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domingo, 2 de septiembre de 2012

Avenida Océano Atlántico, 832 (capítulo 9)




El siguiente grupo humano en desplazarse hasta el rancho 832 consistía en seis mujeres y un hombre. El Chapa era el único elemento masculino del rancho, acompañado por un séquito variopinto de compañeras de Bellas Artes y amigas de amigas, como siempre. Un grupo un tanto patotero, porque como estuvimos en Valizas desde antes de que se armara el verano nos sentíamos los dueños del lugar, y si por la noche veíamos a alguien alumbrándose con linterna le gritábamos:
_ ¡Che, Montevideo, apagá esa luz! ¿No ves que estás en Valizas?


Por lo general caíamos al anochecer a la parrillada (ya sin caipirinha, porque la que nos daban en diciembre era casera y en la temporada podía haber algún control de Bromatología) o a Poseidón, un barcito sobre la playa donde las empanadas solían venir con pelos. Pasada la una de la mañana El Gaucho era la única opción, pese a que los dueños habían cambiado y yo ya no tenía más la canilla libre de grappamiel que se había instalado en forma implícita desde que me habían robado ahí la camperita de gamuza, en el verano anterior

Una tarde el Chapa descubrió un lugar pequeño cerca del mar llamado Barlovento, con unas pizzas impresionantes como atracción principal. Era un emprendimiento de dos pescadores del lugar, y apenas entramos vimos que parecía haber sido hecho especialmente para nosotros, porque cada uno tenía allí lo que le faltaba en los demás sitios del pueblo. Sandra pudo tocar la guitarra, la Pato encontró una exposición de fotos y yo apenas entré me apoderé de las dos gatitas huérfanas que andaban en la vuelta. Todos disfrutamos de las hamacas para ver el atardecer, de la enorme vértebra de ballena que funcionaba como banco al costado, las deliciosas pizzas de la noche y los igualmente ricos bizcochos de la mañana. 
Una cosa muy particular de Barlovento era que estaba en una zona baja del balneario, de modo que si había crecida del mar, aunque no lloviera, todo se inundaba a su alrededor. Uno quedaba rodeado por cuatro caminos de agua y había que esperar a que bajara un poco para salir. 

Por esos días el Chapa era el hombre más envidiado de Valizas, sobre todo cuando íbamos al pueblo y al llegar las seis mujeres del rancho nos formábamos en fila detrás de él para que nos pasara lista: “A ver… ¿Están todas mis chicas? Número uno, dos, tres...”. Era complicado no empezar a confundir nombres en ese universo de Chapa, Pato, Pacha, Chechi, Nacha, del que solo nos salvábamos por diversidad fonética Sandra y yo. Pronto fuimos conocidos como “El pastor y sus campanitas”. En verdad no era fácil para nuestro amigo la condición del único hombre del rancho, porque todas lo agarrábamos de consejero en materia amorosa y a los dos días ya lo teníamos harto. Igual se divertía, por ejemplo cuando organizamos un baile privado en el que él danzaba con un delantal de encaje (de la Pacha) alrededor de la mesa, o cuando llevó desde el pueblo hasta el rancho una enorme sandía a patadas limpias por la playa. Extrañamente la sandía llegó en buenas condiciones, lo que originó su segunda genial idea: tirarla al pozo para que estuviera fresquita. El viejo balde no aguantó el peso extra y cuando fuimos a sacarla se le rompió el asa, así que tuvimos que hacer mil y una proezas para pescar a la criatura y extraerla de las profundidades.


Ahí por el seis de enero fue el cumpleaños 21 de la Pato y lo festejamos en Barlovento, atendidos por uno de los pescadores a quién le decíamos El Tiburón, razón por la cual cada vez que nos acercábamos al boliche empezábamos a tararear a coro la música de la película. Esa noche terminó con caipirinha en nuestro rancho, y no me acuerdo por qué alguien en cierto momento empezó a sacar decenas de preservativos de un bolso y a tirarlos en el piso. Eran los que daba el Instituto de Higiene; una amiga que trabajaba ahí los había incluido en generosas cantidades en una piñata que hicimos a fines de diciembre en Bellas Artes, por lo que todos teníamos de los mismos. A la mañana siguiente vinieron dos amigos de la Pato a saludarla por el cumpleaños, pero al ver los vasos de caipirinha y los preservativos tirados por todos lados se ve que se asustaron un poco y no quisieron ni pasar. Unos flojitos, mire.


