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sábado, 14 de julio de 2012

Avenida Océano Atlántico, 832 (capítulo 4)


Pasó mucho tiempo antes de que yo volviera a pisar la arena de Valizas. Dos años más tarde, el dos de enero de 1994, regresé al rancho y a mi sitio de poder en las dunas.

Ya desde lejos advertí que las cosas no estaban exactamente como yo las recordara. El techo caído era claramente visible, tanto como la paja esparcida por todos lados, y una de mis misiones en ese viaje era contactarme con alguien que le pasara a Laura un presupuesto por el arreglo, cosa que era evidente que tendría que hacer cuanto antes. Después me enteré de que a la llegada Gabriel y Horacio el día anterior, a eso de las seis de la mañana de Año Nuevo, habían encontrado a la ocupante del rancho totalmente instalada (y dormida), sin la menor idea de nuestro arribo, por lo cual tuvo que improvisar una mudanza express y llevarse de apuro sus cosas, incluyendo a
 su perra recién parida.


Como grupo de vacaciones mis amigos y yo resultábamos un poco atípicos, porque excepto entre Horacio y Gabriel la amistad de los demás era tan reciente como frágil. Por otro lado, éramos dos hombres y dos mujeres, lo que traía aparejada cierta necesidad de dejar bien en claro para el resto de la gente que entre nosotros no había ni el más mínimo interés amoroso, so pena de ser catalogados como las dos parejitas del rancho. Tal vez por esta razón nuestros hombres se nos pasaban escapando, haciéndose los nunca vistos hasta la hora en que cerraba el último baile. Ahí sí, nos encontrábamos en la playa para volver juntos, con todas las novedades de la noche por compartir.

El primer día fuimos a un lugar mágico que yo no soñaba que existía, muy cerca del rancho: la Duna Blanca. Es una enorme extensión de tibia y blanca arena, a la que sólo se accede con facilidad desde la playa en una parte en que se interrumpe la línea de acacias, esas que se dice fueron plantadas en la dictadura para frenar la erosión de las dunas. Era el mismo monte en el que vi la víbora verde mientras buscaba leña, al que no habría vuelto a entrar por nada del mundo, pero todo cambió con el descubrimiento de la Duna Blanca. Ante mí se abrían cuadras y cuadras de nuevos paisajes, de bosques de pinos y monte criollo, con algún humedal en el medio y unas pocas vacas que observaban desde lejos. Desde un sitio alto se ve la isla que queda enfrente a la primitiva Punta del Diablo, en medio del camino al Cabo. Está protegida del viento, por lo cual todo es calma y silencio. Uno viene del ventarrón infernal de la playa y todo se aquieta; parece que se entrara a otro mundo. Incluso hay toda una mitología del lugar con cuentos de aparecidos que aunque puse mucho empeño no logré que nadie me repitiera. “Como dicen los viejos de acá: vaya y vea”, fue el consejo de un pescador con el cual charlé del tema. Habría que ir, y ver.


En la duna hubo un sitio que nos encantó a todos, una barranca de varios metros de altura de arena blanca y suelta. Es como estar al borde de un abismo, pero inofensivo. Horacio se tiró un par de veces haciendo vueltas de carnero, hasta que Mónica trató de disuadirlo.
_ ¡Che, que puede ser peligroso!
Él la miró con una sonrisa, antes de contestar:
_ Sí... pero eso decímelo cuando yo sea grande. Ahora que tengo cinco años lo único que quiero es divertirme, ¿viste?
Y siguió jugando en su mundo, donde los demás no éramos más que decorados ocasionalmente comunicantes.


Siempre que se llega al rancho hay un montón de tareas pendientes. Hay que eliminar la arena del interior, barrer el entrepiso para que se minimice la lluvia arenosa sobre la planta baja, sacar al sol los colchones y frazadas, lavar vasos y platos, tratar de airear, deshumedecer y desenarenar todo. O sea, que estuvimos lo bastante ocupados como para decidir no cocinar y sí ir a comer al pueblo, cosa que resultaba muy barata. Ese día en particular tanto Gabriel como Horacio se sintieron atraídos por El Cangrejo, donde comimos unos pescados deliciosos acompañados con licor de marcela como bajativo. Antes de irnos pregunté al señor que nos atendió cómo ubicar a la fotógrafa, porque teníamos que arreglar cuándo levantaría el resto de sus cosas que había dejado en el rancho. Recibí una extensísima e irreproducible respuesta, plena de todo tipo de detalles y aclaraciones, de la que guardé en mi memoria los datos principales: dos cuadras, una a la derecha, un rancho con ventanas así y asá, etc. “Bueno, gracias”, dije, y me fui, pero a él no le gustó que yo entendiera tan rapidito, así que llamó aparte a Gabriel y le explicó todo de nuevo. ¿Hacía falta tamaña desconfianza? Se ve que sí, porque ni Gabriel ni yo pudimos dar con el rancho y nos quedamos con sus pertenencias hasta que ella nos encontró a nosotros.


