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miércoles, 22 de mayo de 2013

TOCO MADERA






Llego quince minutos antes de la hora coordinada para la operación y quince después de la hora en que debía presentarme en el Hospital Evangélico. Tras los trámites de admisión una especie de azafata nos conduce a mí y a otros cuatro pacientes al segundo piso. Los preoperados vamos pasando de a uno a otro sector mientras los acompañantes esperan; empiezo a preguntarme si sería necesario haber ido acompañada, teniendo en cuenta que lo mío es solo una cirugía de rutina, pequeña, ambulatoria, mínima, intrascendente (o eso espero).
En la zona de operaciones nos sacamos zapatos, ropa, relojes, caravanas e ainda mais para ataviarnos con esos sexys conjuntitos azules de blusa y pantalón que vaya a saber quién vistió antes y si los habrán lavado bien. Los pies van enfundados en unos coquetos zapatones celestes de papel atados con moña o nudo a gusto del paciente y el cabello debe desaparecer embutido en un frágil gorrito, con el que hago malabares para que los rulos no se escapen, cosa que logro a medias. Como debo dejar mochila y ropa en la sala común y no fui con nadie me dan un gorro extra para que guarde allí mis cosas de valor, si lo deseo.
Ya munida con mi historia clínica espero en otra sala, donde hay tres hombres ya disfrazados de pacientes azules, dos de ellos con suero. El más veterano es al que llevan primero. Se va deseándole suerte a los otros dos, que charlan animadamente. Uno de los que queda en la sala, el señor Ferro, parece un osito; sus brazos son un felpudo marrón tirando a rojo. El otro tiene 29 años y sufre de la columna; me entero de toda su historia porque es de lo único que sabe hablar, pobre. La viejita sentada a mi derecha, la misma que no le dejó la cartera a su marido “porque acá está el peine, por si lo preciso”, mira mis zapatones de papel y me copia el modelo de atado con moño en la parte de atrás, que le parece más chic. Al fin me llaman y parto acompañada por un enfermero que parece que está en su primer día porque las compañeras le explican cada etapa del protocolo para el ingreso de las víctimas propiciatorias a la sala de operaciones.
Soy la primera paciente de la tarde; el doctor Areosa se lava los brazos durante hora y media, más o menos, mientras me acuestan en la camilla y el enfermero novato pregunta si es necesario atarme las piernas, con lo que mi nivel de estrés sufre un salto importante, que desciende ante la pronta negativa de la nurse. Me ponen un pegotín en la pantorrilla que servirá para identificarme como fiambre en caso de necesidad, me imagino. Mueven acercándolo a mi cabeza el aparato cuadrado de las luces que hasta ahora solo había visto en las películas y me inunda el resplandor. ¿Será así la subida al cielo?
_ Ahora cierre fuerte los ojos, que le vamos a pasar alcohol por la cara. A ver… Un poco más. Siga cerrando. Avise si le arden los ojos.
_ Me arden.
_ Enfermera, una gasita con suero para los ojos de la señora.
La señora casi se emborracha con el olor a alcohol, pero sobrevive:
_ Vo’, Areosha, ¿somo’ amigo o no shomo’ amigo?
Un algo se apoya en mi frente. Había llegado el terrible momento del pinchazo o cortazo inicial.
_ Mire que esto es solo un lápiz, ¿eh?_ aclara Areosa, que capta mi preocupación.
Preocupación inútil, porque al fin y al cabo no sentí nada de nada: ni el pinchazo de la anestesia, ni el corte, ni la costura, nada de dolor ni sensación, salvo un poquito de asco escuchar sus deliciosas charlas sobre un accidentado del día anterior cuya pierna parecía un libro abierto de anatomía por lo escalpada que estaba desde la ingle al talón y otras delicatessen ideales para el que está siendo tajeado y cosido. En cierto momento sentí que me ponían una curita en la frente, y listo. 
El lunar de toda la vida, cuyo crecimiento me estaba empezando a preocupar, no estaba más.
_ Ya se puede incorporar, despacio. No haga fuerza ni se agache, en lo posible, y en una semana venga a verme.
La enfermera me guió hasta el baño, donde al abrir la puerta casi sorprendo en paños más que menores a otro paciente, hasta que quedó libre el espacio, me vestí y salí.
Un extravío cualquiera tiene en la vida, y más en este Evangélico en obras, con albañiles por todos lados. Tras probar tres o cuatro puertas y preguntarle por la salida al muchacho de la espalda dolorida, al fin logro reencontrarme con el ascensor y salir a la vereda, al aire libre, a la tarde de sol.
Por la calle me parece que todos me miran la frente y se preguntan si será que me lastimó un chorro, si me habrá golpeado mi pareja o si me caí por ahí, aunque capaz que son solo ideas mías y nadie nota la prolija mancha blanca encima de mi ojo derecho. El 404 viene pronto y en veinte minutos llego a casa. Roldana y Tania no entienden que no debo agacharme y me ladillean hasta que al final con mil precauciones les doy el atún que reclaman y acceden a dejarme en paz por un ratito.
He sobrevivido a mi primera operación.
Ojalá que sea la última, así me queda un buen recuerdo de estas lides.
Toco madera.


