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lunes, 8 de abril de 2013

EL CELE CUMPLIÓ AÑOS





           
Llegué a Tres Cruces como siempre con tiempo más que suficiente para esperar el Núñez de la una de la mañana, y me zambullí en el primer asiento que vi desocupado, a encender mi Ceibalita y tratar de conectarme a internet a como diere lugar. Sabía que la terminal tiene wifi y mi adicción conectiva se encontraba en esos momentos en su punto álgido, mientras me preparaba para pasar un fin de semana sin conexión en Lago Merín. 
           
Veinte minutos más tarde seguía sin novedades.
Una señora rubia de unos sesenta años, muy prolija y educada, me pidió que le mirara sus cosas por un momento, mientras fue a hablar con una mujer pocos metros más allá. Al rato fue al baño, y le miré sus cosas otra vez. 
           
_ Cuidamelás, porque tengo hasta el celular ahí.
           
_ No hay problema.
             A los diez minutos
 otra veterana, esta vez una morena con pañuelo en la cabeza y bastón en la mano, empezó a emitir sonidos.
           
_ Joven. ¡Joven!
           
_ ¿Señora?
           
_ ¿No me acompaña al baño, que no veo?
           
Era ciega. La veterana prolija fue con ella, al tiempo que yo constataba que al fin tenía conexión y me sumergía en las redes, con una parte de mí pendiente de los petates ajenos, a cuatro asientos del mío. La rubia volvió al rato y se puso a hablarme, entorpeciendo mis únicos cuatro o cinco minutos de usufructo de wifi ajena.
           
_ Tuve que dejarla sola, y que alguien se ocupe de ella; yo no puedo. Hace días que duermo en la terminal porque no tengo casa. Estoy esperando a que mañana me salga una limpieza con cama, así puedo irme. Siete horas duermo en estos bancos cada noche, siete horas enteritas. Yo bajo la cabeza y ¡chan!, quedo chanta. A veces me despiertan porque van a limpiar y me tengo que ir para el otro sector, pero me adapto. El problema es que la cieguita vino con el marido y él se le borró, se le fue con bolso y todo y hace horas que no aparece y la pobre no sabe qué hacer, pero yo me lavo las manos, bastante tengo con mis problemas, ¿no?
             Miré el reloj; e
ra la una menos diez. Tiempo de ponerse en pie y enfilar hacia el andén 22 en busca del Núñez de turno.
           
El viaje fue eterno y jalonado de sueños y despertares, pero sin contratiempos. Al llegar esperé pacientemente el bus que me llevaría a la Laguna En el interín pasaron muchos liceales, todos de rigurosa camisa celeste y corbata bordó, como los de antes. Muchos iban en bicicletas pequeñas, como de niños, y se afanaban pedaleando parados sobre sus vehículos por el empedrado de la Avenida Virrey Arredondo. Al fin vino Pico y me subí a su desvencijado autobús, tan solo una hora y media después de comenzar a esperarlo.
           
Al principio no entendí por qué demoraba en arrancar. Siete u ocho minutos más tarde, cuando subió su mujer con la nietita en brazos, comprendí que habíamos estado esperando que la criatura se levantara, porque los abuelos (dueños del vehículo) la iban a llevar a pasar el día con ellos. A las dos cuadras hubo una nueva demora, esta vez de diez minutos, mientras la pareja bajaba en una panadería y cargaba bolsas y bolsas de pan y bizcochos para repartir en varios almacenes del pueblo. Finalmente a las ocho menos diez, bajo un sol cada vez más agradable, arrancamos, no sin antes cruzarnos con un desfile de autos clásicos consistente en dos cachilas, una cupé roja y un taxi redondo y simpático, que parecía sacado de una vieja película de los años cincuenta, acompañados por varios autos y camionetas modernos con banderas y distintivos varios.
           
_ Seguro que estos van a comer un asado por ahí, porque desfilar a esta hora no creo… _ fue la sentencia de Pico, que comía implacablemente un bizcocho tras otro. 
           
Frente al liceo dos adolescentes hicieron señas y subieron: habían madrugado en vano, porque no tuvieron clase, al menos en su grupo. En el camino, garzas de todo tipo, blancas y rosadas. Y al llegar, como siempre, mis viejos esperándome en la parada del Almacén El Vasquito (que como reza su cartel del frente “de todo tiene un poquito”).
           