La puesta de sol nos halló tomando mate en la playa, felices y en paz. Al caer la noche el paisaje fue cambiando gradualmente, hasta tomar una consistencia casi onírica. Todo quedaba borroso, el viento estaba calmado, no había nadie más alrededor. Entre nosotros y Aguas Dulces se había formado la densa capa de niebla que acompaña casi a cada atardecer y que desdibuja los contornos de casas y olas. De pronto, ya en plena oscuridad, Horacio fue hasta el agua y empezó a dar saltitos como un loco.
_ Ey... ¿qué estás haciendo? ¿Te picó una agua viva? -le gritamos, esperando un chiste.
_ No, pero, miren: ¡la arena brilla! -respondió en medio de frenéticas contorsiones.
_ ¿A ver? ¡Qué buenísimo! Y, mirá, ¡se pueden hacer dibujos luminosos!!
La tribu dejó por un rato la charla y el mate a cambio de esas luces mágicas que se desvanecían en menos de un segundo. Eran las noctilucas. Todos nos sumamos al festejo por ellas, descubriendo dibujos luminosos en la oscuridad del suelo y marcando de luz nuestros pasos. Las olas tenían al romper una fosforescencia especial, y la espuma se veía desde lejos como una enorme franja de luz en mitad de la noche. 
Hablame de realismo mágico.


A eso de las diez seguíamos en la playa, cuando una línea anaranjada hizo su aparición sobre el mar, frente a nuestras hechizadas pupilas. Era la luna, enorme y rojiza, reflejándose sobre el agua. ¿Qué más podíamos pedir? Esa noche decidimos quedarnos en casa, descansando y soñando con lunas rojas y 
noctilucas blancas.


No dormimos mucho. A media mañana ya andaba yo por la playa, en búsqueda de tesoros. El mar estaba ideal para mis fines, casi sin oleaje, limpio y cálido. Iba caminando hasta uno de los filones que tengo determinados, frente al rancho “Contra Viento y Marea”, cuando noté desde lejos cierto movimiento humano inusual en la playa. Mónica me alcanzó en ese momento y nos quedamos un rato mirando lo que ocurría. Varias personas estaban rodeando una mole de color indefinido y olor nauseabundo: un lobo, un enorme lobo marino en estado de descomposición que el mar había dejado en la arena por la noche. Ese es uno de los imprevistos que pueden complicar las vacaciones; algo similar nos había sucedido a Laura y a mí en los primeros días del otro año, sólo que en menores proporciones. Había aparecido sobre la playa un pequeño lobito muerto cuyo olor se sentía desde adentro del rancho, y lo único que se nos ocurrió fue enterrarlo en la arena, en un pozo de más o menos medio metro de profundidad que nos costó sangre, sudor y lágrimas con nuestra pequeña y endeble palita. Con eso solucionamos el tema, hasta que el perro Pichu lo desenterró para llevarnos un pedacito como ofrenda a la puerta misma del rancho. Claro que si es posible enterrar (y reenterrar) a un lobito de pocos kilos, no ocurre lo mismo con un gigante como el que tenían los vecinos. Secretamente nos sentimos aliviadas de que no nos pasara a nosotras.


