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jueves, 3 de mayo de 2018

No hacía falta





Cuando vi que la bola se detenía en colorado el 14 no grité, juro que no grité. Solo me quedé ahí quietito y sin moverme ni un milímetro mientras por adentro me subía una cosa como una efervescencia, los ojos se me abrían hasta quedar tirantes y el cerebro empezaba a tirar fuegos artificiales de esos que se ven en las fiestas, pero de los grandes. De la Noche de las Luces, por lo menos.

Era cosa de no creer. La primera vez que iba a la ruleta; había empezado con los mil pesos que me dieron de aumento por los quince años de trabajo y fui ganando una vez y otra, y otra, hasta esto. Una fortuna. Nunca en la vida conocí a alguien que tuviera ni cerca. ¿Qué digo ni cerca? Nunca en la vida conocí a alguien que tuviera plata. ¡Muchacho! Ahora sí que salimos de pobres, pensé, pero no quise empezar a los gritos porque uno es medio bruto y capaz que eso acá no se hace. ¡La de cosas que quedan por aprender a partir de esta noche!, me dije, mientras disimulaba una lagrimita que amagaba a caerme por la cara. ¿Llorar, yo? No, señor. ¡Lo que faltaba!

Cuando me dejó de volar la sangre por las venas y pude enfocar los ojos de nuevo, pregunté. Me dijeron que en el correr de mañana en horas comerciales podría pasar a recibir el cheque del casino. Que tenía que ir yo y nadie más porque el premio es intransferible, repitieron, y que cuando se trata de mucha plata el dinero no se entrega en el momento pero si yo quería seguir jugando me lo apuntaban a cuenta y lo descontaban cuando me pagaran.  
En las caras se les veía que me iban a pinchar todo lo posible para que siguiera apostando, pero a buen puerto iban por agua. Di media vuelta y arranqué para las casas. Ni loco iba a perder lo ganado; esta era mi primera y última noche de ruleta. Lo juro por la memoria de la viejita que me mira desde el cielo, paz descanse.  

Mientras iba de regreso en el 110 tuve como una hora y pico de tiempo para pensar. Decidí que cuando se lo contara a la Ñata lo iba a hacer en grande, como para que no se lo olvidara mientras viviera. Si hubiera sido otra capaz que no lo hacía, pero la Ñata es a prueba de balas y no se iba a andar muriendo de un infarto, así que decidí que esa noche la iba a llevar del infierno al cielo en menos que canta un gallo. Al gurí no sé si lo iba a poder embaucar, no porque sea muy vivo, sino porque hace unas semanas que no para en casa. Debe andar enamorado.

Después de caminar las cuatro cuadras desde la parada esquivando pozos y perros por los pasillos del barrio entré al rancho y me moví medio a lo oscuro, para no despertarla. El gato de la Ñata andaba por ahí cazando bichos, pero ese no es problema porque no maúlla salvo que olfatee comida y yo venía sin nada en las manos. 
Abrí la puerta del armario de la cocina despacito, despacito, tanteé por atrás de los frascos del azúcar y la harina y saqué el revólver. Pensé que iba a estar más sucio porque hace una punta de años que acá nadie tiene que salir a hacer la noche por unos mangos, pero no: estaba reluciente. La Ñata lo debe de haber limpiado, pensé, mientras me acercaba al dormitorio. Mujer imprudente, me dije, pero sin miedo ninguno, porque yo a este coso hace añares que le saqué las balas. Fue todo el mismo verano: el nacimiento del Oscarito, la entrada a la fábrica de vidrio y el abandono de las bandidiadas. Aquello ya era tiempo pasado. 
Pasado pisado, susurré, ya medio imaginando un viaje en barco, unos vasos de whisky y una mesa con comida hasta pa' tirar pa'rriba. Pero antes la bromita, y después el notición.

_ ¡Ñata! -pegué el grito desde la puerta. 
Ella saltó de la cama y se me quedó mirando con los ojos redondos como dos de oro.
_ ¿Qué hacés con el revólver, Antonio?
_ ¡No aguanto más esta vida, Ñata!- dije apuntándome a la cabeza como si de verdad quisiera terminar con todo. 
_ ¡Pará viejo, qué hacés!- escuché un grito del Oscarito, por la izquierda. -Dejá esa arma, que está car...
El estruendo me impidió escuchar el final de la frase del botija, que de repente se cayó de rodillas, mientras miraba cómo mi cuerpo se desplomaba despacito y sin ruido sobre el piso de baldosas.
_ Que estaba cargada, viejito, porque yo...- empezó a decir, pero no terminó la frase.

Igual no hacía falta.

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