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jueves, 19 de julio de 2012

Avenida Océano Atlántico, 832 (capítulo 5)


Festejando el día de Reyes los habitantes del 832 decidimos ir  al Cabo. No estábamos seguros de quedarnos pero llevamos una carpa por si acaso, en lo que estuvimos bien, porque la utilizamos esa misma tarde cuando a eso de las cuatro empezó a lloviznar y no paró hasta el otro día. El Cabo estaba gris y solitario; no había mucho para hacer una vez que descartábamos la playa. Hicimos tiempo por el pueblo, nos mojamos, y básicamente tratamos de descansar hasta que se hizo la noche. La carpa se llovía, y éramos cinco en un espacio pensado para dos o tres. A la hora de la movida nocturna tomamos algo en La Taberna del Lobo y nos seguimos aburriendo hasta que aclaró el día. Fue una salida de lo más frustrante. Mónica y yo nos volvimos en el primer jeep del Francés, cansadas, con frío y embarradas después de resbalar por una barranca, en tanto que nuestros amigos apostaron a que iba a abrir el sol y decidieron quedarse hasta la tarde en el Polonio.


La noche siguiente nos encontró de nuevo en el Gaucho. Apenas llegamos le pedimos al muchacho de la barra que nos guardara los abrigos y fuimos a bailar. Hace unos días inventamos con Horacio que somos novios (como se ve, gente con una existencia muy compleja) y mi “amado” cuando no va a bailar le pregunta al de la barra si me porté bien, a lo que el otro siempre le responde que sí. Está claro que el muchacho se fija tanto en mí como en los abrigos que le dejan, porque cuando fui a pedir a la salida mi adorada campera de gamuza descubrimos que ya no estaba. Solo había una cosa beige, amorfa y varonil. Alguien debe haber pedido una campera, le dieron la mía y se fue contento, dejando en la barra el adefesio con el que había ido. Un crimen perfecto.


En el duelo por la campera estaba cuando alguien en similar situación vino a charlar y me contó que 
el día anterior le habían robado la billetera en el Gaucho. En la oscuridad de la noche me resultó difícil determinar si el muchacho me parecía interesante pero me cayó bien, tanto como para invitarlo a ir conmigo y Mónica a desayunar a nuestro rancho, cosa que aceptó. Cuando llegamos Horacio estaba despierto, tirado en la hamaca paraguaya. Mónica enseguida se fue a dormir, en tanto que Horacio y el otro encontraron que tenían un par de conocidos en común y se olvidaron por completo de mi presencia. Creo que ni chau me dijeron cuando subí las escaleras.


Al día siguiente Gabriel amaneció enfrascado en un diario La República de la semana anterior.
_ Che, Horacio, ¿vos sabías que los maratonistas de Kenia son los más veloces del mundo?
_ Mirá vos. –intervino desde el entrepiso Mónica- Yo no sabía que los más rápidos son los... los... ¿cómo se les dice a los habitantes de Kenia?
_ Se les dice keniatas. -respondió Horacio- Pero no es porque sean de Kenia, sino porque tienen unas narices enooormes.



Una noche, cuando ya se habían ido Marcelo y Gabriel, estábamos Horacio y yo afuera del baile cuando algo muy extraño empezó a acontecer. El Gaucho expulsaba gente. Decenas de personas salían corriendo por puertas y ventanas, desesperadas. Algunos tosían, otros lloraban y uno vomitaba, a juzgar por los sonidos que venían de la negrura alrededor del boliche. Mónica apareció con un muchacho argentino al que había conocido esa noche y nos contó lo sucedido: alguien había tirado una bomba de gas lacrimógeno en el medio del baile. El Gaucho daba para todo.


Cuando también nos dejó Horacio las dos mujeres quedamos solas en el rancho. Mi necesidad de sueño por esas fechas era tan apremiante que dormí un día entero, inmersa en algo denso e interminable, como una pesadilla. Abría los ojos, me sorprendía de cuánto había dormido y caía de nuevo. Vine a despertar del todo a las dos de la mañana, con el rancho sumido en un pozo profundo de silencio y oscuridad. Prendí una vela. Una música bajita llegó a mis oídos: en el piso de abajo Mónica y Marcelo, el argentino, se habían quedado dormidos oyendo Onda Marina. Para entonces yo llevaba veinte horas de recuperar fuerzas: ¿quién me hacía retomar el sueño?
Bajé a despertarlos con unos ruidos supuestamente accidentales y de intensidad creciente, hasta que abrieron los ojos. No sé cómo, pero los convencí para ir al Gaucho, que a esa hora estaría en la gloria. Y allá fuimos.