lunes, 6 de mayo de 2013

LUNES OTRA VEZ, SOBRE LA CIUDAD…








CAPÍTULO 1: EL 58

Llego a la coordinación de cuarto año sacándome chalina y saco apenas entro, muerta de calor. Se decide una encuesta a los alumnos sobre temas varios, terminado lo cual me dirijo subrepticiamente a Sala de Profes a fin de dar cuenta de mi torta de puerros de la panadería Fénix sin impregnar con su delicado aroma a todos y cada uno de mis compañeros. Tanto ella como el delicioso alfajor de chocolate y dulce de leche que compré de pasada para el liceo me convencen de que lo mío con la Fénix no es pura nostalgia: es la mejor panadería de Montevideo.
Terminado el almuerzo acompañé el postre con dos cafecitos (porque el primero lo hice con café de máquina y lo tuve que tirar por la pileta del baño… no digan nada), y me instalé en la etapa dos de la coordinación, la de quinto y sexto año, pero duré poco porque al minuto vino a buscarme la Subdirectora para que la acompañara a una entrevista con dos señoras cuenteras.
Las damas eran Reneé y Elsye, narradoras orales según su propia definición y de edad avanzada según rápida comprobación ocular. Quieren armar talleres con los alumnos, tuvimos un buen rato de instructiva conversación con ambas y dejamos la cosa medianamente encaminada.
A la salida de la charla ya era tarde, de modo que unos minutos después me escurrí de la coordinación (nuevamente… no digan nada). Tenía trámites para hacer sí o sí antes de las cuatro de la tarde.

CAPÍTULO 2: EL 155
            Menos mal que saqué boleto de dos horas porque este ómnibus recorre la ciudad con una meticulosidad que asusta. Igual es un placer andar (casi) al aire libre, bajo un cielo azul intenso y amigable, y más cuando empiezo a reconocer lugares queridos de la infancia por los que hacía siglos que no pasaba: la calle de mi abuela, la canchita del Primavera, la panadería Danubio. Pero el 155 siguió dando vueltas implacable y cada vez más el recorrido era una mezcla de tristeza, hambre y basurales tan endémicos como los perros que merodeaban. De vez en cuando algo pintoresco, como un taller de motos consistente solo en cuatro piques y un toldo de nylon, o un pequeño cubículo de bloques pintado orgullosamente de amarillo rabioso y con el ostentoso rótulo de “Fulanito Coiffeur”. Se ven Iglesias Pentecostales por todos lados, el Cementerio del Norte, un liceo sin número a la vista, hasta que de pronto volvemos a la ciudad conocida, tomamos por San Martín y pasamos por una esquina donde un señor charla con la vecina mientras a su costado descansan sus tres últimas botellas de cerveza y un impecable vaso de vidrio, todos prolijamente alineados en la escalera de entrada a un supermercado del barrio.




