Vistas de página en total

jueves, 12 de enero de 2012

EL ESTRENO




Recién hoy, dos días después de comprar los nuevos championes para salir a caminar, me animé a ponérmelos. Los había adquirido en el Shopping el martes pasado, y esa misma tarde, cuando me los calcé para iniciar el diario recorrido por la rambla entre el Puertito del Buceo y el Parque Rodó, la visión de los horrendos cordones anaranjados y fluorescentes me había desanimado por completo. Claro que eran de calidad, por eso los había comprado, y mis buenos pesos me costaron, pero años de sobriedad en el vestir y especialmente en el calzado me llevaban a rechazar ese colorinche. Me miré al espejo: cada pie podía verse desde kilómetros de distancia, aquello era la proclamación atroz del deceso del buen gusto.
La culpa de todo la tuvo mi amiga Diana con aquello de que hay que iniciar la actividad de caminar comprándose unos buenos championes, y también (quizás en mayor medida) Laura, la que vive en la Barra de Maldonado, quien me recomendó que me probara unos en especial solo para ver qué se sentía con esa suela neumática, cámara de aire y propulsión a chorro, faltó decir. Yo ya había escogido otros, un poco más discretos, pero una vez que me probé los Nike Airmax supe que tenía que comprarlos. Cada paso se sentía como un suave flotar incorpóreo. Solo faltaba una azafata que diera las instrucciones para el despegue. Mis pies, que a veces parecen razonar con cerebro propio, se plantaron firmes en apoyo a la consigna “O estos o nada”, y ante la certeza del vendedor de que este calzado prodigioso no venía en otros tonos hubo que decidirse.
Ayer hice un desesperado intento por conciliar pies y buen gusto y les puse unos cordones negros, pero la cosa no funcionaba y se notaba claramente el sacrilegio. Tendría que dejar los anaranjados, malditos cordones que gritaban con voz propia. Y lo hice.
Hoy salí de mañana, enfrentando por primera vez al mundo sobre bases tan cómodas como llamativas. Por suerte no me crucé con nadie en la cooperativa, me decía mientras me dirigía a la parada del ómnibus con ritmo gimnástico. Pensaba ir a caminar una hora y pico por la rambla, como todos los días, pero cambié de idea cuando vi que eran pasadas las diez y media, y me derretiría en el intento. Mejor emprender con paso firme y atlético el camino de 8 de Octubre hacia el Centro, y ya volvería a la rambla otro día en que saliera más temprano.
El camino por mi barrio no deja de ser una experiencia de vida. Fui saludando a los perros que conozco y esquivando bandas de adolescentes, como siempre, aunque hoy por un momento creí reconocer en sus miradas un destello de respeto diferente. No supe si me estaban fichando como futura integrante de su tribu o si simplemente calibraban mis posibilidades de resistencia en caso de intentar robarme los championes. Tal vez más bien lo primero, porque las chicas que limpian parabrisas en el semáforo de 8 de Octubre y Veracierto también repararon en mis pies mirándolos con deseo.
En cierto momento decidí que para darle sentido a la actividad bien podría hacer unas compras en la Tienda Inglesa de la Unión. Eso me proporcionaría la sensación de estar acorde al resto de los transeúntes, ninguno de los cuales hallaría lógico dedicar una hora de vida simplemente a caminar. En esta parte de la ciudad ni la salud ni la delgadez parecen pesar gran cosa: abundan los vendedores de tortas fritas, los carritos de chorizos y los puestos de venta de snacks y alfajores de más que dudosa calidad. Muchos hombres arrastran sin pudor alguno sus barrigas prominentes, y las chicas usan remeras tan cortas como escotadas sin acomplejarse en lo más mínimo.
