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miércoles, 2 de julio de 2014

LA BODA





El hecho social de aquel invierno en el mundo de los Rodríguez Perdomo fue el casamiento de Julia Viera con quien había sido su novio en los últimos cuarenta años, o poco menos. La cosa había ido dilatándose, fue pasando el tiempo medio zonceando,  sin darse cuenta, hasta que la unión se hizo destino inevitable y por fin una mañana, como pasa todo en la vida, llegó el momento de dar el sí ante dios y la sociedad.
Como era de esperar por la época y como se estilaba además en esos pagos, el evento tendría lugar un domingo en la casa de un pariente. Sería en pleno campo, lugar donde el espacio y el aire no habrían de faltar a las decenas de invitados que atestiguarían que la unión matrimonial, al fin, se celebraba como es debido conforme a las leyes civiles y cristianas.
Y allá fueron todos, los Rodríguez a pleno y los novios en un mismo camioncito puesto a disposición de la ceremonia y de la fiesta por algún vecino generoso. La tal Julia Viera no era familiar pero sí amiga de toda la vida; de ahí el esfuerzo social y económico de moverse desde Sierra de Ríos atravesando campos y campos con esa gurisada de los Rodríguez que parecía no terminar nunca de sumar a este mundo sus canillas descarnadas y narices prominentes. Encima, como si no bastara con los doce que llevaban anotados el Manuel y la María Jesús, ya iban apareciendo los de la nueva generación, porque una de las hijas, Filadelfia, ya andaba a las vueltas criando sola al Oscarito, el primero de los nietos de la pareja.
Lástima que el vehículo utilizado para la travesía prematrimonial no resultó ser tan bueno como las intenciones de su dueño. A mitad del viaje se les fue a empantanar en medio del barrial de los últimos días y no hubo Cristo que lo moviera de la zanja que sus propias huellas fueron haciendo en el camino de tierra. Los invitados, entre ellos mi padre (que a la sazón andaría por los 16 o 17 años) se fueron bajando de a uno a sumar esfuerzos para empujar. A la postre no se salvó ni la misma Julia con vestido de novia y todo, pero el peludo era bravo y la cosa no progresaba ni un cachito. Al final tuvieron que venir los otros invitados, los que estaban desde hacía horas aguardando en la casa de la fiesta, a ver qué pasaba. Uno tras otro fueron apareciendo, pariente tras pariente, todos a caballo, y solo cuando se apersonó en la escena del trancazo el mismísimo Juez de Paz, recién ahí el camioncito dio un resuello lastimero pero heroico y terminó por zafar del barro.
Los que no zafaron fueron los invitados, los novios y el Juez, que hicieron su entrada en el lugar de la comilona en medio de un temporal de agua y viento, embarrados hasta la coronilla, agotados de forcejear y de insultar al vehículo, al dueño, al camino y a cualquiera que osara mirarlos con cara de “esto no va a terminar bien…”. De todos modos bastó que la novia diera el sí para que el vino y la caña empezaran a correr generosos, borrando el cansancio y haciendo a la mugre de ropas y pieles cada vez menos perceptible a los ojos de todos.
En previsión de tan magno evento la familia había tenido que hacer algunos sacrificios porque atuendo fiestero, lo que se dice fiestero, no tenían. El viejo Manuel, por ejemplo,  compró zapatos de tacón para todas las Rodríguez en la feria de Melo. ¡Una pinturita aquellos tamangos, mire, si no parecían de feria sino de catálogo de revista! El único inconveniente fue que cuando llegaron a la casa de la fiesta lucían tan embarrados que las muchachas los pusieron a secar en la estufa de la cocina, resignándose a andar descalzas por un rato. Lástima que entre la caña y esas cosas cuando se acordaron los famosos zapatos de tacón estaban todos chamuscados y la condición de señoritas descalzas se prolongó durante toda la boda y más allá, porque el cuero con el que estaban forrados los tacos con el calor se despegó y se les arrolló hasta la mitad. Hubieran quedado para tirar si no fuera que el padre unos días más tarde los serruchó como dios manda y les hizo a todas unas chatitas espléndidas.
Un rato después del almuerzo con los novios la tía Mingota puso manos a la obra con la limpieza de los utensilios de la cocina, los platos y cubiertos de la ocasión. Tomó unas franelas que encontró por ahí arriba y empezó dele que dele a fregotear y desengrasar los platos, hasta que la tía Fila le pegó el grito y le ordenó que dejara ya mismo de lavar la mugre de la cocina con los pañales del Oscarito, criaturita de Dios, que no iba a tener con qué cambiarlo hasta el otro día.
La tía Mingota, vale aclarar, era hermana del viejo Manuel, casada y con siete hijos varones, de los cuales su preferido era Carlos, al que ella le decía “minha filha” para hacerse la ilusión de que al fin tenía una nena en la familia. Ella murió muy anciana, de cáncer de pulmón, y le dejó al Carlitos la casa. Mi vieja me contó que años después fue a visitarlo y quiso comprarle un palanganero de loza con su jarra correspondiente que él tenía, seguramente para regalármelo a mí como compensación por los que el mar se llevó junto con mi rancho en Valizas, pero él adujo que eran un recuerdo de su madre y no quiso vendérselos de ninguna manera.
         La noche del casamiento los invitados fueron cayendo uno a uno en un sueño pesado luego del viaje de ocho o diez horas, de empujar el camioncito, de bailar y celebrar hasta el final de la jornada con la familia y los amigos. Algunos terminaron en los galpones, entre las trojas del maíz, donde fuera, sin importar la incomodidad ni el inclemente frío del invierno en Cerro Largo.

Y así la noche fue poniendo fin al casamiento de la amiga Julia Viera y su marido. Nadie resistió al embate del sueño porque al otro día había que volver a la escuela unos y a la siembra y el pastoreo otros y casi todos se durmieron al instante, contentos de haber participado en el esperado broche de oro para un noviazgo que después de casi cuatro décadas ya se estaba volviendo un poco largo.

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