CAPÍTULO 3: EN BUSCA DEL CODICEN PERDIDO

            Nadie tenía muy claro adónde debía ir para buscar uno de los benditos formularios que Secundaria me reclama este año, así que me dirigí al sitio votado por mayoría absoluta entre mis interrogados: el edificio de la esquina de atrás del IPA, donde antes funcionaba la Inspección de Formación Docente.
            Un muchacho de unos veinte años, alto y lindo, me gritó al pasar algo que me dejó pensando:
            _ ¡Pero qué veterana más hermosa, por dios!
            Sin comentarios. De verdad, sin comentarios.
            Llegué al edificio, me mandaron de una oficina a otra y al final resultó que debía ir a otro barrio: Colonia y Av. Del Libertador. Y allá fui.
            No me gusta andar sola en ascensor, y menos si tengo que ir a un piso tal alto como el octavo, pero por suerte un muchacho subió conmigo y hasta me indicó a qué puerta tocar, porque era de los funcionarios de ese piso. Para mi sorpresa el trámite fue tan amable como veloz, y un rato después salía de allí con el Formulario B en la mano. Como el ascensor demoraba y mi apuro crecía (porque debía estar en menos de veinte minutos en la Ciudad Vieja) terminé bajando de a pie, al menos hasta el primer piso, porque cuando intenté llegar a la Planta Baja desemboqué en una negrura tipo sótano que me hizo retroceder, por si acaso, y subir muy modosita al aparato por un solo nivel.
            Casi corro hasta la oficina de Acumulaciones pero al final llegué con cinco minutos de tiempo. Un rato más tarde salía con la anotación mental de qué es lo que me falta conseguir ahora. Es como un ritual: yo voy, les llevo rimeros de papeles, las miro esperanzada, hay un minuto de silencio y escucho una frase lapidaria que empieza con “Bien, Profesora, ahora solo le falta traer…”.
            A la salida el viento huracanado casi me vuela, y tuve que meter los formularios A. B y C en la mochila, porque se me estaban arrugando de solo enfrentar la revuelta de tiempo. Al menos ya no tenía urgencia para el resto de los trámites de la tarde.

CAPÍTULO 4: TRES CRUCES BIENAMADA

            Cola en CITA. Gesto solidario de la tarde: dejo pasar a una señora con bebito. Hago oídos sordos a la histeria creciente de los clientes ante la lentitud del proceso de adquirir los boletos y termino en Buquebús, donde me aseguro pasajes y hotel para este fin de semana en Buenos Aires, con lo cual salgo de la terminal cantando bajito y casi flotando sobre las escalinatas de Bulevar Artigas. En el 526, nuevo gesto solidario al dejar sentar a joven que acababa de darle su sitio a un ciego. Estuve mejor de lo que creía, porque ella estaba recién operada, como me contó cuando nos pusimos a charlar a propósito del pésimo humor del ciego, que ese día aún no había almorzado y estaba despotricando de lo lindo contra todo el mundo, partiendo de la idea base de que “la gente es una porquería”.

