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lunes, 21 de mayo de 2012

¿Cuántas caras puede tener un día?



Despierto confundida, incapaz de conectar dos neuronas o de tomar una decisión. Dejar fluir, dejar fluir, dejar fluir… Qué difícil se hace a veces hasta lo más sencillo. Por ejemplo, saber qué es lo que uno quiere hacer para iniciar una mañana de domingo.
         Proyecto con alguien algo tan tentador como preparar un mate e ir a recorrer un rato la feria, pero ya es mediodía y las horas se nos van en café, charla, pequeñas tareas de la casa y aprontes interminables, de manera que cambio de planes y vuelvo a mi barrio, donde hay dos criaturas felinas reclamando con toda justicia por mimos, atún y patio.

           Mientras viajo en el ómnibus una noticia oída en la radio llama mi atención: van quince minutos del clásico y la ambulancia retira a un apuñalado en la Amsterdam. Más tarde veré a unos cuarenta exaltados corriendo por 8 de Octubre y metiéndose (algunos de ellos encapuchados) en El Mundo de ls Pizza, en confuso episodio que desde el Cutcsa no logramos discernir bien en qué consiste, pero es de una violencia que da miedo. Sin comentarios.
         Se impone una parada en Tienda Inglesa para comprar algo dulce a ver si me despierta el apetito, máxime cuando caigo en la cuenta de que hace 24 horas que no como más que tres waffles de chocolate y aún no siento hambre, lo que no me preocupa gran cosa, porque sé que es un bloqueo pasajero.
         Es de noche cuando encuentro a Roxana y empezamos a perseguir a la Marcha del Silencio, que se nos ha adelantado como cuatro cuadras. Este año pensamos que sería diferente, pero no. Los rituales deben mantenerse. Charlas bajito, cuadras lentas, lista de nombres de los desaparecidos, aplauso, himno final que me hace llorar. Nunca llego con voz al “tiranos temblad”.


         Ni bien termina la marcha se larga la lluvia. Buena lluvia, intensa pero sin frío, amigable. Por suerte, hay un bar compañero para bajar la emoción y compartir unas horas. Lo que fue una lástima es que el panqueque de mi amiga viniera pegado al recipiente: forcejeamos ambas un buen rato, especialmente ella, a fin de lograr una separación tal de plato y postre que posibilitara su ingesta, pero en la tarea el tenedor terminó quedándonos en ángulo recto y hubo que enderezarlo de apuro y dejarlo tal como estaba, inocente y saludable en apariencia, aunque con una secreta condición de precariedad en su interior.


         En el ómnibus de regreso a casa me saluda mi compañero de asiento, un gordito canoso a quien no conozco. Ex alumno, obvio, lo de siempre. Lo raro es que a este lo ubiqué, veinte años después: Fernando, mi preferido del liceo 25, que era un ser luminoso, querible, especial. Charlamos del liceo, de su grupo, de los atardeceres que veíamos siempre a la hora de Literatura, de la ida al teatro que ninguno sabe a ver qué obra fue pero sí que estuvo buena. Fernando ahora es chef. Y músico, agrega. Ya lo estaba clasificando mentalmente dentro del rubro “ex alumnos que hacen algo bueno en su vida” cuando un adjetivo me cambió la perspectiva por completo: ahora es músico cristiano. Uy. Sonamos. Fueron diez años de consumo, me dijo, y por el momento van otros diez de abstinencia y de fe. Me había invitado a su iglesia y estaba empezando su labor de acumular definiciones y conceptos indemostrables con el objetivo de llevarme al redil y salvar mi alma pecadora cuando por suerte llegué a mi parada y el discurso quedó interrumpido. Arderé en el infierno, parece.
         Ni bien comienzo a caminar por la cooperativa el sereno me agarra de hija y me aconseja ir por la vereda de enfrente, así él me cuida desde su garita.
         En el camino una ventana iluminada y alguien que me saluda, mientras la lluvia me susurra al oído que de la gripe esta semana no me escapo.
         Caigo rendida en la cama y logro por primera vez en el año dormir ocho horas seguidas.

martes, 15 de mayo de 2012





_ ¿Y, doctor? ¿Sale?
_ Creo que sí. Trataremos de salvar a los bebés, pero no prometo nada.
Fue una hora de angustia hasta que lo lograron. Ya en casa, al fin dejamos a la pobre y sedada Roldana en la caja de cartón que habíamos preparado para su familia. Los gatitos chillaban como condenados; trataban de amamantar y fracasaban vez tras vez. La gata no reaccionaba. Hacía frío. Nos miramos desesperanzados.
_ ¿Vos creés que…?
_ No sé. ¿Vos?
Nos acostamos en medio de la impotencia.
Aún no habíamos pegado los ojos cuando oímos ruidos en la caja… y ahí estaba la tía Tania, tomando a uno de los gatitos del cuello y llevándolo para su propia guarida, en el rincón más alejado del comedor. Uno a uno cargó a los tres y los amamantó,  dejando a los suyos de lado, hasta que al fin se durmieron. Cuando la madre despertó solo tuvo que reclamarlos.
Yo me puse tan feliz que decidí premiar a Tania con un bife de merluza.
            Es cierto que me lo terminé cenando, pero la buena intención la tuve.




lunes, 14 de mayo de 2012

Aviso a la población

El Ilustre Consejo Directivo del este blog hace saber a sus lectores, por este único medio, que los textos aquí publicados deben ser tomados como simple (y muchas veces chapucero) ejercicio de escritura. En ningún caso ha de deducirse de ellos ninguna conclusión acerca de la salud mental, el estado afectivo o los planes de futuro de su autora. A no engañarse, pues. Verba, non res.
Comuníquese, archívese, etc.

