rastros de tierra, de polvo, de hojas secas y manos indecisas. 
Martes de noche en Montevideo. Algunas letras, voces, tiempo compartido. Qué más. Qué menos




El hombre es un cincuentón, de pelo larguito, con aire de artesano. Se para y habla con el chofer del 103:
_ ¿Me avisa en San José?
_ Eeeh... San José es la paralela a 18. San José y qué va usted?
_ Voy a San José. ¿Es la que viene?
_ No, San José corre como 18. Esta es 18, la primera para aquel lado es San José. 
_ Yo me tengo que bajar en San José. 
_ Lástima que no sabe en qué esquina. Tiene que bajarse, cruzar 18 y buscar la primera que corre como esta. 
_ Ah... Yo bajo en San José...
_ Sí, le conviene bajarse en esta y ver.

Bienaventurado seas oh, tú, chofer de infinita paciencia con el que puedo sentirme identificada, especialmente cuando vengo de un escrito de la Biblia en el que me preguntaron si Jesús era el mismo que Moisés y si aparecía mencionado en el texto.


Oooom.




Dos chicas en el ómnibus, de unos 13 años, una a mi lado y la otra parada. 
_ Fa... el lunes van a dar el carnet.
_ ¿Y qué problema, boluda? El primer carnet siempre es el más lindo, porque es el de mejores notas.
_ Es que tengo 7 bajas.
_ Ta, pero el año pasado ¿cuántas tuviste en el primer carnet?
_ 10. 
_ ¿Ves? El primero siempre es el mejor, y aparte con 7 bajas estás re bien, boluda. 
_ Sí, tenés razón.


Profesora entrando en modo contención de discurso “Andá a estudiar o qué te pensás que hacés en el liceo”, en 3... 2... 1...




Tienda Inglesa llena un viernes a la caída de la tarde. Paso rapidito, apenas para comprar un par de cosas, y me detengo ante una promotora parada prolijamente frente a una bandeja llena de mitades de huevo duro pinchadas con un tenedor de plástico. 
_ Buenas tardes.
_ Hola.
_ ¿Gusta probar los huevos duros envasados Prodhin?
_ ¿Cómo? 
_ Son 5 huevos duros pelados y envasados en un paquete como este.- me dijo la chica con voz de ángel.
_ Estoy totalmente en desacuerdo con la idea- aclaré con amabilidad- pero igual voy a probar uno. 

Dejé a la muchacha con su trabajo antiecológico del que ella no tenía la culpa y me fui, comiendo mi medio huevo duro, y preguntándome qué sentido tenía ofrecer una muestra si el huevo es igual a cualquier otro sin envase. Cosas que pasan.




Esto de las nuevas narrativas hace unos años que me parece de lo más interesante, pero no sabía que ya había concursos y todo. 
Vamos a entendernos: esto no es una nueva forma de hacer cuentos, es otra cosa, así que si caemos en "el libro de papel nunca va a desaparecer", "no vas a comparar a esto con Quiroga", etc, le estamos errando al bizcochazo. No es un cuento. Como no tiene nombre, por ahí andan boyando denominaciones tentativas. Las historias pueden ser un poco simples al principio, pero que se vienen, se vienen.

#HistoriasDelHilo





_ Hola mi amor quiero saludarte en nuestro aniversario decirte que estoy muy feliz de que hace un mes seas mi esposa sos mi rayito de luz soy muy feliz contigo sos una hermosa mujer.

El mensaje de voz es leído con cariño pero sin la menor entonación, lo que me hace sospechar un papelito en la mano del enamorado, que llama a la radio para dedicar un tema pero antes prepara su discurso aniversario. La canción es Dancing in the dark, y al terminar la locutora de voz empalagosa nos informa que el dedicante se llama Salvatore, que hace 4 años que conoce a su flamante esposa y que se pasa las horas jugando con su perra Donna.

El 7A continúa su avance por Tres Cruces, mientras la pasajera del asiento de adelante no termina de decidir si hizo bien o no en tomarse el primer bus que pasara por la parada. Es como un viaje a la radio de la infancia, pero si a mí ya desde chica me asqueaban Aquí está su disco, el señor Bello y la Bombonería Palay, ni te digo Radio Disney a las siete y media de la mañana un martes de invierno en 2018. 
Creo que a veces me gustaría no hacer, no pensar, no andar en ómnibus no escuchar radio. Básicamente, preferiría ser Donna. Pero solo a veces.


Siempre hay un momento en el viaje en que se apagan las luces del ómnibus y quedan apenas los indicadores del pasillo y el baño. Suele ser al dejar atrás una ciudad, en el mismo momento en que el afuera se hace negrura sólida y sin fisuras, especialmente cuando la noche no tiene luna ni estrellas ni relámpagos. Las voces de los pocos pasajeros, esos que sin ver sospechamos, bajan el volumen, se perlan de bostezos y terminan muriendo despacito. Hasta el aire acondicionado se apaga sin que nadie más que yo lo perciba, o eso creo, en medio de la oscuridad y el silencio más absolutos de este viaje desde el pasado hacia el presente. 
Habrá que entrar en modo introspectivo, pienso, habrá que pensar, evaluar, decidir, cambiar, empezar, terminar, buscar, pienso, hasta que echo una mirada de reojo al cartelito encendido en el techo, debajo del portaequpajes: salida de emergencia. 
Abro el ipad y me pongo a leer una novela. 
Hoy no será. Hoy no.




Otro día gris en la Merín. Mis viejos desayunan mientras charlan sobre las noticias policiales de la radio y discuten respecto a qué clase de caca hace cada uno de sus gatos, si es pequeña o grande, sólida o medio líquida. En cierto momento su agradable coloquio matinal se interrumpe para llamar al electricista del pueblo, por el pequeño detalle del agua de lluvia corriendo encima de los cables de la electricidad. Trato de leer algo pero en esta casa no se conoce el concepto de “concentración”. No da para salir a caminar porque aún llovizna de vez en cuando. Si miro por la ventana del frente hay una perrita negra de un vecino en el portón, mirando para la casa con cara de hambre. Si salgo al fondo ipso facto aparecen los nueve gatitos del fondo a maullar y trepar por el tejido.


Iupi.