CAPÍTULO 5:    EL CHOPIN

            En el cajero del BROU otra cola, de unas ocho personas esta vez, y en el interín charla con una francesa, en inglés. Opa. La Alianza rinde sus frutos, aunque tanto Madame X como yo reconocimos que nuestro english es pésimo. Ella había estudiado español y yo francés pero ambas preferimos champurrear un yanqui básico, por las dudas. Estaba haciendo un viaje por el continente con su marido en una casa rodante y se mostró encantada con la gente, el ambiente y la comida en Uruguay, aunque reconoció que somos un país bastante caro. Charlamos como diez minutos, después la acompañé hasta un cajero de Banred porque el del BROU no servía a su tarjeta, y hasta me la crucé un rato después en Tienda Inglesa, donde nos saludamos casi como vecinas.
            Enésima cola del día, en el Banco esta vez. Pago el alquiler. Paso por el stand de Comprador Frecuente, saco una revista para leer en el ómnibus, me tiro hasta la Tienda a hacer mandados y luego a Mosca, recorrido durante el cual me doy cuenta, ante las caras de decepción de ciertas empleadas del piso de arriba del Shopping, que se ha largado a llover. Por suerte no me mojo y en el 405 mis cuatro bolsas de mandados y yo nos acomodamos (es un decir) cerca de la guarda, en medio de un mar humano que enlentece la salida de cada parada, porque es difícil cerrar la puerta con tantos pasajeros amontonados en los escalones delanteros. Por el camino sube el padre más hermoso del mundo con un niño en brazos. Yo voy en el asiento para lisiados, pero no tengo que levantarme, por suerte, porque mi espalda me duele tanto que el “pero qué veterana… (etc.)” me resuena en los oídos minuto a minuto. Antes de bajar saludo a un muchacho que conozco aunque ni idea de quién es y veo con sorpresa que el padre hermoso no solo baja en mi parada sino que se da vuelta a mirarme, con niño en brazos y todo. Por momentos pesa más el “hermosa” que el “veterana”, y sigo mi camino entre truenos y relámpagos, sin lluvia por ahora.
            Cinco omnibuses y siete horas después de haberme ido vuelvo a entrar a mi hogar dulce hogar.
            Quién le explica a Roldana que este no es momento para ponerse a maullar y revolotear con cara de hambre alrededor de la heladera. Y quién me explica a mí por qué, cansada y todo, con dolor de espaldas, sin el trámite hecho, con un montón de plata menos y oyendo la tormenta que presagia un martes lluvioso e invernal, aún sigo portando esta estúpida sonrisa que hace días no consigo borrar de mi cara.
            Pregunta retórica, amigo lector.
            Conozco la respuesta.