Por suerte, ellos parecían duchos en el asunto. Ataron el bicho con una cuerda por la mitad, después de lo cual muy trabajosamente lo fueron arrastrando de vuelta hasta el agua. Había varios adultos y algunos niños abocados al empuje del lobo, igualmente repartidos entre el asco y el interés por la tarea. Todo el tema era comandado por un muchacho de pelo negro cuya cara me resultaba vagamente familiar. Cuando al fin alcanzaron la orilla todos, menos el jefe de operaciones, se quedaron en la arena mientras que él empezó a arrastrar al lobo mar adentro, hasta que llegó a flotar sobre las olas. Elemental lección de la vida en Valizas: si debes transportar algo muy pesado, siempre hacerlo por el agua. Con un importante marco de público el muchacho fue conduciendo al lobo en forma paralela a la costa hacia Aguas Dulces, hasta terminar por soltarlo mucho más allá, en una parte solitaria de la playa. Todos lo aplaudimos y vitoreamos como corresponde. 
Solo cuando estaba de vuelta en nuestro rancho, mucho rato después, caí en la cuenta de por qué me resultaba conocido el vecino: era alguien con quién intercambié muy fugazmente algunas palabras en un curso un tanto místico, el invierno anterior. Su rancho era Contra Viento y Marea, lo que me hizo sospechar otra cosa. Durante el curso, dictado por una argentina, una de las actividades era crear imaginariamente el lugar perfecto para meditar. El laboratorio mental, le llamábamos. Uno visualizaba su lugar ideal de relajación, un sitio donde proyectarse, y yo, que obviamente elegí el rancho, varias veces tuve la sensación de que el compañero del curso sentado dos sillas de por medio andaba por ahí cerca. Ahora estoy segura de que él se proyectaba al suyo, aunque nunca llegué a preguntárselo. Y ya que estamos, otra “coincidencia”: durante los cuatro o cinco días que duró ese curso Laura (que hacía meses que no me veía) soñó todas las noches que yo la buscaba para pedirle las llaves del rancho, porque tenía que ir a Valizas.


Al día siguiente nos fuimos Horacio, Mónica y yo de caminata hasta Aguas Dulces, donde hicimos un almuerzo “caro pero especial”, diría mi madre. Horacio pidió unos calamares que creyó que serían su plato principal pero eran tan poquitos que tuvo que ordenar otra cosa. Le salió caro el almuerzo porque invitó a comer a Mónica, que no había llevado plata porque pensó que la idea era sólo caminar y volver al rancho. Ahora que lo pienso, con Mónica y Horacio se juntaron dos de los tres amargos con el dinero que pasaron por el rancho, aunque lo de él recién se declaró al año siguiente, cuando en su trabajo lo mandaron al seguro de paro. Lo de ella era más bien un rasgo integrado a su persona: usaba las pilas para el walkman hasta que ya no se adivinaba qué era lo que se oía, e incluso después las ponía al sol para ver si aguantaban una canción más. Guardaba las cajas de fósforos vacías por si se nos humedecía alguna de las que teníamos en funcionamiento. No compraba una golosina ni por broma, pero siempre aceptaba las nuestras. Galletitas rellenas tampoco, excepto las que descubrimos escondidas en su dormitorio. Andaba en una onda pseudo amor y paz extraída de no sé qué seminarios costosos que había hecho, los que se ve que no eran muy efectivos. En suma, nos llevamos superficialmente bien, aunque con el correr de los días fueron apareciendo facetas que la alejarían para siempre de este grupo humano.

Tres de enero: estalla el pueblo. El recorrido nocturno empieza por Malucos, para tomar una grapamiel o comer una picada. Ahí siempre hay música en vivo, en un ambiente tranquilo. Un poema a Valizas (bastante cursi) está pintado en una de las paredes de afuera, y siempre aparece el autor, que es uno de los dueños de Malucos, para regalarle una copia a cada cliente nuevo y de paso ver si pinta algo con alguna parroquiana, aunque no es insistente. Uno se ubica por ahí y mira los alrededores sin ver mucho, por la poca luz, lo que deja librada a la imaginación la posibilidad de existencia de cientos de personas interesantes por conocer. Al rato bajamos los cientos a decenas, algunos o nadie, según el día.


A eso de la una, todos derivamos suavemente como impulsados por una llamada ancestral hasta una zona oscura y ruidosa en el medio del pueblo: el Gaucho. Es difícil explicarle a quien no conoce Valizas por qué íbamos al Gaucho, una especie de galpón grande de madera con techo de quincha, con una capa espesa de polvo y tierra flotando eternamente entre los danzarines, dos o tres perros tirados por los rincones, un puesto de chorizos al costado y un único y asqueroso baño para damas y caballeros. La casa no cobraba entrada ni se reservaba el derecho de admisión. Capaz que íbamos porque era el único lugar con luz eléctrica, porque la música era buena o porque quedaba cerca de todo, no sé, pero después de las dos de la mañana el mundo valicero estaba en su rancho o en el Gaucho.