A la noche estábamos tomando algo en Barlovento cuando de pronto vino la moza y dijo:
-¡Campanitas, pasen, que la mesa está servida!
Entramos sin saber a qué se refería, y nos encontramos con que nos habían preparado de regalo, sin motivo alguno, una corvina a las brasas con morroncitos y cebollas...
En retribución los invitamos a almorzar en el rancho al día siguiente, para lo cual nos pasamos toda la mañana haciendo mandados y cocinando, pero no vinieron. Allá a las cansadas apareció la moza, a contarnos que el día anterior uno de ellos se había metido en no sé qué lío y estaba detenido en la Comisaría. Tuvimos que realizar grandes prodigios para dar cuenta de toda la comida que habíamos hecho (deliciosa, con el sello característico de la Pacha), cosa que al final, heroicamente, logramos. 



Por todo lo que estoy contando parecería que yo era la fanática número uno del boliche, pero no. Quedaba lejos del centro, en una zona oscura e inundable, y además unos días antes una amiga de Diego (el porteño del verano anterior) me había contado que él venía y yo sabía que sus amigos no irían a Barlovento, sitio que casi nadie conocía.
Durante el año con Diego nos habíamos escrito, hablamos por teléfono e incluso tuvimos un par de encuentros en Montevideo y Buenos Aires, así que de alguna manera la historia continuaba. 

El problema era que a mis amigos nadie los movía de Barlovento ni por casualidad. Una noche logré convencer a alguien para que me acompañara hasta el Gaucho, y allá fuimos. No bien nos acercábamos, un grupo de gente venía llegando por el otro lado: Diego y sus amigos. ¡Qué momento! Qué momento horrible, porque me saludó indiferente, sin el más mínimo punto de contacto con quien que yo recordaba. Nos quedamos charlando un rato afuera del Gaucho, me acompañó hasta la playa, y punto. 


Volví al rancho, aparecieron la Pacha y el Chapa y nos quedamos hablando un buen rato en la duna del frente, hasta que un cafecito me entibió un poco el alma. 

Ese fue el comienzo de una serie de días dignos de olvido. 
A la noche siguiente, decidida a averiguar qué pasaba, me fui sola al Gaucho, ante la negativa de mis amigos a dejar el hogareño universo de Barlovento. El ambiente en el pueblo era complicado, había robos de ranchos y autos y el camping estaba bravísimo. El día de reyes, por ejemplo, cuando fuimos a almorzar, empezamos a cruzarnos con personas lastimadas. Un ojo negro por acá, una pierna enyesada por allá, curitas en la cara... ¿Casualidad? No: pelea entre dos bandas de ladrones por cuestión de territorio. Se habían repartido el pueblo en dos zonas; de la calle principal para la derecha robaban unos, de la calle principal para la izquierda, otros, y ante la primera transgresión de la norma estalló la Batalla de Valizas.


Por otro lado, había un personaje que me daba cierto miedo. Era el Cóndor, inhalador de pegamento en la playa a toda hora. Una tarde me pidió una galletita y como le dije que no me siguió, gritando no sé qué filosofías de Valizas que según él yo no entendía, hasta que encontré a un amigo y le conté.
_ ¿Te viene molestando? ¿Y por qué no lo soplás?- fue su respuesta.
Tenía razón: el Cóndor estaba en un estado tan lamentable que si uno lo soplaba se caía. Pobre flaco. 



Mi solitaria caminata esa noche desde Barlovento hasta el Gaucho fue, por lo tanto, un acto heroico; tan heroico como inútil, porque Diego se quedó con sus amigos y yo terminé bailando con otras personas.
Al mediodía siguiente, mientras esperábamos eternamente que quedara una mesa libre en Doña Bella, él pasó por la calle y pareció seguir de largo con un simple “¡Hola!”, pero una de sus amigas le dijo algo, y al final se paró a saludar. Charlamos un par de pavadas, y a la primera ya empecé a decirme que todo iba a estar bien, pero no era verdad. Esa noche, sin embargo, hubo un reencuentro en el Gaucho, y de alguna manera volvimos a retomar la historia.
Acababa de asomar el sol. 

Medio nubladito, pero ahí estaba.


La Nacha fue la primera Campanita en abandonarnos. Se iba con sus preciosos pantalones hindúes, regalo de Papá Noel, hechos trizas, sin saber cómo. Un día los dejó en su bolso y al siguiente los encontró llenos de agujeros. Ese fue el primer misterio del rancho. El segundo fue que varias cosas aparecieron mojadas, una mañana, sin que hubiera llovido. Pero hubo más. Todos habíamos quedado medio asustados desde que una noche cinco de las chicas íbamos para el pueblo y recién dábamos la vuelta al rancho cuando nos enfrentó un ser horrible con dientes de vampiro, una cara espantosa gritando en la oscuridad. Era el Chapa, el idiota del Chapa, que se puso unos dientes de plástico y apareció alumbrado por una linterna desde abajo. Quedamos en estado de shock, a tal punto que nos fuimos hasta el pueblo del brazo por la playa, pero él no la pasó mejor: se asustó tanto de nuestros gritos que después no se animaba a sacar agua del pozo porque se imaginaba que con el balde saldría una cabeza sangrante. Ya andábamos predispuestos a ver fantasmas donde fuera.