En cierto momento un porteño muy joven, alto y de pelo largo, se acercó a preguntar si podía bailar con nosotras. Asentí con un gesto, mientras pensaba que las nuevas generaciones estaban viniendo cada vez mejores. Charlamos un rato, me cayó bien.
Salimos del baile casi al amanecer, con la decisión recién tomada entre Mónica y yo de ir ahí mismo y sin dormir hasta el Cabo, en la mejor hora para la caminata, con el sol suave de las primeras horas. Pasamos a despertar a una conocida en un rancho cercano, buscamos un par de cosas en el nuestro, y salimos a eso de las siete. 

Íbamos por la playa del barco cuando al borde de la duna encontré una cosa sorprendente, algo que tenía a la vez aspecto de piedra, de hueso y de flor: una roca marrón, con porosidad de hueso, hexagonal, como con pétalos dibujados en una de las caras. Más tarde Pancho me diría que era una placa de gliptodonte, parte del caparazón de uno de esos tatúes gigantescos que vivieron hace diez mil años, pesaban una tonelada y media y llegaban a los tres metros de largo. Ese día inauguré una obsesión, que no va a parar hasta que encuentre un bicho de esos entero para armar en el patio.
El viaje al Cabo fue muy corto: al mediodía se nubló y volvimos para almorzar en Valizas. A la tarde ya estábamos instaladas de nuevo en nuestro territorio.


Humo, polvo, oscuridad, rock y perros: otra noche en el Gaucho.
En medio de la pista llena de gente divisé a Diego, el porteño de la noche anterior, que estaba bailando con sus amigas, y allá fui. 

Ese encuentro dio inicio a la más romántica y fugaz historia de verano. Nunca más cierto aquello de “fue breve pero intenso”, ya que nuestro romance tenía los días contados: cinco, los que le quedaban antes de volverse a su ciudad. Tal vez la esencial fugacidad de la historia contribuyó a que ambos pasáramos por alto el pequeño detalle de los seis años de diferencia en nuestras edades. Es que él estudiaba medicina por motivos altruistas (¡oh!), tocaba el saxo (¡ooh!) y quería escribir una novela sobre los límites entre la realidad y el sueño (¡oooh!). Había nacido en una ciudad de nombre musical recostada a un Río Negro que no era el nuestro, y vivía en la locura y el caos de una Buenos Aires absolutamente diferente al pueblito arenoso y tranquilo donde pasaba ahora sus vacaciones. Bailamos y charlamos hasta que se terminó la música. Cuando salimos a la oscuridad de la vereda ya estábamos aislados del resto del mundo como en una burbuja, ajenos por completo a la violencia del ambiente. A nuestro alrededor se oían discusiones y gritos; alguien quería ir a la comisaría a liberar por la fuerza al hermano, detenido por vender droga en el camping (hermano que había sido alumno mío el año anterior, by the way…), pero nosotros todo lo percibimos difuminado, desde lejos. Estábamos en otra dimensión.
_ Ustedes sí que no se enteran de nada, ¿eh? -nos guiñó un ojo un desconocido al pasar, y los tres largamos la risa.
Ni que hablar de la cara con que me miró esa noche el chico de la barra del boliche, que me suponía enamorada de Horacio. De todos modos cuando mi “novio” volvió días después y como de costumbre le preguntó disimuladamente cómo me había portado, el otro optó por no complicarse y dijo que no me había visto en esos días.



Terminado el baile esa noche Diego me acompañó hasta el rancho, donde Mónica ya estaba durmiendo. Era casi el amanecer. Lo primero que hice al llegar fue retirar disimuladamente una lista de compras que había sobre la mesa, en la cual además de pan, leche y agua había apuntado con grandes letras “biberones”, aludiendo a mi especial facilidad para conocer gente menor que yo ese verano. Compartimos un desayuno tan frugal como lo permitían los magros gastos comunes de la residencia y al rato él se fue, tras lo cual yo me quedé sentada en la duna al frente del rancho, en una mañana preciosísima.


