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martes, 3 de abril de 2018

Abril 2018






“Momento de furia. ¿Alguna vez te enojaste y tiraste algo contra algo o alguien? ¿Qué tiraste? ¿Por qué te calentaste? ¿Qué agarraste, qué tiraste, qué reventaste?”

Petinatti contribuyendo al buen relacionamiento social y a la no violencia, como siempre.


Gracias, coche 94 de la línea 110 por ponerlo a todo volumen, así no se desperdicia la oportunidad de difundir tan nobles y sanos contenidos. Así estamos.




Los grandes sucesos de este mundo se originan en la desobediencia, o al menos eso plantean muchos de los mitos de prohibición / transgresión, desde los hebreos (Adán y Eva) a los mayas (Ixquic), pasando por los griegos (Pandora).

En el caso de esta última no estoy tan segura de si da para hablar de desobediencia, desde el momento en que su fin (sin que Pandora lo supiera) era castigar a los hombres, y si los dioses te dan una cajita cerrada y a la vez una curiosidad insaciable, dos más dos, no hay vuelta que darle: la vas a abrir. Todos los males se escapan y están desde entonces a nuestro alrededor. Solo la esperanza, como sabemos, se queda ahí, en el fondo de la caja. Es lo último que se pierde, dicen. Lo que no dicen, por lo general, es por qué los griegos la ponían en la misma caja de los otros males.


Saludos desde un domingo gris y desobediente. No importa cuántos males haya sueltos por el mundo, todos pueden ser derrotados. Incluso la esperanza.




Hace unos años yo tenía un novio que estudiaba teatro en la escuela de La Gaviota. Muchos años. Digamos que en otro siglo. Como estudiante de la institución tenía que oficiar dos por tres de acomodador, y yo muchas veces lo acompañaba: nada del otro mundo, pero había de vez en cuando alguna obra como la gente. Él era bancario, y la actuación era a la vez escape y frustración, porque estaba rodeado de alumnos talentosos, lo que resaltaba su proverbial discretez en estas lides. Dejamos después de un par de años, y por estas cosas de la cartelera no volví a pisar este teatro hasta hoy, en que entro y no me invade ni un mísero recuerdo. Nada. Como si entrara por primera vez. Cero huellas. Cosas que pasan.




Cuando mi viejo plantó una palmerita en su jardín pensó en algo ornamental, más hoja que tallo, apropiado para un espacio pequeño como nuestro patio delantero, pero le erró. La criatura creció, creció, creció hasta sobrepasar la ventana del piso de arriba. 
Hace un par de meses la cooperativa me obligó a cortarla con no sé qué pretextos de reglamentos y amenazas de multas cada mes, pero le dejé sus cuatro brazos a un metro, porque supuse que algo volvería a nacer, algún día.
Hoy tiene 58 brotes asomando con una fuerza bárbara. 58. Los acabo de contar. ¿Cómo diablos van a crecer 58 palmeritas en un espacio de dos por dos? 

Creo que en unos días más los dos gatos van a tener monte propio. Y yo también. :)




Esa inefable sensación de levantarte casi de madrugada, mirar por la ventana de la cocina esperando ver las tablas del patio bañadas por la lluvia y encontrarte a dos metros de la puerta con un bichito muerto, que no te queda claro si será una rata pequeña o un ratón con sobrepeso... 
Sospecho que se trata de un presente dejado allí por un individuo gris entrado en años, quizás para que al verlo yo comprenda que el autor del hecho es aún buen cazador, uno al cual conviene seguir mimando y alimentando, por el bien del hogar y por la seguridad de todos sus habitantes.


#QuéHeHechoYoParamerecerEsto




Una marcha por 18 nos enlentece hasta la casi inmovilidad. Vamos moviéndonos tortuosamente a pasitos de bebé cansado, mientras suenan bombas cada cuatro segundos. El 110 se hace caldo de cultivo para un millón de impacientes resoplidos. La radio nos va avisando que no se puede transitar por 8 de Octubre desde Sanguinetti a Garibaldi, ni por Propios ni por Luis Alberto de Herrera, creo que por un partido (o al menos eso le cuenta al teléfono mi compañera de asiento). Hay frenadas, alguien tiene mal aliento y el ómnibus nos aturde ahora con Nasser, que parece que ama a este lugar aunque nadie entiende bien por qué.