Esa primera noche de agite Gabriel y Horacio intentaron una supuesta opción dos, el Dunas, solo para encontrarse con un boliche iluminado y casi vacío, con diez o doce adolescentes jugando al ping pong en unas mesitas, en lo que había sido la pista principal. Eran muy chicos, se ve que no se animaron a meterse en el Gaucho y se quedaron ahí. El Dunas cerró a mediados de ese enero, y no volvió a abrirse.

La del 3 fue una noche de encontrar conocidos. Incluso estaba mi ex novio Antonio, que vino disimuladamente en un momento a preguntar si nos habíamos dado cuenta de con quiénes estábamos bailando. Recién ahí nos fijamos en los seres que danzaban a nuestro alrededor. Eran los salados del pueblo, diez o doce tipos muy pesados que como estaban en barra se hacían los vivos y habían llegado incluso a recorrer las carpas del camping cobrando por protección, al mejor estilo de la mafia siciliana. Mónica y yo, al percatarnos, no demoramos en empezar sutilmente a bailar de costadito, hasta alcanzar el lado opuesto de la pista.


Volvimos juntos los cuatro por la playa, poco antes del amanecer, y mientras Mónica fue a preparar un café los demás nos sentamos en la duna a ver el espectáculo del mar iluminado por las noctilucas.
_Che...con tantas estrellas alguna seguro, pero seguro, que debe ser un ovni. -planteó Horacio.
_ ¿Te parece?
_ Ah, yo creo que sí -terció Gabriel- Es más, podríamos invocarlo ahora mismo para que nos envíe una señal.
_ A ver... concentración. ¡Manifiéstate! ¡Ven a nosotros! -comenzó a payasear Horacio, de rodillas sobre la arena.
_ No, no es así. Hay que entonar una clave. Rama, rama, rama... -Gabriel empezó a canturrear, hasta que Horacio le cambió el mantra, y todos coreamos:
_¡Ra: padre! ¡Ma: madre! ¡Rama: tierra!
Capaz que los ovnis se divirtieron un rato con nosotros, pero no vinieron.


La mañana siguiente amaneció preciosa, como todas hasta entonces, y me dediqué a modelar un lobo de mar en la arena. Me quedó bárbaro, modestia aparte. Cuando lo estaba terminando bajó Horacio, a preguntar qué estaba haciendo.
_ Un lobito de mar. ¿Te gusta?
_ Este… Sí. Muy bueno. Mirá, cuando lo termines, si querés, nos avisás y te ayudamos a enterrarlo.
Horacio. Maestro del humor cándido y espontáneo.


No sé si ya he mencionado que el baño estaba separado del rancho, a un costado. Pequeño, pero útil. Tenía un botiquín con espejo y un viejo lavatorio de metal, con su palangana y jarra esmaltada. La puerta era azul, con una ventana roja que daba para el lado del monte. Uno podía hacer sus necesidades con una preciosa vista, e incluso saludar a algún vecino, o podía escaparse en una situación desesperada, que fue lo que le pasó a Mónica esa mañana. Parece que acababa de entrar cuando vio algo raro, como un movimiento en el piso. Podría haber sido alguno de los sapos del baño, pero no: era una víbora verde, que andaría en busca de nuestros batracios amigos. Yo no estaba, pero me contaron que el grito de Mónica se escuchó desde Aguas Dulces. Salió por la ventana del costado, al mismo tiempo que Esmeralda se arrastraba hacia la puerta del frente, y por poco no se encuentran afuera.


A propósito del baño, la higiene diaria era un poco complicada si uno quería hacerla con comodidad. Hubo quienes prefirieron la solución kamikaze de tirarse por arriba el agua fría del pozo a baldazos y quienes, como yo, siempre optaron por calentar una caldera y dosificar el agua tibia. Había también un balde con agujeros que funcionaba como ducha pero a nadie le gustaba, porque el agua caliente era de efímera duración.