Yo me había puesto una musculosa estampada en diversos tonos de beige y anaranjado, a ver si así combinaba un poco mi atuendo con los championes, aunque bien sabía que nada de mi guardarropa alcanzaría su fantástica intensidad cromática. Al llegar a la esquina de Cipriano Miró, sin embargo, me detuve en seco al ver en una vidriera la remera que daba exacto con el color deseado. Era en una tienda donde no suelo comprar porque la ropa es de pésima calidad, pero esta vez me dije que podría hacer la excepción. Claro que fue una decisión que debió ser postergada porque no andaba con mucho dinero encima, apenas lo justo como para el boleto del ómnibus que no tomé y la Sprite Zero que aún no necesitaba. Bueno, Sprite o Freskita, que es más barata, porque no es cuestión de andar gastando plata al pedo a esta altura de la vida. Y, volviendo a la cuestión esa de la ropa, taría para comprarse también un shortcito, ¿eh? Y capaz que un top bien escotado, para que pusieran el grito en el cielo todas las viejas de la cooperativa.
La primera media hora se me pasó sin sentirla. Es increíble cómo cambia todo con unas buenas bases. Con estas preciosuras sí que me animaría a llegar a las dos horas de marcha que siempre me recomienda mi amigo Ernesto, el arquitecto. Ernesto es un divino, pero él no se pondría nunca unos championes como los míos. A veces me parece que se pasa de prejuicioso. Sí, ya sé lo que él dice, el símbolo de una subcultura urbana, el peso de la marca, el amor por lo vistoso, lo fluorescente, todo eso. Pero para mí no son tan feos, al contrario. En las cuadras que llevo caminadas me crucé al menos con tres personas que lucían calzado deportivo amarillo, verde o anaranjado rabioso y les quedaba de lo más lindo. Ya siento que me miran como a una de ellos, y eso en este barrio no es nada fácil de lograr.
Un violento empujón me sacó de mi ensimismamiento.
_ ¿Qué pasó, flaco? ¿No mirás por dónde caminás? ¡Achicá un poco!_ le grité al tipo que me había chocado, pero él me tiró un beso desde lejos, mientras murmuraba no sé qué palabras de las que solo entendí “mamita” y “todo”.
_ ¿Qué ladrás, pendejo del orto? ¡Rescatate, vo, vieja!_ me fui hablando por lo bajo_ ¡Te pensás que tas refuerte y sos más pan, firme!  
En eso pasé por la puerta de Tienda Inglesa pero decidí que no iba a entrar, porque ahí son todos unos caretas y te fajan con los precios, sabelo. Más bien agarré derecho pa’ el Multiahorro, que está de más. Aguante el Multiahorro, aguante. El propio. Iba a comprar morfi pa' invitarlo al Ernesto, pero me pa que no, que mejor no lo invito nada. Siempre con el rock y los cosos esos que escucha… A mí dejame con los Wachiturros y lo paso de bomba. Y ahora cuando vuelva (en bondi, porque esto de la ginasia no es pa’ mí) voy a ver si le echo los perros al gordo Checha de la cooperativa, el que se la pasa en la placita con los otros vagos dale que dale a faso y cerveza. Ya le estoy mandando un mensaje: “Negro, kiero vert. en 5 toy n la plasa. va pa e!”. Come oreja, la mina, ¡ajajaj!
Es lo que yo siempre digo: ta de más comprarse cosas. Mañana vengo por el short. Y ahora me voy a buscar unos bizcochos, tranqui, y después lo veo al Checha y me tiro por lo de las chichis, que hoy juega el Carbonero y yo, si hay algo que tengo, es que por Peñarol doy la vida, m’entendé?