Todo para distraer mi cerebro de la imagen de la rata muerta que voy a tener que sacar del patio cuando llegue a mi casa.

Espero que esté muerta. Espero no encontrar media rata. Espero no caer en su velorio y tener que darle el pésame a toda su familia. Espero que esta no haya sido el inicio de una serie de ofrendas. Espero.


#TranquisQueNoHabráFotos




Tengo un problema, necesito ayuda.
Esto no es un chiste ni una cadena ni una crónica que terminará de manera amable en diez renglones. 
Tengo un problema. 
¿Se acuerdan que ayer mencioné a una rata muerta, que al final desapareció, o sea que solo había estado fingiendo su defunción? Bueno. Apareció. Está a medias metida debajo del deck de madera, medio trancada, viva. Recién Matilda pasó por ahí y le dio unos manotazos; creo que es su juguete, pobre bicho. Acabo de entrar a Matilda a la cocina, y desde ayer no hay una ventana abierta en esta casa.
¿Qué hago? 
Me da lástima, pero también miedo. 
No la quiero matar, pero tampoco la puedo dejar que viva en mi casa. No hacer nada equivale a condenarla a una muerte lenta, que tampoco quiero. Me encantaría que alguien dijera "tranqui, yo la adopto", pero ta, los humanos no adoptamos ratas, lo sé. 
¿Qué hago? ¿Qué harían ustedes? ¿Le pago a alguien para que se encargue? Tirarle con aerosol o pegarle, olvídenlo: no lo voy a hacer. Los gatos por lo visto son medio inútiles en este trance. La otra opción es no salir al patio por un mes; una solución estilo "Casa tomada", que no resuelve la angustia de saberla ahí, sufriendo. 
Necesito consejos.

¿QUÉ HAGO?




Terapia anti ansiedad

Dicen que el miedo a los perros se puede revertir teniendo un acercamiento amistoso con algunos de ellos, que el pánico a volar se soluciona viajando en simuladores de vuelo... Yo estoy trabajando para bajar mis niveles de ansiedad desde hace un mes (siglo más, siglo menos), desde que enfrento una de mis peores pesadillas, y es que estoy con problemas de conexión en mi casa. 
Es un temita psicológico, una forma de adicción, lo sé, lo sé, lo sé, pero no se trata solo de entretenimiento: trabajo con esto, necesito wifi. 
Ya apagué y reconecté todo lo apagable y reconectable, ya llamé a Antel, ya un amigo ha instalado tres diferentes routers, pero la cosa continúa hasta hoy incambiada. Prendo la notebook. No hay conexión. A la hora y pico, sola, se conecta. Si la apago, recomienza la misma historia. Cuando quiere, se cuelga. El ipad hace años que se cayó y quedó un tanto desequilibrado: hace lo que quiere, y en general no quiere. La computadora vieja se desmaya cada tres minutos. El teléfono la va llevando, pero se me van cien pesos de datos cada tres días. Por si fuera poco (sé que ya lo he contado, pero déjenme hacer catharsis una vez más) la computadora del trabajo dos por tres se oscurece, queda todo en blanco y negro y demora dos minutos o media hora (según el día) para volver a la normalidad.

Todo para decir que si me cruzan por la calle y perciben que ando un poco desencajada, con la mirada perdida en el horizonte o aislada del entorno inmediato, no se preocupen, que ya va a pasar. Es solo el síndrome de abstinencia.




Abro la puerta del frente para que Matilda encare la lluvia y vaya al baño en el jardín, porque no hay manera de convencerla de usar la caja sanitaria. Insólitamente el gato cabezón del frente, que suele ser tímido y huidizo, se cuela muy decidido, come, toma agua y se instala en una silla. Elige la de Matilda, pero le digo que no se desubique y lo paso para la de enfrente. Cuando a los dos minutos abro de nuevo y entra la gata su cara es un poema. Se detuvo un metro antes de la mesa y ahí está, alelada, definiendo qué acciones emprender para la reconquista del territorio invadido, concentrada, meditabunda, pero siempre bella.




