EL CELE CUMPLIÓ AÑOS
Llegué a Tres Cruces como siempre con tiempo más que
suficiente para esperar el Núñez de la una de la mañana, y me zambullí en el
primer asiento que vi desocupado, a encender mi Ceibalita y tratar de
conectarme a internet a como diere lugar. Sabía que la terminal tiene wifi y mi
adicción conectiva se encontraba en esos momentos en su punto álgido, mientras
me preparaba para pasar un fin de semana sin conexión en Lago Merín.
Veinte minutos más tarde seguía sin novedades.
Una señora rubia de unos sesenta años, muy
prolija y educada, me pidió que le mirara sus cosas por un momento, mientras fue a hablar con una mujer pocos metros más allá. Al rato fue al
baño, y le miré sus cosas otra vez.
_ Cuidamelás, porque tengo hasta el celular ahí.
_ No hay problema.
A los diez minutos otra
veterana, esta vez una morena con pañuelo en la cabeza y bastón en la mano,
empezó a emitir sonidos.
_ Joven. ¡Joven!
_ ¿Señora?
_ ¿No me acompaña al baño, que no veo?
Era ciega. La veterana prolija fue con ella, al tiempo que
yo constataba que al fin tenía conexión y me sumergía en las redes, con una
parte de mí pendiente de los petates ajenos, a cuatro asientos del mío.
La rubia volvió al rato y se puso a hablarme, entorpeciendo mis únicos cuatro o
cinco minutos de usufructo de wifi ajena.
_ Tuve que dejarla sola, y que alguien se ocupe de ella; yo
no puedo. Hace días que duermo en la terminal porque no tengo casa. Estoy
esperando a que mañana me salga una limpieza con cama, así puedo irme. Siete
horas duermo en estos bancos cada noche, siete horas enteritas. Yo bajo la
cabeza y ¡chan!, quedo chanta. A veces me despiertan porque van a limpiar y me
tengo que ir para el otro sector, pero me adapto. El problema es que la
cieguita vino con el marido y él se le borró, se le fue con bolso y todo y hace
horas que no aparece y la pobre no sabe qué hacer, pero yo me lavo las manos,
bastante tengo con mis problemas, ¿no?
Miré el reloj; era la
una menos diez. Tiempo de ponerse en pie y enfilar hacia el andén 22 en busca
del Núñez de turno.
El viaje fue eterno y jalonado de sueños y
despertares, pero sin contratiempos. Al llegar esperé pacientemente el bus que me llevaría a la Laguna En el interín pasaron muchos
liceales, todos de rigurosa camisa celeste y corbata bordó, como los de
antes. Muchos iban en bicicletas pequeñas, como de niños, y se afanaban
pedaleando parados sobre sus vehículos por el empedrado de la Avenida Virrey
Arredondo. Al fin vino Pico y me subí a su desvencijado autobús, tan solo una
hora y media después de comenzar a esperarlo.
Al principio no entendí por qué demoraba en arrancar. Siete u ocho minutos más tarde, cuando subió su mujer con la nietita en
brazos, comprendí que habíamos estado esperando que la criatura se levantara,
porque los abuelos (dueños del vehículo) la iban a llevar a pasar el día con
ellos. A las dos cuadras hubo una nueva demora, esta vez de diez minutos,
mientras la pareja bajaba en una panadería y cargaba bolsas y bolsas de pan y
bizcochos para repartir en varios almacenes del pueblo. Finalmente a las ocho menos diez, bajo un sol cada vez más agradable, arrancamos, no sin
antes cruzarnos con un desfile de autos clásicos consistente en dos cachilas,
una cupé roja y un taxi redondo y simpático, que parecía sacado de una vieja
película de los años cincuenta, acompañados por varios autos y camionetas
modernos con banderas y distintivos varios.
_ Seguro que estos van a comer un asado por ahí, porque
desfilar a esta hora no creo… _ fue la sentencia de Pico, que comía
implacablemente un bizcocho tras otro.
Frente al liceo dos adolescentes hicieron señas y subieron:
habían madrugado en vano, porque no tuvieron clase, al menos en su grupo. En el
camino, garzas de todo tipo, blancas y rosadas. Y al llegar, como siempre, mis
viejos esperándome en la parada del Almacén El Vasquito (que como reza su
cartel del frente “de todo tiene un poquito”).