martes, 10 de enero de 2012

Mientras enero nos sigue ahogando...


LA ESTRATEGIA DE ANSELMO


Si solo miraba por la ventana la cosa no estaba tan mal. Los árboles se movían con fuerza, y algunas bolsas vacías iniciaban las habituales volteretas por los canteros del barrio. El azul del cielo poco a poco se hacía blanco y todo daba una impresión general de paz y fresco atardecer. Una impresión, nada más.                                                 
Con poner un pie afuera de la casa el espejismo se desvanecía envuelto en nubes de vapor caliente que lo golpeaban a uno en la piel y en el alma, metiéndosele en las venas, bajo las uñas y entre los huesos. Los pastos de la vereda se iban agrietando callados con cada hora de esa tarde interminable, y hasta las moscas volaban a ras del suelo, casi de arrastro. Todo lo que vivía sufría, mientras lo inerte se empeñaba en acumular bien el calor de ese día infernal a fin de devolverlo íntegro al universo en pocas horas, cuando las sombras pudieran presagiar un alivio para los pulmones.
Montevideo se había vuelto Comala. Nadie paseaba por las calles; hasta la barra de adolescentes de la esquina estaba atrincherada en la casa de uno de ellos, pues no se atrevían a recurrir a sus lugares habituales. Los bancos de la plazoleta estaban convertidos en trampas de hormigón humeante donde los graffitis languidecían en desmayadas líneas que querían hundirse muy hondo en el suelo, para morir en las baldosas de granito. No había aire, ni ecos, ni voces. Un silencio espeso que ni los perros rompían. Todo pintado de rojo, derritiéndose, burbujeando sin pena ni gloria.
Lindo día para anularse, pensó el viejo, mientras trataba de oscurecer la ventana colocando un viejo mantel sobre la cortina que dejaba aún pasar un reflejo de sol. Lindo día para abrir y liquidar la botella de vino que guarda en el armario desde hace una semana, exactamente desde el día en que se enteró de que su hija tampoco este verano iba a darse un tiempo para visitarlo porque el trabajo, la casa, el novio, los chicos. Imposible. En aquel momento algo de aire quedaba aún en el mundo y la bebida anticipaba un olvido que sería sucedido por cierta brisa en la cara por la mañana, acompañando el dolor de cabeza previsible tras la resaca, el sueño, los discursos al vacío y la contemplación de las fotos y la nada. Ahora solo iba a anunciar el calor del cuerpo deshaciéndose en vómitos, y eso era algo que su dignidad persistía en rechazar. La botella seguiría en el armario.
Pero algo había que hacer.
Con cierta dificultad se trasladó hasta su dormitorio y revolvió un rato entre los estantes del ropero. El pantalón deportivo afelpado que usaba cuando la finada aún insistía en sacarlo a correr estaba como nuevo, y la campera apenas si había perdido el color, porque como tenía varios bolsillos él de vez en cuando la usaba para guardar allí las más diversas golosinas que acompañaban sus cortos paseos de anciano. Comenzó a transpirar copiosamente no bien se hubo cerrado la cremallera, y más cuando ciñó alrededor de su cintura una riñonera de cuero, recuerdo de un viaje a la frontera de hacía ya veinte años. Completó su atuendo con los championes blancos que habían sido de su hermano, se miró un segundo en el espejo, y salió de la casa.
_ A ver si hoy tenemos suerte, Anselmo…_ se dijo, al entrar de lleno en la tarde hirviente _ Capaz que incluso encontramos al vendedor de tortas fritas de la otra vez, el que les pone bastante azúcar por arriba_ y se alejó por la calle de la cooperativa, rumbo a Camino Maldonado.
Nadie se detuvo un segundo a considerar lo inapropiado de su atuendo. A lo sumo el conductor del auto que frenó en seco para no atropellarlo le gritó que era un loco de mierda, pero a él las palabras le llegaron distorsionadas, como en una pesadilla.
_ A ver si hoy… Quién te dice... Algún día tendrá que ser.
Y siguió caminando.

jueves, 5 de enero de 2012

VERANO PARA ARMAR (texto en proceso)