El 103 avanza lento y repleto, como siempre a esta hora. Viajo de pie junto a una pareja sentada enfrente, dos jóvenes de veintipico, flacos, ambos con pinta de ir a trabajar. Él viene cebando el mate; ella de vez en cuando le cuenta alguna cosa. Una pareja normal, en suma. Ella viene revisando su celular; él le clava los ojos a la pantalla cada vez que aparece una página nueva, a ver qué está mirando. La chica dos por tres le muestra lo que ve o le lee alguna cosa que llama su atención. Me da la impresión de que sutilmente le está queriendo probar que no anda en nada raro. En cierto momento apaga el teléfono: cuando lo enciende unos minutos después se ve un fondo de pantalla con los dos abrazados. Es una foto común, solo que él tiene una gran corona como efecto agregado sobre su cabeza. Una pareja normal, en suma, pienso, mientras me corro hacia el fondo, donde acaba de quedar un asiento libre.





Cuando subió en la segunda parada, se me sentó al lado con un suspiro de alivio y emitió un sonido con tono de “al fin, qué cansado que estaba” yo opté por mirar por la ventanilla con toda la indiferencia de que soy capaz, como sugiriendo que no te sueñes que me vas a dar charla, porque vas muerto. Ni lo miré, la verdad, igual podría haber tenido 30 años que 70, daba lo mismo. 
Allá por pleno centro, mientras el tránsito se casi paralizaba por alguna razón y todos jugaban a ver quién toca la bocina más alto, me di cuenta de reojo de que el tipo estaba chusmeando lo que yo hacía con el celular, y acto seguido arranqué a chequear las páginas casi a diez centímetros de mis ojos, cosa complicada para la edad de una, pero en fin.
En cierto momento empecé a notar que el hombre a mi lado no venía precisamente en silencio. Algo decía entre dientes. Paré la oreja, medio que atendí, pero ahí él se calló por un par de paradas. ¿Me vendría diciendo obscenidades? Seguí tratando de escuchar: no, más bien eran sonidos inarticulados, al estilo de “uh”, “oh”, “ne”. ¿Tendría síndrome de Tourette? La culpa me invadió; me sentí muy mala gente, mirá si le decía algo y el pobre solo era alguien con una condición particular e inevitable. 
En eso entramos a 8 de Octubre; traté de meterme en la prensa, leer algo que me distrajera y que no fuera personal, pero él seguía mirando mi teléfono, y desistí. 
Un movimiento periférico me llamó de pronto la atención. Algo estaba haciendo ese hombre con su mano derecha. Lo miré. Venía de lo más concentrado en su actividad, que consistía en sacarse grumitos de moco de la nariz y pegarlos con el dedo al respaldo del asiento de adelante. 
_ Permiso.- medio que le grité de inmediato al ponerme de pie para bajarme, no importaba dónde estuviera. 
Él se corrió unos diez centímetros y me miró.
_ ¿Pasás?
_ No. No paso.- respondí con la peor voz de que soy capaz. Se corrió bastante, pero no se levantó. 
Salí sin tocarlos ni a él ni al pasamanos y bajé en Pan de Azúcar, bendiciendo al sacrosanto boleto de una hora, del que aún me quedaban diez minutos de validez.

Como diría Larralde: cosas que pasan.


Si están cenando, feliz cena. Y buen provecho.





En todos lados se cuecen habas... También en el CA1.

Vengo sentada cerca del chofer, quien en cierto momento pide un asiento para una señora embarazada. Miro a los costados: hay un asiento libre, me quedo tranquila. En ese momento una cincuentona pintarrajeada, con el pelo casi blanco y de vestido floreado se instala en el lugar. La embarazada queda cortada. Le ofrezco mi asiento, al tiempo que una joven le dice a la otra que el lugar libre era para la futura madre. 
_ Yo también estoy embarazada- dice aquella, con un desparpajo digno de mejor empresa.- Además me iba a parar, pero como la señora le dio el asiento vi que no hacía falta.
"La señora" que le dio el asiento era yo. La miro, y ella me sostiene la mirada. Embarazada a los cincuenta y pico. Sí, sí.


