Tiene una vidriera sobre Camino
Maldonado y otra que da a la calle del costado, ambas decoradas por la propia
mano del dueño, el Gordo Giaccometti. A veces, si uno se fija con cuidado,
puede llegar a ver en ellas huecos inexplicables, espacios vacíos en la constelación
de calzoncillos, soutienes, remeras y pantalones deportivos que se dan cita tras
los vidrios para mostrarse orgullosos a los caminantes del barrio. Es que el
Gordo no siempre se acuerda de reponer lo que saca y vende.
_ Nuestro lema es servir al
comprador. Eso en primer lugar. Nada de shoppings y tiendas enormes donde la
persona llega y ni sabe quién es el dueño; acá le hacemos los gustos a la gente,
el cliente siempre tiene la razón. ¿Quiere una prenda y no hay en stock? Pues
se saca de la vidriera. ¿Quiere verde y solo tenemos en azul? Se le ofrece de
nuevo el azul, que si lo mira bien es mucho mejor que el verde, ¿no le parece?
¿Si esa camisa amarilla de seda es de hombre o de mujer, dice? Depende… ¿Para
quién la andaba precisando?
Giaccometti vende en la tienda desde
que puede acordarse. Antes fueron su padre y antes aún, allá por los años
cuarenta, su abuelo, quienes ocuparon el lugar principal detrás del mostrador.
El primero de los Giaccometti que
vino a estas tierras lo hizo equivocado, pensando que no habría mucha
diferencia entre el tórrido Brasil y ese húmedo y tranquilo Uruguay del que no
tuvo noticias antes de embarcarse con su mejor amigo y abandonar Italia en
busca de mejor fortuna y lindas mujeres.
Las cosas estaban mal en su tierra.
La querra había terminado hacía poco tiempo y él no hubiera podido ni
siquiera costearse el viaje si no fuera porque ante la negativa de su padre a
pagárselo el tío Giusseppe, enemistado a muerte con el viejo Giaccometti y
deseoso de llevarle la contra en lo que fuera, le prestó el dinero. Él cumplió
con su palabra y se lo fue pagando, de todos modos, pero en cuotas tan
microscópicas que la cosa amenazaba con tornarse infinita, si no fuera porque
un buen día el Flaco Alberto, compinche de juergas y trasnoches desde el arribo
al Puerto de Montevideo, se sacó la lotería y entre otras cosas le prestó el
dinero para saldar la deuda transoceánica en una sola remesa. Grande fue el asombro
del viejo Giusseppe al constatar semejante despropósito, y lo primero que
pensó, no sin cierta lógica, fue que las cosas debían andar de maravillas en ese
ignoto rincón de la América si su sobrino en unos meses ya había ahorrado lo
suficiente como para pagarle. Es decir, que él también ni corto ni perezoso se
compró su pasaje para el Nuevo Mundo. Y a él hubiera venido, si no fuera porque
justo una semana antes le llegó la carta del sobrino explicándole que no, que
en verdad aquí las cosas no estaban como para tirar manteca al techo, que el
azar y la lotería y el amigo y la suerte y etc. Un entrevero de razones que
terminaban por redondear la idea central de que no era buena idea que otro Giaccometti
se apareciese por esta bendita América que apenas si alcanzaba para alimentar a
uno. El tío cambió de idea y en su
Venezia del alma se quedó para siempre.
El abuelo, por su parte, trabajó duro en una
fábrica, dejando las horas, los días y la vida en una textil de poca monta. Un día se animó y empezó a vender de a poco: primero a los conocidos,
después a los recomendados, y al final a quienes empezaron a caer por su casa
en busca de una camisa, un sombrero o un juego de sábanas. Su proverbial
simpatía y confiabilidad lo hicieron famoso en el barrio, aunque también es posible
que al principio más de una de las clientas acudiera por el puro placer de
perderse en sus ojos azules y sentirse halagada por su sonrisa de europeo de
mundo, conquistador y galante.
El padre del Gordo ya encontró la
vida más encaminada. Cuando tuvo que empezar a trabajar solo fue cuestión de
aprender a manejar las redes y los resortes de un proyecto afianzado en el
corazón del barrio. Lo llevó a cabo con tal éxito que en pocos años
Giaccometti padre contaba no solo con la tiendita sino con dos apartamentos y
una pequeña fábrica de prendas propias en el corazón de la Curva, controlados celosamente por él mismo porque ya se sabe lo que pasa si uno le
deja el poder a terceros, explicaba el Gordo a quien quisiera oírlo.
La vida del nieto también fue muy
fácil. Creció jugando entre los mostradores y haciendo artesanías con las
madejas de lana y los botones de la tienda, que ya por los setenta había
ampliado su rubro y era también mercería.
Hasta hacía unos años el negocio
daba para tirar lindo, pero las cosas buenas nunca duran, reflexiona el Gordo
cada vez que un cliente le da un real de charla. Poco a poco los pequeños
comercios de este y de todos los barrios fueron cediendo paso a las grandes
empresas, apareció la competencia con los chinos y se hizo cuestión de prestigio pertenecer a una
franquicia y compartir el mismo cartel de la puerta con otros cincuenta o cien
negocios de la ciudad. La tienda empezó a flaquear y al final solo se quedó con
un puñadito de viejas fieles al buen trato y la confianza,
de las que son capaces de pasarse una buena media hora eligiendo entre una
bombacha blanca o una beige, porque total, qué importa la excusa cuando está
claro que el motivo es el encuentro, la charla, el intercambio de chimentos y
la nostalgia del pasado.
Giaccometti sigue al frente de la
tienda, y lo estará por mucho tiempo más. El horario es cortado, porque el almuerzo es sagrado, pero abre de lunes a sábado todos los días
hábiles y feriados laborables.
La tienda del barrio. Desde 1949, siempre a sus gratas
órdenes. Por mayor y menor. Última moda. Lo que usted guste; pase y revuelva. Atendida por su propio dueño. Si no lo tenemos, se lo conseguimos. Si hay una falla se le devuelve el
importe. A crédito y en efectivo. Descuentos al por mayor. Cambios de mañana. Lo esperamos.
Me gusta ese sabor tan pegado a una realidad que se está transformando en universal; servidumbre de la globalización.
ResponderEliminarDisfruto de estos narradores, Mariela, de lenguaje sencillo y tono amistoso.
Espero la continuación.
Abrazos.