miércoles, 1 de mayo de 2013

TE PARECE

TE PARECE





_ Agarrás por la vereda de Las Violetas y doblás en la primera a la derecha. Sí, Las Violetas, la tienda de las dos viejitas, ¿te acordás que te conté? Bueno, ves la Barraca Libertad y seguís hasta pasar por el almacén de Cristina al lado del pasillo que lleva a Osvaldo Cruz. Ojo que al pasillo no lo vas a ver porque está escondido, es solo para los del barrio. Nada, pasa que Barros Arana tiene casi cuatro cuadras sin transversales y un día a alguno se le ocurrió armar una cortada hasta Osvaldo Cruz para no tener que dar la vuelta a la manzana, que es eterna. Parece peligroso porque no tiene más de un metro de ancho, dura una cuadra y está medio escondido entre los transparentes y los rosales, pero si un día tenés que usarlo dale sin miedo. Los milicos de la dictadura se agarraban la cabeza cuando venían a desalojar las curtiembres y los obreros se les escapaban como por arte de magia, ¡ja ja! Cómo se ve que ninguno era de la vuelta, o habrían sabido. Esa fábrica que ves de los dos lados es la Montevideo. Ah, claro, además de verla también la podés oler, como a todas las del barrio. Más adelante está la Bama. Sí, fábricas, curtiembres, yo qué sé, está llena de industrias la calle, casi no hay casas. Los pitos de las entradas y salidas de los turnos enloquecen a todo el mundo, menos a mi vieja, que los usaba de reloj: “hace un ratito que sonó la Bama, deben ser las tres y cuarto”. Bueno, a esta altura ya pasaste la mitad del trayecto, incluyendo el bar con billares y fotos antiguas del viejo de patillas, el padre de la Gorda Mariela De La Parrillada. Ahora que lo pienso, ¿sabés?, ahí debe haber nacido mi vocación docente, porque me acuerdo que a veces iba a darles clases particulares y honorarias a la gorda y dos de sus amigas, un par de años menores que yo y bastante duritas en la escuela. Pero vos seguí caminando. ¿Viste un par de casas gemelas muy lindas, con jardines? Son de los Sea, los dueños de la fábrica que está atrás. El terreno del fondo es gigante, hasta cancha de fútbol tiene. Ahí fue que el Cele se lastimó la rodilla de puro chambón nomás y se pasó como cinco meses jodiendo cada vez que mi vieja se daba vuelta en la cama y lo tocaba sin querer: “¡la rodilla, Inés!”. Nosotros vivíamos enfrente a los Sea, en la casa más chiquita de las dos, al lado de la de Tía Marina. Sí, la que tenía la Austin roja y blanca en la puerta. Al otro lado, en la casilla de lata, vivían Lucy y la familia. Creo que eran medio parientes de Sergio, aquel ciego al que mis viejos y todo el barrio ayudaban a sortear las decenas de camiones que se paran todo el día a esta altura de la calle. Empiezan en la Appelsa y enfilan hacia Cuchilla Grande en una línea interminable. A veces son brasileros o argentinos; los conductores se bajan, hacen picnics en la vereda, escuchan música, hasta alguno se tira en el pasto a dormir de vez en cuando, porque las colas duran todo el día. Una vez a uno se le escapó un charaboncito que se metió en mi casa y nunca devolvimos. Pobre bicho, tendría unos meses. Yo armé un escándalo porque me habían dicho que los ñandúes les comen los ojos a los gatos y lloré toda la tarde pero igual lo dejaron en casa por unos días, hasta que el fin de semana fuimos de visita a la chacra de Tío Arazatí y ahí lo largamos. Mi gato el Suco se escapó porque ni entró en todo ese tiempo, muerto de miedo por semejante intruso, animalito de dios. No, de la fábrica gigante no me acuerdo del nombre, aunque sí de la corriente de agua sucia que eternamente ocupaba medio metro junto al cordón de la vereda y corría hasta el bajo. El agua de la cañada siempre tenía colores extraños, verdes, azules, turquesas, anaranjados. Ahí la calle se convertía en puente y por unos metros uno solo veía campo y cañaverales, hasta que empezaba el cantegril de Quevedo. No, es verdad que antes no era un cantegril, solo había cuatro o cinco casitas muy modestas de gente tranquila que saludaba al pasar y barría la vereda de tierra todos los días. Yo iba a lo de mi abuela por la calle Quevedo sola y a veces en bicicleta sin el menor miedo. Mis dos abuelas vivían a pocas cuadras de casa, una para cada lado. Para ir a lo de la Vieja Barreto cruzaba el pasillo hacia Osvaldo Cruz y para ir a lo de la Baia agarraba por Quevedo, pasaba por el Club Primavera y ya estaba en la calle Lutecia. O seguía de largo por Barros Arana hasta la librería El Siglo, cuya superficie total rondaría los cuatro metros cuadrados. Las dos viejitas que la atendían debían amarme; no había clavo que no les sacara de encima. Me acuerdo como si fuera hoy del ruido de la puerta de metal al abrirse y del olor a papel y útiles escolares que inundaba hasta la vereda cuando uno entraba. Al lado se iniciaba el Jardín Dos Marías, los aromas cambiaban de golpe y se hacían verdes y frescos. A veces pienso que algún día tendría que cambiar mi ruta cuando vuelvo del liceo y meterme por Barros Arana a ver qué fue de todo eso en los treinta años que hace que me mudé para la cooperativa, pero no me animo, no me animo... Ah, ¿seguís ahí? No sé qué te estaba diciendo. No importa. Preguntale a alguien que te pueda orientar, igual ya estás en Camino Maldonado. ¿Eh? ¿El tono? No, m’hijo, no. No estoy llorando. Te parece.