La Nacha se fue del rancho a eso de las seis, acompañada hasta el ómnibus por todas las mujeres. Nuestro hombre quiso quedarse al fin solo, así que no se sumó a la partida; saludó a su amiga un rato antes y se tiró a dormir en la cama de la planta baja. Al rato vino la Nacha a despedirse y él le dio un beso entre sueños. Entonces algo en su cerebro hizo un click, y despertó del todo. ¡Pero si ya hacía rato que ella se había ido! ¿A quién había saludado? La puerta del rancho, que dejamos cerrada, estaba abierta de par en par. Corrió a mirar si había alguien cerca pero nada, ni un alma, excepto un perro negro que se alejaba corriendo por la arena. 

Al ratito apareció por el pueblo diciendo que nos extrañaba, y ya nadie más quiso quedarse solo en el rancho. La Pacha lo intentó, una tarde, y después dijo que empezó a escuchar voces que le preguntaban “¿estás ahí?”, pero no le creímos.


Con Diego las cosas fueron para atrás. Una tarde en que pasé por la playa a la vuelta de los mandados y me quedé un rato con su grupo, él se durmió a los dos minutos. Otro día paramos a saludarlos y justo ahí ellos decidieron irse a las dunas sin invitarnos, así que nos quedamos la Pacha, la Pato y yo solas en la enorme playa. Le pedí ayuda una mañana para llevar una garrafa cargada hasta el rancho pero sólo me acompañó una cuadra, porque estaba con gripe (dijo) y se cansaba mucho.
No ve quien no quiere.





En medio de todo esto se fueron Cecilia, la Pato y el Chapa. Él me regaló una de las agendas que hace, y también les dio a los chicos de Barlovento. Un buen gesto, quizás un poco inútil. ¿Para qué podría necesitar una agenda un pescador de Valizas? “18 de febrero: un pejerrey”. "10 de marzo: mar agitado”. O tal vez eran prejuicios nuestros (es lo más probable).


Mis amigos se fueron en un día de diluvio, y sólo los que han vivido en el rancho saben lo que eso significaba. Cuando el agua empezaba a entrar por todos lados no había recipiente de plástico que contuviera las goteras y a mí me dominaba una histeria digna de mejor causa. Uno iba viendo cómo se reducían los lugares posibles para dormir, porque camas sólo había tres y la hamaca era incómoda para toda una noche, así que los sacos de dormir debían apoyarse en el suelo, que tendría que estar seco. Si no había comida en el rancho (o sea, casi cualquier día), nadie se animaba a recorrer bajo agua el kilómetro y medio hasta el pueblo para hacer los mandados, y si llovía a la hora de la despedida había que ser valiente para ir hasta Rutas del Sol y enfrentar cinco horas de viaje con los bolsos y la ropa mojada.


Ese día estábamos todos muertos de hambre, y llovía torrencialmente. La Pato estuvo escuchando con el oído pegado a las paredes, a ver si oía algún bicho de la madera, porque dijo que “nos podríamos mandar unos carunchos al ajillo”, pero ellos fueron tan sabios que no se dejaron ver ni oír. Al fin paró la lluvia, cuando ya era la hora de salir, y todas las que nos quedábamos fuimos al pueblo a despedirlos. Fue una espera casi eterna, porque el ómnibus demoró tres horas en aparecer. A la vuelta, después de hacer unos mandados, llegábamos al final de la calle principal cuando se descargó otra vez el temporal. Corrimos hasta la parrillada, donde nuestros amigos nos ofrecieron refugio e incluso pusieron a secar nuestras camperas (que chorreaban agua) junto al fuego.

Mientras paraba la lluvia nos sentamos a una mesa a tomar algo para levantarnos el ánimo. No había casi nadie porque era temprano, pero poco a poco fue cayendo gente. El chaparrón no amainaba. Estábamos un tanto desubicadas: empezaba la hora del agite nocturno y nosotras con las bolsas de los mandados sobre la mesa, bolsas que tuvimos que esconder cuando los hambrientos de siempre empezaron a venir uno tras otro a manguearnos la comida. A medianoche salió la luna llena y corrió cuánta nube hubiera en el cielo, pero nosotras ya desesperábamos por una cama y un techo, así que nos fuimos. Ni te digo el olor que le quedó a las camperas después de horas de estar al lado de la parrilla. Camino al rancho debemos haber dejado una estela de aromas diversos por la playa: asado, humo, tabaco, chorizo y porro.