Junto al portón de la casa nos esperaba una nueva amiga:
Lucía, la perra cimarrona de los vecinos de la esquina, mimosa y plasta como la
que más. La gata Guaytica se dignó hacerme algún mimo, desayunamos, mi viejo se
probó el buzo que le llevé de cumpleaños y nos fuimos a caminar al ritmo cada
vez más lento de mis progenitores. La primera parada, qué duda cabe, fue para
alimentar al Gato Esqueleto. Aún se le palpa la columna vertebral, pero
al menos ya tiene pelo y camina con paso más vivaz que hace unos meses, e
incluso viene a nuestro encuentro desde media cuadra antes. Me lo llevaría para
casa, si no fuera porque imagino vívidas escenas de pugilato entre las dos
gordas de Arbolito y el nuevo, al que no quiero someter a tan dura prueba de
sobrevivencia.
La playa estaba casi desierta, bajo un sol de verano digno
de público más nutrido. Mucho pasto, eso sí, pero el agua estaba clara como
siempre y las aves cruzaban todo el tiempo frente a nuestros ojos. Un barbilla
nos siguió pacientemente por cuadras, hasta que entendió que no lo íbamos a
adoptar y nos abandonó en alguna parte. Caminamos como veinte cuadras, nos
cruzamos con una docena de personas, jugamos al 5 de Oro en el kiosco de
Juanita (a la que esperamos un rato, porque estaba charlando a media cuadra con
su amiga de la panadería) y volvimos. Mi viejo y yo pasamos un rato por lo
del Carioca, le compré un kilo de Ambrosía y aproveché a sacarle unas fotos de su extraña casa, aunque
otra vez me quedé con ganas de fotografiarlo a él con sus pelos blancos y
lagos, sus lentes, su sonrisa franca y ese aire de personaje que comparte con
más de uno por estas latitudes.
A eso de las once, confirmado ya que no me iba
a conectar a ninguna Red Ceibal de la zona, me desplomé sobre la cama y quedé
inconsciente por una hora por lo menos, mientras mis viejos tomaban mate bajo
los árboles del fondo, donde mi hamaca estaba ya preparada. Al mediodía pasé un buen rato actualizando la fecha y hora y borrando
mensajes viejos (a veces equivocados) de sus celulares, por ejemplo: “Acá con
la Vale re turrit y el Brian re slow, tamos flayando”. Almorzamos canelones de
pollo y dulce de zapallo, todo casero y más que sabroso, tras lo cual me
preparé el clásico café con canela y me instalé en la hamaca, un
poco culposa de haber dejado a mis gatas encerradas en este día de sol tan
espectacular. Pero ya estaba hecho, y al rato de oír los millones de pájaros y
el aleteo de los picaflores sobre mi cabeza todo sentimiento negativo se fue
diluyendo dulcemente en la modorra de la hora de la siesta.
La tarde se presentó increíblemente tranquila y soleada,
ideal para ir a la lengua de arena y pasarme horas observando aves y proyectos
de olas. Solo había otras tres personas: una pareja y un muchacho canoso
haciendo deportes acuáticos, que me saludó al pasar, mientras un perro marca
perro corría gaviotas y teros entre los charcos. Me quedé sentada en la arena
seca, dejándome vaciar por el murmullo del agua que con el correr de la tarde
se fue convirtiendo en un perfecto espejo matizado de gris y celeste.
Y se vino la noche. La cuadra de casa se presenta casi del
todo oscura y silenciosa. Hace un rato que armé el tul mosquitero, Guaytica aún
no sabe si dormir o no conmigo, mi vieja ya empezó a hacerme cuentos de
fantasmas y espíritus burlones (al mejor estilo de los Barreto de toda la vida)
y yo acabo de decidir que no fue una buena idea abrir la Ambrosía, a la cual
difícilmente puedo resistirme. Creo que si veo al Carioca voy de cabeza a
comprar el segundo frasco.
Y así pasó el cumpleaños número 73 del Cele, pese a que su
documento de identidad dice que en verdad recién cumpliría 72 el próximo mes de
junio. La gente de Cerro Largo nunca fue muy estricta con insignificancias como
la fecha de nacimiento de los niños.
Hola, soy Mariela R. y hace un día entero que no me conecto a
internet.
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