Sacar agua de pozo es un arte, ya que no toda tirada de balde viene con premio. A veces sale vacío y hay que intentar hasta tener suerte, aunque después uno se hace experto y ya está en condiciones de dar clases sobre el tema a los recién llegados. Si se cae algo al pozo se impone pescarlo con un largo gancho que hay que pedir prestado a la gente de La Balconada, en una tarea que tiene sus bemoles.
En uno de los primeros días a Horacio se le cayó la palangana roja al pozo, y entre él y Gabriel la pescaron en un par de minutos. La cosa pareció tan absurdamente fácil que volvieron a tirarla solo para divertirse, pero lo suyo había sido suerte de principiantes, y pasaron como una hora para volverla a sacar. Otro día íbamos a buscar agua cuando notamos un movimiento: se había caído un sapo, que luchaba denodadamente por mantenerse a flote. Tuvimos que hacer mil y un malabares para que el bicho entendiera que su única chance de sobrevivir estribaba en dejarse atrapar por el monstruo plateado con el que lo perseguimos durante mucho rato. Al final, sea por un destello de inteligencia de su parte o porque lo venció el cansancio, logramos que se metiera en el balde, en el cual lo sacamos hasta la superficie. Uno se quedaba pensando en cuánta porquería podría caer libremente durante el invierno sin que tuviéramos la menor noticia, aunque tampoco daba para cerrar el pozo con tapa y candado, idea que me fue sugerida tiempo después. ¿Cómo vamos a cerrar el pozo? ¿Y el vecino lindo de dónde va a sacar agua? Ni pensarlo.



Un día vino Pancho a visitarnos. Era un flaco canoso y cuarentón, eternamente disfónico, que alquilaba por todo el mes, como nosotros. Estaba en el rancho de Ariel, casi pegado al nuestro: uno precioso, con banco orientado hacia la salida del sol y tapices hindúes en las paredes. Pancho resultó ser bien interesante, con años de exilio en Suecia, muy conocedor de toda la zona en la que estábamos. Colaboraba con no sé qué revista o periódico rochense para el cual desarrollaba una especie de corresponsalía desde Valizas y el Cabo, y sabía todo sobre las propuestas gastronómicas y la población estable de ambos lugares. Incluso me propuso sacar unas fotos del rancho para una nota sobre las construcciones en la playa, a lo cual accedí. Como yo aparecía en algunas de las imágenes mis amigas a partir de ahí lo bautizaron Pancho Dotto. Él fue quien me dijo con quiénes y adónde debía ir para averiguar por el arreglo del techo. 


El primero al que pregunté, un famoso albañil del pueblo, resultó ser un veterano chiquito con pinta de borracho, que apareció una tarde y trajo malas noticias:
_ Esto no tiene arreglo. -masculló, mientras echaba una mirada de lástima al rancho- Si el muchacho quiere se le puede hacer un trabajo de apuntalamiento, con algunos palos en el costado que está roto, pero es un trabajo delicado, que le va a salir caro.
_ ¿Qué es caro, qué le puedo decir a Alfredo? _quise clarificar.
_ Y..., no sé, tendríamos que ver, es un tema difícil.
_ Pero, ¿usted lo puede hacer, o es imposible?
_ Vea... si yo agarro este trabajito lo menos que le sale son 1500 dólares, sin garantizarle nada. Además hay muchos palos que están jodidos con el bicho de la madera, o sea que igual mucho no le va a durar. Mi consejo es que le diga que lo venda, si puede, que se lo saque de encima. Consiga a alguien que le dé unos pesos y véndalo, porque mucho no le va a durar. -repitió, por si no me había quedado claro el concepto.


Lapidario, el veterano. Antes de transmitirle a Laura (y por ende a Alfredo) la noticia, me quedaba el otro, al que le decían Correcaminos. Fui a buscarlo, y tras mucho preguntar por “un muchacho pelirrojo que arregla ranchos”, lo encontré en lo alto de una escalera viendo el techo del rancho de un vecino.
_ Soy yo. ¿Qué andas precisando?
_ Mirá, vengo de parte de la hermana de Alfredo, el del rancho hexagonal. Tuvo un problema con el techo, por una tormenta. ¿Vos podrías decirnos si se puede hacer algo para arreglarlo?
_ Ahora no sé si puedo. Deberías haber venido antes.
Este era más serio que el otro, pero igualmente tajante.
_ Lo que pasa es que recién nos enteramos hace cinco días, no sabíamos nada. -aventuré en mi defensa, convertida también en acusada por no haber defendido al rancho como era debido.
_ Si hubieran venido cuando recién pasó lo del techo era una pavada arreglarlo porque se quebró el palo, pero la quincha estaba entera. Duró así pila de tiempo. Ahora hay que techar toda esa parte, y se rompieron otros palos por el peso extra. Hace como dos meses que eso está así. A esta altura no sé si se puede hacer algo.
Dos meses. Parece que la fotógrafa no era una ocupante muy responsable que digamos. O tal vez es que no tuvo tiempo de llamar a Laura para avisarle, por aquello del estrés de la vida en Valizas...
La cosa quedó en veremos. El Correcaminos no se comprometió a nada, yo quedé de avisarle a Laura y que ella decidiera. El agujero era enorme y el techo se desflecaba un poquito más cada día, con lo que el fondo estaba tapado de paja, especialmente si había viento.


