CAPÍTULO 1:
EL 58
Llego a la coordinación de cuarto año sacándome
chalina y saco apenas entro, muerta de calor. Se decide una encuesta a los
alumnos sobre temas varios, terminado lo cual me dirijo subrepticiamente a Sala
de Profes a fin de dar cuenta de mi torta de puerros de la panadería Fénix sin impregnar
con su delicado aroma a todos y cada uno de mis compañeros. Tanto ella como el
delicioso alfajor de chocolate y dulce de leche que compré de pasada para el
liceo me convencen de que lo mío con la Fénix no es pura nostalgia: es la mejor
panadería de Montevideo.
Terminado el almuerzo acompañé el postre con dos cafecitos (porque el primero lo hice con café de máquina y lo
tuve que tirar por la pileta del baño… no digan nada), y me instalé en la
etapa dos de la coordinación, la de quinto y sexto año, pero duré poco porque
al minuto vino a buscarme la Subdirectora para que la acompañara a una
entrevista con dos señoras cuenteras.
Las damas eran Reneé y Elsye, narradoras orales
según su propia definición y de edad avanzada según rápida comprobación ocular. Quieren armar talleres con los alumnos, tuvimos un buen rato de
instructiva conversación con ambas y dejamos la cosa medianamente encaminada.
A la salida de la charla ya era tarde, de modo
que unos minutos después me escurrí de la coordinación (nuevamente… no
digan nada). Tenía trámites para hacer sí o sí antes de las cuatro de la tarde.
CAPÍTULO 2:
EL 155
Menos mal que saqué boleto de dos
horas porque este ómnibus recorre la ciudad con una meticulosidad que asusta.
Igual es un placer andar (casi) al aire libre, bajo un cielo azul intenso y
amigable, y más cuando empiezo a reconocer lugares queridos de la infancia por
los que hacía siglos que no pasaba: la calle de mi abuela, la canchita del
Primavera, la panadería Danubio. Pero el 155 siguió dando vueltas implacable y
cada vez más el recorrido era una mezcla de tristeza, hambre y basurales tan endémicos
como los perros que merodeaban. De vez en cuando algo pintoresco, como
un taller de motos consistente solo en cuatro piques y un toldo de nylon, o
un pequeño cubículo de bloques pintado orgullosamente de amarillo rabioso y con
el ostentoso rótulo de “Fulanito Coiffeur”. Se ven Iglesias Pentecostales por todos
lados, el Cementerio del Norte, un liceo sin número a la vista, hasta que de
pronto volvemos a la ciudad conocida, tomamos por San Martín y pasamos por una
esquina donde un señor charla con la vecina mientras a su costado descansan sus
tres últimas botellas de cerveza y un impecable vaso de vidrio, todos
prolijamente alineados en la escalera de entrada a un supermercado del barrio.
CAPÍTULO 3:
EN BUSCA DEL CODICEN PERDIDO
Nadie tenía muy claro adónde debía
ir para buscar uno de los benditos formularios que Secundaria me reclama este
año, así que me dirigí al sitio votado por mayoría absoluta entre mis
interrogados: el edificio de la esquina de atrás del IPA, donde antes
funcionaba la Inspección de Formación Docente.
Un muchacho de unos veinte años,
alto y lindo, me gritó al pasar algo que me dejó pensando:
_ ¡Pero qué veterana más hermosa,
por dios!
Sin comentarios. De verdad, sin
comentarios.
Llegué al edificio, me mandaron de
una oficina a otra y al final resultó que debía ir a otro barrio: Colonia y Av.
Del Libertador. Y allá fui.
No me gusta andar sola en ascensor,
y menos si tengo que ir a un piso tal alto como el octavo, pero por suerte un
muchacho subió conmigo y hasta me indicó a qué puerta tocar, porque era de los
funcionarios de ese piso. Para mi sorpresa el trámite fue tan amable como
veloz, y un rato después salía de allí con el Formulario B en la mano. Como el
ascensor demoraba y mi apuro crecía (porque debía estar en menos de veinte
minutos en la Ciudad Vieja) terminé bajando de a pie, al menos hasta el primer
piso, porque cuando intenté llegar a la Planta Baja desemboqué en una negrura
tipo sótano que me hizo retroceder, por si acaso, y subir muy modosita al
aparato por un solo nivel.
