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domingo, 22 de julio de 2012

El sótano



                                               

        
         Mis abuelos se mudaron de Cerro Largo a Montevideo hace más de cincuenta años. Venían con sus cinco hijas: las mayores casadas, y las otras a las que había que buscar marido. No traían un gran capital pero encontraron una casa espaciosa con un enorme terreno, un chalet con dos ventanales a la calle y un hermoso techo de tejas que daba a un inmenso campo, cuyo precio era tan bajo que estaba al alcance de sus posibilidades.
         La compra del inmueble se hizo a través de la madre del propietario porque este se encontraba por entonces viviendo en Buenos Aires y no participó del papeleo de rigor. “Se tuvo que ir de apuro” fue la enigmática explicación que la señora dio a mi abuela, quien, discreta como toda la gente del interior, no preguntó nada más.
A poco de mudarse al barrio comenzaron lógicamente a relacionarse con los nuevos vecinos. La calle Osvaldo Cruz era por entonces familiera y pueblerina y no faltaron los comedidos que aparecieron a saludar, a presentarse o a ofrecer su ayuda en caso de ser necesaria para alguna tarea propia de la reciente mudanza. Alguno les preguntó qué habían hecho con el sótano y eso a los dos viejos les resultó muy raro, pues la casa no lo tenía. Es verdad que entre el frente y el fondo había un notable desnivel, que uno entraba por el pasillo del costado y recorría una pequeña bajada hasta entrar por el fondo, por la puerta trasera eternamente abierta que todos usábamos, pero nadie se lo había cuestionado. Los vecinos porfiaron que el sótano existía. Más de una vez habían ayudado a meter por ahí un mueble o a guardar un trasto viejo. Incluso sabían exactamente dónde estaba: bajo la actual cocina, que por entonces funcionaba como dormitorio de las dos hijas menores.
Mi abuela en especial quedó un poco mosqueada con el asunto. El piso de aquella habitación había sido hecho a nuevo justo antes de la venta. ¿Para qué un vendedor iba a prescindir de un ambiente que valorizaría la propiedad, un posible galpón, el depósito de cosas que toda casa necesita? Pero el misterio pronto se le pasó de la cabeza; mujer práctica como era, su tiempo estaba demasiado ocupado como para andar metiéndose en razonamientos sin salida.
Poco tiempo después, allá por fines de los 60, cosas bien raras empezaron a ocurrir en aquella casa. Cathy y Marta, las dos tías más jóvenes, empezaron a delirar jurando y perjurando que todas las noches una mujer joven y vestida de blanco que pasaba por la habitación, las miraba y seguía de largo. Ellas no sabían si al final se desvanecía entre las paredes o qué hacía porque estaban demasiado ocupadas dándose de golpes con todo lo que hallaban, en frenética carrera hacia el dormitorio de los padres, alaridos y tropezones mediante.
Mi abuelo era sereno en el Club Naval, es decir, que la vieja era la única que podía consolar a sus hijas en esos momentos. La historia trascendió las fronteras del portón porque por ese entonces mi tía Esther terminó casándose con uno de los vecinos, “El Guiño”, quien junto a otras personas del barrio aportó un dato que les dejó a todos los pelos de punta. Parece ser que el dueño de la casa poco antes de venderla había sido obligado a casarse con una jovencita que estaba embarazada, una renga, a la cual nadie había vuelto a ver desde entonces.
Aquello marcó el comienzo de la leyenda.
La Mujer de Blanco fue el tema obligado de todas las conversaciones en mi infancia. Mi tía Cathy venía cada mañana a mi casa, a una cuadra de la suya, y nos ponía al tanto de las novedades de la noche anterior. Que si la vieron, que si una mano fría la había tocado, que si las sillas del comedor estaban caídas. La cosa no tenía fin, y me dejó una impresión que no hay racionalidad capaz de atenuar. Capaz que también soy sensible a estas cosas desde el momento en que di las primeras señales de querer nacer, porque parece que ante una contracción mi madre, sola en el dormitorio de los abuelos, se tomó del hombro como para aflojar un poco la espalda, cuando sintió de pronto una mano fría que le apretó la suya como en signo de apoyo...