viernes, 11 de mayo de 2012

Estoy a punto de salir de mi casa después de un viernes como todos dónde no pude parar un momento salvo para hablar con mi madre y decirle que sí que estoy bien que mi vida anda bárbaro que nada me preocupa y que ya iré a visitarlos el fin de semana aunque el viaje dure ocho horas aunque en él se me vaya buena parte del sueldo y aunque por ir a su casa resigne un par de oportunidades de salir a aburrirme y comprobar que hace años que no sé lo que es ser feliz. Aparte de esos dos minutos fue un día entero de manotear el aire y respirar de vez en cuando. Ya no sé parar. Ya no sé dormir. Ya no sé si volveré a saber. Corro todo el día, toda la noche, corro el ayer y el mañana sin parar ni pestañear ni pedir pido ni buscar manos alrededor porque no sé si las habrá y tengo miedo de quedar con la mía extendida en el vacío tanteando el aire. Estoy a punto de salir de mi casa. No sé cuándo empezó esta locura pero no puedo pararla, frenarla, hacerla un poco amable, llevadera. Claro que hay voces y hay palabras, hay caras y hay sonrisas, pero todos están también corriendo, y el tiempo en que nos miramos se diluye en el vértigo  y los cómo estás todo bien tu familia seguís siempre ahí hola chau qué tal buenos días nos vemos son todos iguales, suenan a las mismas letras, al discurso inútil que nunca nos sirvió para nada ni para nadie. Yo les gritaría que para qué me hablan si no saben quién soy ni yo sé de dónde salieron o adónde tienen idea de llegar pero ni eso, un esfuerzo inútil y no estoy para derrochar la poca energía que me queda de este ambular a tientas y a locas en ceremonias que no inventé ni quiero continuar. La verdad es que tampoco ellos me importan. Todos estamos solos solos solos, y lo bueno es que a veces no lo sabemos o al menos fingimos olvidarlo y nos dejamos llevar por la posibilidad de no estarlo que vemos reflejada ocasionalmente en el rostro de algún amigo iluso o de un viejo o de una mascota. Sola con mi vida, con mis decisiones, con mis pensamientos, con mis domingos solos, con mis abriles solos, con mis horas solas y mis minutos que se diluyen. Estoy a punto de salir de mi casa. Junto a la puerta la bolsa de basura que dejé para tirar de camino ha empezado a moverse. Quizá sea el viento que se cuela y me llena el living de esas hojitas amarillas que tanto me gustan, porque afuera el mundo decidió ponerse en consonancia con mi sangre, y todo se ha hecho viento y agua. Hay pasos por la vereda. Cómo pueden sentirse pasos en medio de este ruido infernal; debe ser alguien que exagera al pisar porque tiene miedo de no estar. Estoy a punto de salir de mi casa. Con mi mejor cara. Con el cuerpo más limpio que el alma. Total, a quién le importa el alma. Estoy a punto de salir de mi casa.

miércoles, 9 de mayo de 2012

TUVE UN PERRO QUE...

COSA FULERA

Tuve un perro que despertaba más elogios que yo. No importaba qué tanto me arreglara, con cuánto esmero escogiera el vestuario o con qué paciencia me armara los rulos, el Toby se llevaba los piropos y algún que otro silbido de admiración cuando lo sacaba de caminata conmigo por la ruta. Era majestuoso, único, sublime. A su lado me sentía invisible como en una burbuja opaca; cada paseo con él era una paliza para mi ego.
Un día no aguanté más y se lo regalé a mi prima. Él no entendió mucho pero aceptó.
Ahora ando por la ruta todos los días sin bocinas ni silbidos.
Comienzo a pensar si no me habré equivocado pero sé que no hay vuelta atrás y debo seguir la marcha metida en esta burbuja que se hace cada vez más y más opaca.






MI PERRO EL DOTOR

Tuve un perro que me hizo la terapia por más de doce años.
El consultorio funcionaba en la cocina y el horario establecido era a la tardecita, antes de que mi mujer volviera del trabajo.
Yo, mate por medio, le contaba en voz baja mis penas, mis ilusiones, todo, hasta los pequeños progresos que imaginaba en la estimación de la vecina del 4ºA, la pelirroja del pantalón verde. Desnudaba mi alma frente a la mirada comprensiva del Pelusa y sabía que podía contar con su cabeza apoyada en mis pies o la pata tendida hacia mi mano en los momentos difíciles. Cuando sentíamos la puerta del ascensor en nuestro piso los dos nos mirábamos con complicidad, cada uno asumía una pose casual, y volvíamos a parecer dueño y mascota.
Un día el tiempo hizo lo suyo, y el Pelusa tuvo que dejarnos.
Ahora tengo un gato, pero no es lo mismo. Sus ojos me enjuician cada vez que le nombro a la pelirroja. 
Bicho taimado, el gato. Capaz de ir a contarle a mi mujer o aumentarme el precio de las sesiones. 







EL TRAEDOR

Tuve un perro que nunca tuvo dificultades para hacer amigos; el problema es que a todos los traía para mi casa. El gatito amarillo tirado en la esquina, por ejemplo, o la perra vieja con la que apareció en Navidad. A mi madre le trajo una amiga: doña Pola, de la otra cuadra, y hasta apareció un día acompañado con el Felipe, anticipando que mi hermana iba a enamorarse. 
Pero a mí no me trajo a nadie. Cada vez que se lo pedía me miraba como diciendo “vos y yo estamos hechos de la misma suerte: solo yo, sola vos, hasta la misma muerte”.
Hoy el perro ya no está, mi vieja se peleó con doña Pola y el Felipe le metió los cuernos a mi hermana, pero yo sigo sola.
Pobre bicho. Alguna tenía que acertar.