Sin dudas lo mejor del rancho era esa posibilidad de disfrutar de los amaneceres más lindos del mundo, con el mar de todos los colores: blanco, anaranjado, verde, negro. Tanto cerca, casi al borde de la duna, como lejos, en retirada. Poderoso e inofensivo. Un aliado, en todo caso, con el cual mantengo diálogos continuos y hago pactos de vez en cuando. En eso estaba cuando vi a un veterano conocido que venía caminando por la orilla y subió a saludarme, cargado con los tesoros que le había ofrecido la playa esa mañana. Un colega, por lo visto. Venía especialmente inspirado porque andaba leyendo el libro de Varese sobre los naufragios y leyendas en las costas de Rocha y había encontrado unos trozos de cuerda y metal que suponía provenientes por lo menos de algún galeón hundido.
_Te podría regalar alguno, pero yo creo que cada uno debe ir armando su propio barco. -dijo, antes de seguir su camino.
Era suficiente para una mañana de magia, y me fui a dormir con una sonrisa en la cara.



Por esos días Mónica ya estaba total y completamente enamorada de Marcelo, el argentino de la noche del gas lacrimógeno, situación que consistía en que la mitad del tiempo se pasaba preocupada porque él no venía al rancho o compartía poco tiempo con ella, y la otra mitad me repetía lo divino que era y lo sólido de su relación de una semana. Al parecer mi función era la de oído full time. Marcelo me caía bien, aunque me pareció un poco dormido a partir de un día en que desapareció del mapa y cayó a la noche con Garotos. Había ido al Chuy, donde además de comprar cosas terminó perdiendo un montón de plata... ¡en la mosqueta! Y encima nos lo contó sorprendido de lo ocurrido, orgulloso de haberle dicho al mosquetero: “sos una mala persona”. Seguro que el otro cambió de profesión después de eso. En fin.


A las once de la noche no había luna a la vista ni se distinguía el mar por la ventana, a excepción de las manchas fluorescentes de la espuma con noctilucas. Mónica estaba desde la caída de la tarde en el pueblo con Marcelo, y yo p
or primera vez me encontraba sola en el rancho tan tarde y sin saber qué hacer. Si pensaba salir no me quedaba más remedio que encarar por mi cuenta la negrura del camino, porque estaba implícito un encuentro con el porteño en el pueblo. Siempre he sido miedosa, no con temores racionales sino de los que entran en el terreno de las posibilidades, de lo impreciso, pero esa noche también me asustaba algo muy concreto: al fondo del rancho, sobre el monte, había una gran fogata con sombras humanas deambulando de aquí para allá. Obviamente no podían ser más que ladrones, forajidos, asesinos seriales o participantes de un aquelarre en busca de la víctima propiciatoria de la noche... 
No, no es fácil vivir en mi cabeza.
En cierto momento terminé de decidirme y bajé a la playa. Ni bien salí me encontré con dos enormes ojos brillantes en medio de la oscuridad. Me pegué el susto de la vida, pero solo era un lobito que acababa de salir del agua. Pobre, tal vez necesitaba ayuda pero yo no sabía qué hacer. Fui hasta el pueblo a velocidad récord. A la vuelta ya no había rastros de él.


Esa noche me terminé quedando a dormir en el rancho de una amiga, y la siguiente en el de Diego y su grupo. Hubiera estado bueno tener “mi” rancho sin Mónica por una vez, pero a ella de ahí no la movía ni una topadora de la Intendencia. La lista de razones para no continuar esa amistad 
había empezado hacía mucho tiempo, y crecía a pasos agigantados. 


El día en que Diego se volvía a Buenos Aires pasé la tarde con él y sus amigos en la playa. El Rutas del Sol partió con inusual puntualidad a las siete, dejándome con la más absoluta sensación de vacío. No era solo que se fuera de Valizas: se iba de mi vida, y por más historia fugaz que hubiera sido, eso era difícil de aceptar. Habíamos intercambiado direcciones y teléfonos, nos podríamos volver a encontrar en otras calles, bajo otros cielos, pero todo tenía gusto a fin. El ómnibus se fue, levantando la polvareda de siempre por las calles de Valizas. Bajé la cabeza y empecé a caminar hacia la nada.
Cuando volvía al rancho por la orilla del agua con pinta de desolación, un vecino que corría por la playa 
y con el que nunca había hablado me pegó un grito:
_ ¡No te pierdas el atardecer!
Subí la duna para verlo: tenía razón. El monte y el cielo se unían en un rojo furioso y hasta la menor brisa se había aquietado. Todo estaba en suspenso. Y yo seguía viva.

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