Esa noche fuimos a bailar los cuatro, y no volvimos hasta que terminó el Gaucho. Regresamos muertos de cansancio, y cuando ya nos íbamos a dormir Horacio recordó algo.
_ Che, Gabriel... ¿No es hoy que viene el Falca?
_ Fa... tenés razón. -le respondió ahogando un bostezo. -¿Te dijo a qué hora?
_ Salía en el primer ómnibus, así que a eso de las seis va a andar por acá. Nos va a despertar golpeando, qué embole.
_ Podemos dejarle la puerta abierta y un cartelito para que entre y no nos despierte.
_ Ta, yo lo hago. Mariela, ¿me das una de esas hojas de escrito que tenés por ahí?

"Hola, cómo llegaste, cuántos años tenés, quién sos. Mirá, en este momento nos estamos haciendo los dormidos. Seguinos la corriente. Hay termo, mate y yerba (y pozo de agua limpia): Arriba hay una cama. Hacé lo que vos quieras. Si querés acostate (acostado o de pie -pata-) o salí a dar vueltas carnero por la playa. La playa está para el lado del mar, la vas a ver enseguida.
Chau, me voy a seguir durmiendo.
Horacio"

Cuando abrí los ojos esa mañana, tenía la vaga sensación de estar en medio de una conversación. Voces somnolientas preguntaban cosas.
_ ¿Qué es eso?
_ ¿Qué pasa, qué es ese ruido?
_Che... ¿Quién está jodiendo a esta hora?
_ ¡Apaguen esa porquería!
En medio de todo eso, presidiendo el diálogo, sonaba insistentemente un pip-pip-pip de reloj de plástico, que venía de algún lado. Que venía de la mochila de Marcelo, en medio del comedor, prolijamente cerrada con candado. Se ve que estaba programado para esa hora y Marcelo olvidó desconectarlo: por no molestar después de leer el cartel se fue a dar un paseo por la playa sin desarmar siquiera la mochila, a la que tiramos para el fondo antes de reanudar nuestro bienamado sueño.
Fue sólo cuestión de suerte que no se la robaran.


Ese día estábamos a cinco de enero y queríamos tener regalos de Reyes, así que hicimos un sorteo de amigo invisible, y al atardecer nos fuimos todos para el pueblo, a comprar los obsequios.
_Vamos juntos, pero cuando lleguemos nos separamos, ¿eh?
Sin preguntarnos demasiado qué tanto nos podíamos dispersar en un mundo con dos almacenes y tres quioscos, simplemente miramos para otro lado, cada uno compró lo suyo y volvimos al rancho.
Como manda la tradición, pusimos los zapatos en la puerta, pero innovamos un poco, porque los dejamos del lado de adentro. Infantiles, pero en Valizas. Cada uno depositó el regalo para la persona que le tocó en suerte, tras lo cual nos fuimos a dormir, Mónica y yo en el entrepiso, ellos abajo. Al rato empezamos a sentir un exceso de actividad en la planta baja, interminables ruidos de papeles, como de quien envuelve muchos obsequios. Por supuesto que no bajamos, de modo que nos dormimos con la intriga.


Seis de enero. Mediodía. Sol y cielo azul. Despertamos y salimos a desayunar al costado del rancho, haciendo como que no nos importaba la fecha, hasta que Horacio pegó un grito.
_ ¡Che! ¿No habrán venido los Reyes?
_ ¡Yo voy primero! -gritamos a coro, y salimos atropellándonos hasta la mesa de la cocina.
Cabe señalar que ninguno de nosotros bajaba de veinticinco años.
Corrimos y tropezamos hasta los zapatitos, donde había millones de cosas. Ellos nos habían envuelto todo lo que había en el rancho: jarras, termos, zapatos, papas, una pelota de fútbol y una escoba para Mónica, que era medio obsesiva con la limpieza. Pero también había regalos de los otros. Yo recibí un collar de caracoles, una tarjeta y un pingüino de plástico azul, a cuerda, que todavía tengo. Ah, y una máscara de esas que hace Ruiz, el artesano de la calle principal. Se portaron, los Reyes.

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