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sábado, 13 de octubre de 2012

Avenida Océano Atlántico, 832 (capítulo 12)




La semana de Turismo de 1995 constó sobre todo de días pasados por agua, con el rancho inundado e incluso con el camino al pueblo por la playa cortado en algunos sitios. Había ido a Valizas con Miguel y hubo un mediodía que de tanta lluvia no nos animamos a volver al rancho después del almuerzo en Doña Bella y nos quedamos como una hora en su patio techado jugando a la conga por plata, juego en el que ambos éramos tan obsesivos como malos perdedores. En esos días comprobamos lo que ya me había dicho alguien: el mar cada año crece un poco más, y la barranca frente al rancho, que no existía cuando lo conocí, tenía ahora como un metro de altura. 


A mitad de semana fuimos al Cabo, a ver si la cosa estaba un poco mejor. En el camino, al cruzar el arroyo en el bote de Rochita, Miguel se quiso hacer el vivo e ir parado oteando el horizonte cual intrépido navegante de procelosos mares. Conclusión: perdió el equilibrio, se me cayó encima y me dejó un diente medio hundido, que me valió un posterior tratamiento de conductos. Sin comentarios.

Excepto por ese detalle, la salida estuvo impecable. La playa estaba llena de estrellas de mar y junté unas cuantas, que olían horrible. De noche pintó un festival de teatro y capoeira en la playa Sur, escuchamos la lectura de varios cuentos en “Duendes” y terminé durmiendo con los championes puestos en la primera cama del rancho de la hermana de Miguel que encontré libre. 


Nuestros perros del verano no nos acompañaron esta vez. Barbi pasó por la playa, ya adoptado por otro grupo humano y tuvo la delicadeza de subir corriendo hasta el rancho a saludarnos, pero no se quedó. A Roberto no lo vimos más.

Volvimos a Montevideo el último domingo, jugando a las cartas todo el camino. Era mi cumpleaños, pero ni eso me salvó de la terrible humillación de perder por conga un partido en el que yo iba menos uno y él cien. Creo que eso determinó más que nada el final de la historia.
Cuando llegamos a casa mis padres se habían ido a Ñangapiré, así que la heladera estaba vacía. Ya era muy tarde para ir al Disco; me entró una especie de depresión de cumpleaños sin amigas y sin comida, hasta que al rato tocaron el timbre Laura, Analía y la Pacha, que cayeron de sorpresa con comestibles y Coca Cola.
Y así empecé los 28.




Con mi madre y mi amiga Anita hicimos una fugaz incursión en Valizas en las siguientes vacaciones de julio por dos días, en los cuales (para variar) el tiempo estuvo nublado y lluvioso.
Una de esas tardes venía de vuelta del Súper Barrios cuando vi a alguien que venía corriendo hacia mí. Era alguien a quien había buscado por cada calle y cada esquina del pueblo desde que llegáramos: era Barbi. De atropellados nos fuimos a saludar a toda velocidad y nos dimos terrible cabezazo. Nos hicimos muchas fiestas y mimos, hasta que vino la nueva dueña, una porteña que se había quedado a vivir en Valizas, pensando mudarse pronto al Cabo. Creyó que era mío y vino contenta a devolvérmelo, pero pronto la desilusioné: yo no podía llevármelo, no solo porque andaba en ómnibus sino porque ya había en casa dos perros vagabundos, que bastantes líos nos causaban. De todos modos, la muchacha parecía buena gente y supongo que se quedaría con él, pero nunca más volví a encontrarlo.


Ahí supimos que el Poseidón había sido arrastrado por el mar igual que el Buteco, el boliche de Mandrake Wolf donde se vendían bebidas y choclos y estaba abierto solo las noches lindas, como rezaba su cartel. Hay en la playa nuevas barrancas por todos lados, tiemblo con cada tormenta y (por si fuera poco estrés) también paso pendiente de los diarios por si la Intendencia de Rocha decide hacer algo con todas las construcciones levantadas (como la mía) en terrenos fiscales. Son muchos miedos para manejar, y lo peor es cuando en Montevideo le cuento a alguien del rancho y me pregunta con cara de desconcierto: “¿y para qué te gastaste la plata en algo que te lo tiran en cualquier momento?”.


Hace como un mes estaba en lo de mi dentista con la boca abierta y la orden estricta de no cerrarla cuando él se pone a hablar con la esposa y su asistente, mampara de por medio, acerca de un temporal horrible que hubo por las costas de Rocha en el que el mar se llevó muchos ranchos, una cosa espantosa. Casi muero intentando que me miraran para preguntar con los ojos más detalles, pero ellos dale que dale con la tragedia y qué horrible, pobre la gente que tenía ranchos por ahí, te das cuenta, pierden todo, todo, todo. Hasta que empezaron a reírse: era una broma.


El siguiente fin de semana largo en que aparecí por Valizas fue el del doce de octubre, con dos compañeras de Bellas Artes. Íbamos a llegar de noche, lo cual no es una experiencia recomendable ya que uno no sabe si no va a encontrar un intruso, una ventana rota o una puerta abierta, pero esta vez estaba todo en orden.