El Oscar del CA1 va para...





Entrás a la ferretería del barrio y uno de los cuatro hombres que charlan en la vereda entra al comercio y te atiende. Le pedís 20 clavos chiquitos; él saca un puñado de un cajón, los pone en una pequeña bolsa y te los alcanza, al tiempo que dice:
_ Llevalos nomás, los puse al tun tun. 
_ Ah, bien. ¿Y cuánto te debo?
_ ¿Cómo te voy a cobrar por eso? Nada, nada. 
_ ¿Te doy $20?
_ ¿Tas loca? No, no es nada, llevalos tranquila.
_ Bueno... ¡Gracias!

Te vas con tu bolsita llena de clavos casi intangibles en la mano, pensando que la felicidad a veces se compone de pequeños gestos, de esos que nunca -pero nunca- van a salir en los informativos.




Mira, ya no sé cómo ni dónde decirte que la cosa se terminó. Nuestra relación, así como estaba, no va a seguir ni medio día más. Me lastimaste, y lo sabés. No, no, no; yo no estoy diciendo que seas de mal carácter o que tengas malas intenciones, pero vamos a tener que asumirlo alguna vez: sos medio bruto, y no medís las consecuencias de tus actos. Por eso te pegué un par de gritos y te eché de casa hoy: porque me sentí herida y eso es algo que no voy a permitir. ¿Entendiste? Que te quede bien claro. En esta casa los gatos no juegan con uñas. Punto. Y dejá de pedir sardinas, ¿no ves que me tengo que poner alcohol en el arañazo? Bueno, dale, tomá, pero dejá de sacar las uñas cuando jugamos, ¿ta? O te las corto. Sí, las uñas. Por ahora las uñas. Por ahora.




Vengo asada de calor, o más bien en proceso de horneado en el 110, cuando paramos en Propios y veo a un inspector joven que se pone a golpetear con una monedita la carrocería del ómnibus, con el consabido mensaje subliminal de: “ pasando al fondo que hay lugar...”.

_ Qué pelado idiota- pienso, en medio de mi inminente calcinación, y ya me estaba recriminando por insultar a un inocente cuando escucho que una mujer le dice a la amiga: “qué pelado de mierda”, y un hombre más atrás comenta “¿este pelado qué se piensa?”, con lo cual concluyo una Verdad Indemostrable Pero Cierta: el calor, a partir de cierto grado, saca lo peor de nosotros.

_ Escuchame- graba en un audio la del asiento de al lado- vengo recaliente. Más vale que estés en casa cuando llegue, eh? Y dejate de calle y calle.

Lo dicho.


Saludos desde las brasas.




_ No se puede creer... Todos los días lo mismo...- dice el chofer del 7A a una chica flaquísima hasta la preocupación que está parada junto a la puerta, esperando para bajar en Garibaldi. Ella no dice nada, pero él sigue:
_ Lo que pasa es que todos vienen por 8 de Octubre todos los días. No aprenden más. Los padres traen a los nenes al colegio este, el de los ricos y poderosos. ¡Y mirá esta gorda, con el mate y el pucho! ¡Todos los vicios, tiene!
La chica no dice nada, pero se arrima al grupo un hombre que también va a bajar y se mete en el monólogo. A partir de ahí soy testigo de cinco minutos de lugares comunes como “es que a nosotros no nos criaron así”, “uno tenía valores”, escucho agrandes solapados al estilo de “uno, que sabe algo de mecánica” y no-frases como “no se puede creer”, “cómo están las cosas”. 
Es una maravillosa no-conversación, plena de tonterías, vaciedades y mala onda, pero el chofer y el otro se saludan contentos al llegar a Garibaldi. Ya han establecido quiénes son y cómo “piensan”. Ya están prontos para arrancar otro día igual a todos los días.


Menos mal que me voy al IAVA, pienso al bajar, mientras emito un silencioso suspiro de alivio.