Casi corro hasta la oficina de
Acumulaciones pero al final llegué con cinco minutos de tiempo. Un rato más tarde salía con la anotación mental de qué es lo que me falta conseguir ahora. Es como un ritual: yo voy, les llevo rimeros de papeles, las miro
esperanzada, hay un minuto de silencio y escucho una frase lapidaria que
empieza con “Bien, Profesora, ahora solo le falta traer…”.
A la salida el viento huracanado
casi me vuela, y tuve que meter los formularios A. B y C en la mochila, porque
se me estaban arrugando de solo enfrentar la revuelta de tiempo. Al menos ya no tenía urgencia para el resto de los trámites de la tarde.
CAPÍTULO 4:
TRES CRUCES BIENAMADA
Cola en CITA. Gesto solidario de la
tarde: dejo pasar a una señora con bebito. Hago oídos sordos a la histeria
creciente de los clientes ante la lentitud del proceso de adquirir los boletos
y termino en Buquebús, donde me aseguro pasajes y hotel para este fin de semana
en Buenos Aires, con lo cual salgo de la terminal cantando bajito y casi
flotando sobre las escalinatas de Bulevar Artigas. En el 526, nuevo gesto
solidario al dejar sentar a joven que acababa de darle su sitio a un ciego.
Estuve mejor de lo que creía, porque ella estaba recién operada, como me contó
cuando nos pusimos a charlar a propósito del pésimo humor del ciego, que ese
día aún no había almorzado y estaba despotricando de lo lindo contra todo el
mundo, partiendo de la idea base de que “la gente es una porquería”.
CAPÍTULO 5: EL CHOPIN
En el cajero del BROU otra cola, de
unas ocho personas esta vez, y en el interín charla con una francesa,
en inglés. Opa. La Alianza rinde sus frutos, aunque tanto Madame X como yo
reconocimos que nuestro english es pésimo. Ella había estudiado español y yo francés
pero ambas preferimos champurrear un yanqui básico, por las dudas. Estaba haciendo un viaje por el continente con
su marido en una casa rodante y se mostró encantada con la gente, el ambiente y
la comida en Uruguay, aunque reconoció que somos un país bastante caro. Charlamos como diez minutos, después la acompañé hasta un
cajero de Banred porque el del BROU no servía a su tarjeta, y hasta me la
crucé un rato después en Tienda Inglesa, donde nos saludamos casi como vecinas.
Enésima cola del día, en el Banco
esta vez. Pago el alquiler. Paso por el stand de Comprador Frecuente, saco una
revista para leer en el ómnibus, me tiro hasta la Tienda a hacer mandados y
luego a Mosca, recorrido durante el cual me doy cuenta, ante las caras de
decepción de ciertas empleadas del piso de arriba del Shopping, que se ha
largado a llover. Por suerte no me mojo y en el 405 mis cuatro bolsas de
mandados y yo nos acomodamos (es un decir) cerca de la guarda, en medio de un
mar humano que enlentece la salida de cada parada, porque es difícil cerrar la
puerta con tantos pasajeros amontonados en los escalones delanteros. Por el
camino sube el padre más hermoso del mundo con un niño en brazos. Yo voy en el
asiento para lisiados, pero no tengo que levantarme, por suerte, porque mi
espalda me duele tanto que el “pero qué veterana… (etc.)” me resuena en los
oídos minuto a minuto. Antes de bajar saludo a un muchacho que conozco aunque
ni idea de quién es y veo con sorpresa que el padre hermoso no solo baja en mi
parada sino que se da vuelta a mirarme, con niño en brazos y todo. Por momentos
pesa más el “hermosa” que el “veterana”, y sigo mi camino entre truenos y relámpagos,
sin lluvia por ahora.
Cinco omnibuses y siete horas
después de haberme ido vuelvo a entrar a mi hogar dulce hogar.
Quién le explica a Roldana que este
no es momento para ponerse a maullar y revolotear con cara de hambre alrededor
de la heladera. Y quién me explica a mí por qué,
cansada y todo, con dolor de espaldas, sin el trámite hecho, con un montón de plata menos y
oyendo la tormenta que presagia un martes lluvioso e invernal, aún sigo portando
esta estúpida sonrisa que hace días no consigo borrar de mi cara.
Pregunta retórica, amigo lector.
Conozco la respuesta.
Lindo, muy buena narración simpática y cálida de los hechos más pequeños que componen un día cualquiera, genial es tu forma de mirar lo cotidiano, transformándolo en algo especial y diferente. Muy lindo!
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