Junto al portón de la casa nos esperaba una nueva amiga: Lucía, la perra cimarrona de los vecinos de la esquina, mimosa y plasta como la que más. La gata Guaytica se dignó hacerme algún mimo, desayunamos, mi viejo se probó el buzo que le llevé de cumpleaños y nos fuimos a caminar al ritmo cada vez más lento de mis progenitores. La primera parada, qué duda cabe, fue para alimentar al Gato Esqueleto. Aún se le palpa la columna vertebral, pero al menos ya tiene pelo y camina con paso más vivaz que hace unos meses, e incluso viene a nuestro encuentro desde media cuadra antes. Me lo llevaría para casa, si no fuera porque imagino vívidas escenas de pugilato entre las dos gordas de Arbolito y el nuevo, al que no quiero someter a tan dura prueba de sobrevivencia.
           
La playa estaba casi desierta, bajo un sol de verano digno de público más nutrido. Mucho pasto, eso sí, pero el agua estaba clara como siempre y las aves cruzaban todo el tiempo frente a nuestros ojos. Un barbilla nos siguió pacientemente por cuadras, hasta que entendió que no lo íbamos a adoptar y nos abandonó en alguna parte. Caminamos como veinte cuadras, nos cruzamos con una docena de personas, jugamos al 5 de Oro en el kiosco de Juanita (a la que esperamos un rato, porque estaba charlando a media cuadra con su amiga de la panadería) y volvimos. Mi viejo y yo pasamos un rato por lo del Carioca, le compré un kilo de Ambrosía y aproveché a sacarle unas fotos de su extraña casa, aunque otra vez me quedé con ganas de fotografiarlo a él con sus pelos blancos y lagos, sus lentes, su sonrisa franca y ese aire de personaje que comparte con más de uno por estas latitudes.
           
A eso de las once, confirmado ya que no me iba a conectar a ninguna Red Ceibal de la zona, me desplomé sobre la cama y quedé inconsciente por una hora por lo menos, mientras mis viejos tomaban mate bajo los árboles del fondo, donde mi hamaca estaba ya preparada. Al mediodía pasé un buen rato actualizando la fecha y hora y borrando mensajes viejos (a veces equivocados) de sus celulares, por ejemplo: “Acá con la Vale re turrit y el Brian re slow, tamos flayando”. Almorzamos canelones de pollo y dulce de zapallo, todo casero y más que sabroso, tras lo cual me preparé el clásico café con canela y me instalé en la hamaca, un poco culposa de haber dejado a mis gatas encerradas en este día de sol tan espectacular. Pero ya estaba hecho, y al rato de oír los millones de pájaros y el aleteo de los picaflores sobre mi cabeza todo sentimiento negativo se fue diluyendo dulcemente en la modorra de la hora de la siesta. 
           
La tarde se presentó increíblemente tranquila y soleada, ideal para ir a la lengua de arena y pasarme horas observando aves y proyectos de olas. Solo había otras tres personas: una pareja y un muchacho canoso haciendo deportes acuáticos, que me saludó al pasar, mientras un perro marca perro corría gaviotas y teros entre los charcos. Me quedé sentada en la arena seca, dejándome vaciar por el murmullo del agua que con el correr de la tarde se fue convirtiendo en un perfecto espejo matizado de gris y celeste. 
           
Y se vino la noche. La cuadra de casa se presenta casi del todo oscura y silenciosa. Hace un rato que armé el tul mosquitero, Guaytica aún no sabe si dormir o no conmigo, mi vieja ya empezó a hacerme cuentos de fantasmas y espíritus burlones (al mejor estilo de los Barreto de toda la vida) y yo acabo de decidir que no fue una buena idea abrir la Ambrosía, a la cual difícilmente puedo resistirme. Creo que si veo al Carioca voy de cabeza a comprar el segundo frasco. 
           
Y así pasó el cumpleaños número 73 del Cele, pese a que su documento de identidad dice que en verdad recién cumpliría 72 el próximo mes de junio. La gente de Cerro Largo nunca fue muy estricta con insignificancias como la fecha de nacimiento de los niños.

           
Hola, soy Mariela R. y hace un día entero que no me conecto a internet.

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