Respirar... Continuar respirando siempre, aunque el aire se haga pesado y te apretuje por los cuatro costados, aunque el bebito siga llora que te llora desde el asiento de atrás, aunque el vestido de verano te asfixie cual abrigo de pieles, aunque por la vereda de 18 veas caminar personas con camperas abrigadas, aunque el calor se te cuele por cada célula de la piel recalentada de este otoño que es una hipérbole del verano, aunque la radio del 100...

Alto. Algo así como un alivio comienza a deslizarse por mis oídos, que no terminan de creer lo que escuchan o parecen escuchar. ¡La radio del 100 acaba de poner Solitario Cadillac!


Tiempo de seguir en el bus calcinante que corre por un mundo sin aire, pero al menos ahora cantando bajito y con el corazón contento.




Primero buscás todas las autoexcusas habidas y por haber para no encarar la corrección de las pruebas diagnósticas. 
Después leés una y ya te enganchás, porque les pediste que inventaran una historia a partir de algunas premisas definidas en el grupo, y las historias que hicieron están buenas. 
Hasta que llegás a ella... La Microletra. Y sabés que por ahí, desoyendo todas tus indicaciones previas, te está esperando él: El Lápiz Transparente.


Definitivamente, este es el momento de recurrir a un superhéroe que te salve: Cafecito. Cafecito no será muy saludable, pero nunca te abandona. 




Dos hombres vienen charlando en uno de los asientos paralelos al pasillo del 103 Semidirecto. Uno tiene unos 45, el otro veinte años más. El cuarentón viene de traje y corbata y viaja cargado de carpetas. Durante medio Montevideo los tengo enfrente: son dos desconocidos que disfrutan despotricando del país, de los pobres que viven colgados de la luz y el agua, de la educación, de los valores que ya no existen y de los políticos de ahora, que no tienen moral alguna, según dicen. El cuarentón, en especial, se pasa varias paradas elogiando a Fulano de Tal, líder colorado de otros tiempos, ya muerto. Me llama la atención que se centre en Fulano de Tal, que no era de las figuras principales de su partido, hasta que miro de reojo la carpeta roja, la que está más a la vista de las muchas del entrajado, y leo su nombre, escrito con letra manuscrita al mejor estilo primer año escolar de 1973: Fulano de Tal. Tiene el mismo nombre y apellido; debe ser pariente del muerto, pienso, y en ese momento escucho que dice:
_ Ahora la política es una joda y trabajar en la educación es un castigo.
Sigo recorriendo la tapa de la carpeta colorada y leo, en el tercer renglón: Historia, Didáctica III. 
Bajo del 103 pensando que no me quedó claro si el cuarentón Fulano de Tal es estudiante tardío o docente del IPA pero una cosa es segura, y es que la educación no es el camino para él y ojalá que encuentre otro, por él y por todos nosotros. 
Y me voy a trabajar en el IAVA, que no es un castigo, sino más bien una suerte. 




Yo debo andar de mala onda. 
Hace como veinte días que mi notebook agarra internet cuando quiere. A veces (como ahora) reconoce la señal y se conecta de lo más contenta, pero de repente se tara, se pone antisocial y me aísla del mundo. Tengo otra, muy viejita, que anda con achaques y dos por tres se me queda colgada mirando el techo. La ceibalita, una desmemoriada, también se me puso rebelde, y no reconoce la autoridad del router. El ipad desde que tiene la pantalla rajada (suceso cuyo origen ignoro; no sé si se le cayó a alguien o qué pasó en su oscuro pasado) tiene una forma muy peculiar de no darme corte y hacer lo que se le da la gana. El teléfono (hasta ahora mi más fiel aliado en esto de las conexiones) ya arrancó a dar muestras de una personalidad un tanto errática; quizás lo afectó el baño de mar que le di en enero, no lo sé. Esta semana la computadora que uso en la oficina del CES también empezó a colgarse: con cada foto que intento bajar de facebook (operación básica para compartir cosas en las redes sociales, que es una de mis funciones) la señorita se enoja, se pone toda gris y por un rato de improbable duración se niega a volver a entrar en razones. 
Lo dicho: yo debo andar de mala onda.
Es decir, que me tendría que ir de viaje. 

Por el bien de todos, ¿viste?

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