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viernes, 16 de febrero de 2018

La estancia de Don Pepe







Una vez fui a una estancia. Era pleno febrero. 
Mis viejos, mi tío Valmar y yo estábamos de charla a la caída de la tarde, mientras el Toby se ocupaba de patrullar los alrededores del campamento para asegurar que no hubiera ninguna amenaza dando vueltas por el monte. La estancia de Don Pepe era la más linda y la menos peligrosa de todas las estancias del mundo, pero nuestro perro cumplía su misión de defensa de la manada a conciencia, como correspondía a su rol en el grupo.
De repente, un ladrido. Se acercaba un caballo con jinete, que saludó con el sombrero y desmontó en silencio. Era el dueño de la estancia. Nos miramos, sorprendidos, y ahí vimos que no era una la persona que llegaba, sino dos. Mi viejo ya se estaba levantando para recibir a las visitas cuando le vio la cara al que venía a la grupa del caballo y ahogó una exclamación que no presagiaba nada bueno:
_ ¡El Negro!
_ Buenas- dijo el aludido, y descendió del caballo. Mi tío Valmar también quedó conmocionado al ver al amigo de toda la vida en un sitio tan impensado, a tantos kilómetros de la capital y con las primeras sombras de la noche.
_ Pero… Negro, ¿qué hacés acá?
_ Tuve que venir; tus hermanas me pidieron que les avisara. El viejito está muy grave, no sabemos si pasa la noche. 
El viejito era mi abuelo, el viejo Manuel, que andaba por los 80 años, arrastrando las secuelas de un cáncer de estómago mezclado con las consecuencias de una vida de pobreza y doce hijos.
La ocasión no daba para llantos ni lamentos: había que ser expeditivo.
_ Vení, Negro, sentate, tomate unos mates mientras desarmamos- dijo mi padre, mirando consternado el panorama de los alrededores. 
No es fácil deshacer un campamento familiar a las apuradas y con poca luz, ni mucho menos ordenar las cosas para que ocupen poco lugar y entren en la cajuela de la Austin A40 roja y blanca de mi padre, la que en el barrio todos creían que era de la Coca Cola. Mi vieja empezó con las cosas de la cocina, mientras los hombres iban soltando las cuerdas que ataban la carpa. El vecino y el que lo había traído a caballo se fueron al rato, a ver si el Negro lograba agarrar un ómnibus que pasaba a las ocho por la carretera, mientras nosotros seguíamos doblando frazadas a toda velocidad, metiendo comida en bolsas, descolgando enseres y mirando a ver si no dejábamos nada olvidado entre los árboles. Ya en plena noche decidimos que habíamos guardado todo, y nos fuimos. 
Pasamos por la estancia, donde nos dieron las anticipadas condolencias. Esperanzas de que se salvara no había ninguna; se iba a tratar de llegar a tiempo para una despedida. Mi tío Valmar se quedó en la estancia por un par de horas porque no entraba en la camioneta: ellos lo iban a alcanzar más tarde hasta la carretera. Nosotros partimos en seguida; íbamos los tres en la cabina, con el Toby a nuestros pies.
En el camino, varias porteras. Mi madre era la encargada de bajarse, abrir, cerrar, volver a subir. El camino estaba barroso y lleno de zanjas; no llegábamos más. Nadie hablaba. Mi viejo iba concentrado en manejar en medio de la oscuridad más absoluta, tratando de hacer las cosas con delicadeza para que la Austin no se nos quedara por el camino. En cierto momento me pareció que tenía los pies fríos y que algo me estaba faltando. 
_ ¿Y el Toby? ¡No está el Toby!
Puta madre: habíamos perdido al perro en alguna de esas bajadas, no sabíamos en cuál. Dimos la vuelta. El Cele seguía sin decir una palabra. Allá a lo lejos, varios kilómetros atrás, le vimos los ojitos brillantes en medio de lo negro. Venía sin aliento creyendo que lo abandonábamos, pobre bicho. 
Mi vieja me echó la culpa de haberlo perdido, inventando una regla nueva (“el que viaja al lado de la puerta es el que mira que el perro suba”) pero no me extrañó, porque es lo que siempre hace. Abrazamos al Toby, le dimos agua y mimos, seguimos el viaje. 
La de Don Pepe era una preciosa estancia en Florida a la que nunca más íbamos a volver, porque poco tiempo después iba a desaparecer, tragada por las aguas del embalse de una represa. 
No miré a mi viejo en todo el camino; ese viaje debió ser bravo para él, y peor para mi tío, que lo tuvo que afrontar solo y en la incertidumbre de qué estaría pasando en su casa cuando regresara, porque Valmar era uno de los varios hijos que compartían con el viejo la enorme y deteriorada casa de la calle Lutecia. 
El Viejo Manuel fue el que menos conocí de mis cuatro abuelos; no recuerdo haber tenido una charla, ni saber nada de lo que había sido su vida antes de convertirse en una presencia adherida al banquito del frente de su casa, rezongando a los botijas de la familia y quejándose por todo. Después vino la enfermedad y ya no salió de su cuarto. 
Entramos a Montevideo alrededor de las once de la noche y fuimos derecho a los de mis abuelos. Había varios autos a la entrada; paramos en la esquina y el Cele se bajó solo, para no dejar la camioneta cargada a merced de los ladrones. Mi madre, el Toby y yo esperamos en silencio hasta que volvió, diez minutos más tarde. 
_ Ya se murió. Están en pleno velorio.
No había más para decir. 
Hoy estaba por hacer algo en la computadora cuando vi la fecha y se me vinieron encima las imágenes, especialmente los ojitos brillantes del Toby corriendo atrás de la Austin que se le iba. Cosa rara la memoria, cómo graba a fuego cosas de hace una vida y empaña otras de recién. O será que se gasta con el tiempo. 
Estuve buscando fotos de ese viaje y no tenemos, ni tampoco hay ni una foto del Viejo Manuel, ni siquiera alguna en que aparezca borroso, confundido entre los rostros de sus muchos hijos. No está en el casamiento de mis padres, no está en el álbum de las fotos en blanco y negro, nada. No aparece. Como si el tiempo se lo hubiera tragado. 
En todo caso y por las dudas, no duden en correrle de atrás a la vida si sienten que de repente los está dejando solos en mitad de la nada. A veces la oscuridad no es más que un susto pasajero.

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