Además estaban las visiones colectivas. Tanto veían mis parientes una mano salir de la tierra en el patio del fondo durante una reunión familiar (y no había nada cuando se acercaban) como descubrían que la casa se estaba incendiando y que las puertas se hallaban trancadas. En esta última ocasión hubo que meter a un niño vecino (¡pobre víctima propiciatoria!) a través de una banderola para que abriese la puerta del fondo desde adentro. Al entrar, sorpresa: nada había quemado, ni humo, ni olor, pese a que todos en esa Nochebuena habían sido desesperados testigos de los hechos. No, lector de fáciles soluciones, no es lo que piensas: jamás hubo alcohol en la mesa familiar, salvo cierto vino casero que hacía mi abuelo y que era tan intomable que duraba décadas sin ser tocado.
Una mañana barría mi abuela el patio del frente cuando de buenas a primeras pasó por allí el anterior dueño de la casa, quien se presentó y le preguntó cómo iban las cosas, cómo se habían adaptado al barrio. Ella contestó que todo estaba bien y le preguntó de sopetón por qué había cerrado el sótano antes de irse.
_ ¿Sótano? ¿Qué sótano? No, señora, olvídese, la casa no tiene sótano, nunca lo tuvo._ Fue su respuesta, mientras se le iba el color del rostro e inventaba rápidamente una excusa oportuna para largarse raudo y veloz.
Huelga decir que nunca volvió a vérselo por la calle Osvaldo Cruz.
Las tías menores con el tiempo se casaron y terminaron viviendo en otras zonas de la ciudad. Mi abuela pasó a quedarse sola por las noches en la casa, cosa que jamás le dio miedo porque era una católica fervorosa y estos asuntos de fantasmas no le iban ni venían. Pero una madrugada, en que como de costumbre dormía sola en el dormitorio del frente, tuvo que reconocer que algo raro pasaba. Alguien golpeaba la puerta del ropero… desde el lado de adentro. Paró la oreja, prendió la luz, y esperó. Los golpes, rítmicos y no muy fuertes, siguieron. Solo una cosa quedaba por hacer, y la hizo. Abrió la puerta del ropero… y encontró al gato negro de Cathy rascándose las pulgas contra la puerta mientras descansaba despreocupado encima de las sábanas limpias. No supo qué hacer primero, si pegarle o ponerse a reír, mientras el bicho ágilmente se escurría entre sus piernas y desaparecía en la oscuridad de la casa.
Otra noche la cosa fue aún peor. En plena madrugada la despertó el arrastrar de un pie a su costado, como si un rengo (¿o quizá una renga?) se desplazara junto a la cama. Tampoco esa vez dudó. Apenas se prendió la luz una figurita menuda salió corriendo a esconderse bajo la cama. Era un ratón que arrastraba por el cordón uno de los zapatos de mi abuelo. Todos secretamente coincidíamos en la admiración por esta mujer que no se dejaba paralizar por miedo alguno y descontábamos que en su lugar habríamos dejado ambos misterios sin resolver hasta el día de hoy.
El dormitorio de Marta y Cathy se hizo con el tiempo cocina y ya nadie más durmió allí. Las historias de la Mujer de Blanco dejaron de renovarse, aunque mis primas y yo estábamos obsesionadas con el tema y cada vez que nos encontrábamos jugábamos a ver quién se animaba a pasar más tiempo encerrada a oscuras en el cuarto de la abuela. Una vez intentamos cavar un acceso al sótano desde el patio, haciendo un enorme pozo que abandonamos al caer la tarde y que mi abuelo se apresuró a tapar. Hay quienes hoy en día dicen que esa noche se desató una gran tormenta y por eso el viejo se asustó y deshizo lo que habíamos hecho, aunque yo no lo recuerdo.
No hubo Navidad desde entonces en que no planteáramos el tema de la apertura del sótano, pero, ¿quién convencía a los viejos de romper el piso de la cocina en aras de hipotéticos hallazgos o reivindicaciones de supuestas víctimas de dudosa existencia? Nunca lo logramos. Ahora ya hace años que los dos viejitos se nos fueron, y la casa fue vendida a una familia de Testigos de Jehová que asegura no haber visto ni oído allí nada raro.
Yo, después de las muchas idas y vueltas a que me fue llevando la vida, terminé viviendo a dos cuadras de la vieja casa. A veces la miro, de lejos, desde la esquina, pero no me animo a pasar por su frente. No sé si bajo sus cimientos aún se esconden el dolor y la injusticia de un crimen impune pero sí estoy segura de que pegados a sus paredes se me han quedado los viejos, mis primas, las tías, las mascotas, los horrendos platos de garbanzo con bacalao que hacía mi abuela en Semana Santa y los sonidos discordantes del acordeón del viejo en cada reunión familiar.
Ahora, en la mitad del camino de mi vida, descubro que en verdad me gusta esto de no haber entrado nunca al sótano.
Y que la muerta me perdone.

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