_ Agarrás
por la vereda de Las Violetas y doblás en la primera a la derecha. Sí, Las
Violetas, la tienda de las dos viejitas, ¿te acordás que te conté? Bueno, ves
la Barraca Libertad y seguís hasta pasar por el almacén de Cristina al
lado del pasillo que lleva a Osvaldo Cruz. Ojo que al pasillo no lo vas a ver
porque está escondido, es solo para los del barrio. Nada, pasa que Barros Arana
tiene casi cuatro cuadras sin transversales y un día a alguno se le ocurrió
armar una cortada hasta Osvaldo Cruz para no tener que dar la vuelta a la
manzana, que es eterna. Parece peligroso porque no tiene más de un metro de
ancho, dura una cuadra y está medio escondido entre los transparentes y
los rosales, pero si un día tenés que usarlo dale sin miedo. Los milicos de la
dictadura se agarraban la cabeza cuando venían a desalojar las curtiembres y
los obreros se les escapaban como por arte de magia, ¡ja ja! Cómo se ve que
ninguno era de la vuelta, o habrían sabido. Esa fábrica que ves de los dos
lados es la Montevideo. Ah, claro, además de verla también la podés oler, como
a todas las del barrio. Más adelante está la Bama. Sí, fábricas, curtiembres,
yo qué sé, está llena de industrias la calle, casi no hay casas. Los pitos de
las entradas y salidas de los turnos enloquecen a todo el mundo, menos a mi
vieja, que los usaba de reloj: “hace un ratito que sonó la Bama, deben ser las tres
y cuarto”. Bueno, a esta altura ya pasaste la mitad del trayecto, incluyendo el
bar con billares y fotos antiguas del viejo de patillas, el padre de la Gorda
Mariela De La Parrillada. Ahora que lo pienso, ¿sabés?, ahí debe haber nacido
mi vocación docente, porque me acuerdo que a veces iba a darles clases
particulares y honorarias a la gorda y dos de sus amigas, un par de años menores
que yo y bastante duritas en la escuela. Pero vos seguí caminando. ¿Viste un
par de casas gemelas muy lindas, con jardines? Son de los Sea, los dueños de la
fábrica que está atrás. El terreno del fondo es gigante, hasta cancha de fútbol
tiene. Ahí fue que el Cele se lastimó la rodilla de puro chambón nomás y se
pasó como cinco meses jodiendo cada vez que mi vieja se daba vuelta en la cama
y lo tocaba sin querer: “¡la rodilla, Inés!”. Nosotros vivíamos enfrente a los
Sea, en la casa más chiquita de las dos, al lado de la de Tía Marina. Sí, la
que tenía la Austin roja y blanca en la puerta. Al otro lado, en la casilla de lata,
vivían Lucy y la familia. Creo que eran medio parientes de Sergio, aquel ciego
al que mis viejos y todo el barrio ayudaban a sortear las decenas de camiones
que se paran todo el día a esta altura de la calle. Empiezan en la Appelsa y
enfilan hacia Cuchilla Grande en una línea interminable. A veces son brasileros o
argentinos; los conductores se bajan, hacen picnics en la vereda, escuchan música,
hasta alguno se tira en el pasto a dormir de vez en cuando, porque las colas
duran todo el día. Una vez a uno se le escapó un charaboncito que se metió en
mi casa y nunca devolvimos. Pobre bicho, tendría unos meses. Yo armé un
escándalo porque me habían dicho que los ñandúes les comen los ojos a los gatos
y lloré toda la tarde pero igual lo dejaron en casa por unos días, hasta que
el fin de semana fuimos de visita a la chacra de Tío Arazatí y ahí lo largamos. Mi gato el Suco se escapó porque ni entró en todo ese tiempo, muerto
de miedo por semejante intruso, animalito de dios. No, de la fábrica gigante no
me acuerdo del nombre, aunque sí de la corriente de agua sucia que eternamente
ocupaba medio metro junto al cordón de la vereda y corría hasta el bajo. El
agua de la cañada siempre tenía colores extraños, verdes, azules,
turquesas, anaranjados. Ahí la calle se convertía en puente y por unos metros
uno solo veía campo y cañaverales, hasta que empezaba el cantegril de Quevedo.
No, es verdad que antes no era un cantegril, solo había cuatro o cinco casitas muy
modestas de gente tranquila que saludaba al pasar y barría la vereda de
tierra todos los días. Yo iba a lo de mi abuela por la calle Quevedo sola y a
veces en bicicleta sin el menor miedo. Mis dos abuelas vivían a pocas cuadras
de casa, una para cada lado. Para ir a lo de la Vieja Barreto cruzaba el
pasillo hacia Osvaldo Cruz y para ir a lo de la Baia agarraba por Quevedo,
pasaba por el Club Primavera y ya estaba en la calle Lutecia. O seguía de largo
por Barros Arana hasta la librería El Siglo, cuya superficie total rondaría los cuatro metros cuadrados. Las dos viejitas que la atendían debían
amarme; no había clavo que no les sacara de encima. Me acuerdo como si fuera hoy del
ruido de la puerta de metal al abrirse y del olor a papel y útiles escolares
que inundaba hasta la vereda cuando uno entraba. Al lado se iniciaba
el Jardín Dos Marías, los aromas cambiaban de golpe y se hacían verdes y
frescos. A veces pienso que algún día tendría que cambiar mi ruta cuando vuelvo del
liceo y meterme por Barros Arana a ver qué fue de todo eso en los
treinta años que hace que me mudé para la cooperativa, pero no me animo, no me
animo... Ah, ¿seguís ahí? No sé qué te estaba diciendo. No importa. Preguntale a
alguien que te pueda orientar, igual ya estás en Camino Maldonado. ¿Eh? ¿El
tono? No, m’hijo, no. No estoy llorando. Te parece.
¡Qué bueno, qué bueno, qué bueno!
ResponderEliminarLo único que no te perdono es que le llames José Belloni a Cuchilla Grande. :-P
¡Ah! y que no cuentes nada del Cine.
Un abrazo,
Gracias, y tenés razón, Pedro, imperdonable lo mío!!! Se lo voy a cambiar. Y del cine... Qué cine? El Broadway? Estaba a unas cuadras; todo lo que cuento es de Barros Arana entre Camino Maldonado y CUCHILLA GRANDE, je.
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