1
PIETRO

            Era la quinta vez que pasaba por la misma esquina, y siempre lo seguían unos ojos desde la ventana del frente de la casita azul. Era un niño. Solo podía verle la cara, tal vez por su escasa estatura. Ojos grandes, oscuros. Ojos que parecían darse cuenta de que él hacía rato había perdido el rumbo y deambulaba por las calles del pueblo a ver si por azar daba con el bar de su amigo Nicola. Por un momento tuvo ganas de intercambiar papeles, de bajarse de la camioneta, de olvidarse del bar, de su amigo y de su vida, e instalarse para siempre en una casita azul, asomado a la ventana, mirando la gente pasar, pero en seguida sacudió la cabeza como para desbaratar tales ideas, apretó los dientes y siguió buscando.
            _ Mi disculpa… ¿no sabe dónde es el bar “Il Bambino”?
            La mujer interrogada lo miró, hizo unos segundos de silencio, y luego le indicó con un gesto impreciso que debía doblar a la derecha, y que no tenía muy clara la dirección requerida. No esperó siquiera a que él le agradeciera la poca información; llamó con un breve silbido al perro que la iba siguiendo y retomó su camino con paso lento. Los ojos del niño dejaron de mirarlo ahora, tal vez porque el recorrido zigzagueante del can acaparaba toda su atención. Mejor, se dijo Pietro. Estaba harto de tener testigos de cada movimiento, de andar por la vida con un ojo detrás del hombro, por si las moscas, de siempre tratar de leer más allá en cada rostro anónimo en el tránsito, en los teatros, en el gimnasio, de ingresar a su casa dudando hasta de las sombras harto familiares del jardín… Su vida no era fácil desde hacía ya demasiados años.
            Media cuadra antes de dar con el bar terminó de ubicarse. Cómo no hacerlo, si el cartel con el nombre del establecimiento, que destacaba desde la calle, lo habían pintado él y Nicola el verano anterior, una tarde en que la llovizna impidió la playa y tuvieron que quedarse en su casa sin comida, durante las peores horas del mediodía. Es raro este país, pensó. Si hay sol la gente se quema de mala manera a los pocos minutos, y si llueve la humedad lo convierte todo en un horno de vapor que no hay aire acondicionado ni patio con árboles que pueda moderar. Allá en su tierra hasta en el peor verano se podía contar con el viento reparador de la tarde, pero este lugar no daba tregua. La consigna era marcharse o resistir y  él por ahora estaba resistiendo, aunque el sudor corría por su frente cuando bajó del vehículo y entró a “Il Bambino”.
            Esa tarde el lugar estaba vacío. Un televisor mascullaba noticias desde la pared opuesta a la calle, en un volumen amigable. Tres o cuatro moscas caminaban por el lado de afuera de la vitrina principal, donde descansaban quién sabe desde cuándo una pila de sándwiches de jamón y queso, algunas empanadas y la mitad de una torta de crema con trozos de duraznos.  
            _ ¡Pietro! ¡Volviste, viejo! _ fue el saludo de Laura, la mujer de su amigo, que le plantó de inmediato un beso en la mejilla.
            _ Ayer bajé del avión, y acá estoy… Salí de Montevideo esta mañana.
            _ ¡Qué gusto verte! Sentate un rato, que te preparo algo. ¿Unas milanesas, quizá? ¿Con una buena cerveza helada? Nicola fue al Banco, no debe tardar…
            _ Eh… no, grazie._ respondió, desplomándose junto a una mesa_ Me perdí en el camino, y terminé almorzando en un restaurante de la competencia. Pero podría ser un postre… ¿Tienes algo de flan… tal vez con dulce de leche?
            _ En seguida. ¿Con una Coca?
            _ Sí… Mejor whiscola, si no es molestia.
            _ Cada día estás mejor con el idioma, ¿eh? Ya casi no tenés acento. ¡Al menos lográs pasar mucho más por uruguayo que tu amigo, ja ja!
            Mientras la mujer se ocupaba de su pedido Pietro se sintió por primera vez en el día a salvo. Lejos de la carretera, de las calles, de los sitios concurridos. Ojalá pudiera pasar toda su vida así, siendo atendido por amigos en un lugar vacío donde nadie pudiera encontrarlo. Sin ojos que lo indagaran. Con un whisky entre las manos.    
            Distraídamente dejó que el cuerpo se aflojara y cerró por un momento los ojos. La distensión duró solo un instante, porque ni bien comenzó a tratar de relajar los músculos de su rostro ya el sonido del celular lo sacó del intento y lo hizo incorporarse en la silla. Era su mujer, que le preguntaba si algún día pensaba dar noticias de su paradero y comunicarse con su familia para, al menos, asegurar que había llegado bien y que no había muerto en el camino. Pietro abrió un poco los ojos, le respondió con un par de monosílabos, apenas lo justo para no provocar una catástrofe, y cortó. Resultaba curioso que la única persona que convivía con él (salvo los niños, pero ellos no contaban para estos trances) fuera la que menos cuenta se daba de las cosas. Para Giulia el gran tema a resolver era el de su alcoholismo, y todo lo demás se convertiría mágicamente en asunto solucionado el día en que él dejara la bebida. No entendía nada, pobre Giulia… Nunca había entendido.
            Un rostro que pasó por la puerta abierta del bar de Nicola lo sacó de pronto de sus pensamientos. Era una señora modesta, una mujer joven, de unos treinta años, con camisa verde y jeans desgastados, que pareció mirar para adentro por un segundo, antes de seguir con su paso cansino por la vereda polvorienta. ¿Podría ser que fuese la misma a la que le preguntara la dirección del bar, unas cuadras antes? ¿Y qué, si lo fuera? Este era un pueblo pequeño; las personas son siempre repetidas, y, sin embargo…
            Se asomó a la calle y miró. No se veía al perro, pero la silueta que se alejaba podría ser la de aquella mujer. Imposible asegurarlo sin seguirla, pero entonces tendría que dejar el bar y su pequeña isla de seguridad. Volvió a la mesa, donde el vaso y el postre ya lo aguardaban, pero la sensación de paz se había esfumado.
            Ni siquiera esperó a que Laura apareciera para despedirse; dejó el dinero sobre la mesa y se marchó a paso apresurado. Nicola tal vez estaría al llegar, pero no habría problemas con él. De todas las personas del mundo quizá justamente Nicola fuese el único que de verdad lo entendía. El único que conocía al dedillo sus manías, sus estúpidos rituales de autoprotección y especialmente el único que sabía que pasara lo que pasara Pietro se iba a seguir desvelando puntualmente todas las madrugadas a partir de las tres y cuarto y que no habría pastilla ni cura ni psicólogo que lograse darle al cuerpo el descanso que el alma no tenía.
            Sacó del parabrisas de la camioneta un papel impreso de un solo lado; era la propaganda de un lavadero familiar, que estrujó y tiró en el asiento trasero mientras ponía primera y comenzaba lentamente a alejarse rumbo al Este. Una puntada aguda de dolor surcó su cabeza por un segundo, pero se disipó sin mayores consecuencias.
La visita al amigo quedaría, pues, para otra oportunidad.
Ahora era tiempo de llamar a Anabella.