Si algo le faltaba a ese enero para complicarse era que yo me enfermara, y la culpa fue del agua. En los primeros tiempos todos tomábamos agua directamente del pozo. La primera vez que fui Marcos y Laura le habían metido Electrón para matar los bichos, pero se les fue la mano y pasamos toda la semana sintiéndole gusto a Agua Jane, por lo cual no volvimos a repetir la experiencia y a partir de ahí la tomábamos tal y como salía.
A veces las cosas no suceden como uno desearía, y yo se ve que andaba sin defensas por esos días, así que un atardecer empecé a vomitar y ya no pude parar. Estaba sola con Sandra, a kilómetro y medio del centro de un pueblo sin farmacia. De necesitar un medicamento había que ver si lo tenía el supermercado o encargarlo a Castillos para levantar al otro día. De todos modos había una pequeña policlínica para casos de urgencia, adonde decidimos ir cuando vimos que yo no mejoraba con un té y Paratropina. Por suerte en el rancho de al lado había unas personas con jeep, que amablemente me llevaron hasta el pueblo.


En la policlínica nos atendió Waddei, la enfermera que yo conocía de vista, porque iba todos los días a pasear por la playa con sus seis perros.
_ Mira, el médico no está, pero espérame que te lo voy a buscar, porque anda aquí cerca, haciendo una planchada para El Astillero. -dijo.
Mi amiga y yo nos miramos. ¿Era un médico o un albañil? Pero no dijimos nada.
Al rato llegó el sujeto, que entró a la policlínica descalzo, sin remera y con un short de jean deshilachado. Cero pinta de profesional, aunque hay que reconocer que estaba interesante, con sus ojos verdes y su buen bronceado. Era Jean Pierre.


Rápidamente me revisó, recomendó que no tomara agua de pozo, que me cuidara en las comidas y comprara no sé qué remedio, porque tenía una bacteria. Fue un poco raro que al salir le dijera a Sandra que lo que yo tenía era un virus, pero no nos lo cuestionamos. Compré el remedio (que por suerte tenían en el supermercado) y a la vuelta pasé un segundo por el rancho de Diego, buscando apoyo emocional. Sus amigos estaban de gran charla, pero cuando entré se hizo un silencio sepulcral. Oh, oh. Le conté de mi estado y dijo que esa noche pasaría por mi rancho. Estaba estudiando medicina, era lógico que me pudiera ayudar. Sandra y yo volvimos en el jeep de los vecinos al 832, donde poco a poco la cosa fue remitiendo hasta que pasó por completo. 

El que no pasó fue Diego, ni esa noche ni la siguiente.


La historia no daba para más. Una madrugada se dio una charla final en el pueblo y nos despedimos en la playa, en medio de una niebla cerrada. No recuerdo las palabras ni los gestos, solo que en determinado momento nos separamos y yo me perdí entre las nubes. Llegué a mi rancho, desperté a Sandra y le conté. Ella, siempre fiel a su única adicción, me preparó un café que salimos a tomar sobre la veredita del frente, abrigadas y con frazadas, porque el viento soplaba fuerte. 

Pronto comenzó el espectáculo del amanecer y el pasado pareció empezar a quedar atrás.
Por la mañana volvieron Pato y Pacha, pasé un par de horas en el agua jugando con un morey, vi la playa inundada de caracolitos violeta, sacamos fotos, charlamos. Encontré un diez de bastos roto en la arena y lo tomé como una señal de ruptura de lazos. Como siempre, las cartas aparecen en mi camino y lo cargan de posibilidades.

De todos modos, pasada la euforia inicial del renacer, volví a bajonearme al día siguiente cuando me lo crucé en el pueblo. Me di cuenta de que en los diez días que le quedaban de vacaciones lo iba a ver más que seguido en ese universo de reducidas dimensiones, hasta que la magia de Valizas hizo su efecto y en cierto momento empezó a mejorar mi ánimo, pero no de golpe, sino en cómodas dosis.

En esos días me quedé sola con la Pato, quien pasaba en el pueblo todo el tiempo. Para escapar a tanta soledad empecé a hacer playa más cerca de la multitud, ya que por las Malvinas no pasaba un alma. Ahí se me vino a charlar un día un muchacho muy simpático y después otro, que terminó instalado con nosotros. Estábamos conversando los tres de lo más bien cuando uno comentó que estaba de licencia.
_ ¿De licencia en tu trabajo o en el estudio? -le pregunté.
_ No, no, ninguna de las dos. Estoy de licencia en el psiquiátrico. Me quedan tres días antes de volver. -fue su rápida respuesta.
_ Ah, ¿estás en un psiquiátrico? Yo también estuve en uno. ¿Vos de cuál sos? -terció el otro, ante lo cual yo empecé disimuladamente a resbalar como un cangrejito por la arena, alejándome de costado mientras ellos comentaban las bondades y defectos de sus respectivas instituciones.


Fue suficiente. Al día siguiente ya estaba embarcada en un ómnibus rumbo a mi casa. Valizas es un paraíso, pero hasta los Edenes se desdibujan si uno lleva el infierno adentro.

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