A la mañana se impuso una caminata hasta la gran duna blanca, sitio de descubrimiento ritual al que llevo a cada nuevo invitado. El aire estaba más puro que nunca, no había viento y el ambiente parecía cargado de la paz, la energía y el silencio del invierno. Mónica se puso a hacer ejercicios de yoga al borde del barranco, mientras ambas Marielas nos dedicábamos a un trabajo de relajación, cada una en lo suyo. Yo andaba metida en la lectura de un libro de Castaneda y tal vez por eso me concentré en “ver” como dice él, en percibir lo que no vemos, acceder a otro nivel de conciencia a la vez que se detiene el fluir de los pensamientos y se trata de dejar la mente en blanco. Desenfoqué los ojos y traté de no pensar, mientras aguardaba a que cualquier poder que hubiese en la zona se contactase conmigo o se manifestara de alguna manera. Sentí todo el tiempo que algo estaba a punto de pasar, a la vez que ante mis ojos el entorno se teñía de un uniforme color rojizo. De pronto, escuché un horrible grito de mujer en el monte, como de película de terror. No sé por qué pero no me preocupó y seguí con lo mío, como sabiendo que el grito no respondía a una situación del aquí y ahora. Más tarde, al comentarlo con mis amigas, resultó que Mariela también vio cómo el paisaje se enrojecía y escuchó el grito pero no así Mónica, que estaba a dos metros de distancia. Por otro lado, durante el tiempo de su concentración, Mariela había tenido fija en la mente la cara de una mujer joven y desconocida. Ahí, medio impresionada con lo ocurrido, nos contó una experiencia suya de tiempo atrás en que junto a unas amigas estaban jugando al juego de la copa cuando a ella se le apareció mentalmente la imagen de un hombre, lo comentó a sus amigas describiéndolo y la dueña de casa creyó saber de quién se trataba. Trajo un álbum de fotos y, sí, ahí estaba el hombre. Era el abuelo de esa chica, muerto allí mismo hacía poco tiempo.
La historia terminó por ponernos los pelos de punta.


Un poco después, tras caminar y sacar algunas fotos, pegamos la vuelta. Nos obsesionaba la idea de que habíamos tenido “contacto” con el espíritu de una mujer asesinada y enterrada en la duna, cosa nada improbable, especialmente si recordábamos que esa era una zona cargada de misterio para la gente del pueblo. Claro que éramos conscientes de estar haciendo un pastiche de viejas historias de fantasmas, incluyendo la leyenda de la playita de “La Encantada”, que dice que una mujer joven suele cruzarse con los caminantes y pedirles venganza por su muerte. Una de mis amigas (ya en el delirio más absoluto) dijo "saber" que el nombre de la mujer cuyo grito escuchamos empezaba con R, ante lo cual yo empecé a tantear: Rita, Rosita, Rosario. ¡Rosario! Las dos sintieron algo especial al oír ese nombre, así que decidimos que habíamos acertado. El grito había venido de Rosario, la mujer de la duna blanca.


El mismo día por la tarde llegó el elemento masculino al rancho: Horacio, Gabriel y el Negro Alejandro. Nosotras habíamos decidido no contarles nada de Rosario para no transformar la cosa en objeto de bromas, y preferimos no acompañarlos cuando hicieron su caminata hacia la duna, pero no pudimos menos de sorprendernos y revelarles todo cuando al llegar nos contaron que se pasaron hablando de lo fácil que sería matar a una mujer y enterrarla en ese lugar, donde nadie jamás va a hacer una excavación, donde el viento borra las huellas antes aún de que uno termine de irse.


Último dato: en una de las fotos de la duna que sacamos el día de Rosario mi imagen aparece claramente acompañada por una silueta humana, un contorno que marca un cambio en la coloración de la foto y que no coincide con mi propia forma. Hay quienes la ven y también hay quienes dicen que es un problema del rollo, o una entrada de luz. Pero ahí está.





El sábado de mañana hubo caminata hasta el Cabo. Gabriel quiso quedarse en el rancho y se aburrió toda la tarde, pero los demás nos abrigamos como para el polo y allá fuimos. 
Todo anduvo bien al principio. Encontramos una especie de marco de puerta parado en la arena que transformamos en un portal mágico, poco antes de que Horacio se convirtiera en gaviota y nos diera mil vueltas gritando y moviendo las alas. Sacamos fotos, escalamos la duna, jugamos. Lo que no fue en absoluto  habitual fue la tormenta de arena que nos agarró en plena playa del barco. Tuvimos que vestirnos hasta no dejar ni un resquicio de piel al descubierto, porque la arena nos golpeaba furiosamente, al extremo de dolernos. Así, con pareos en la cabeza, medias, lentes, seguimos camino con el viento en contra, cual grupo de beduinos de una mala película buscando afanosamente la Gran Caravana que nos protegiera. Yo sentía que el viento me había desgastado los dientes, que estaban raros al tacto con la lengua, pero era solo que tenía la boca llena de arena, como comprobaría más tarde frente a un espejo. Como compensación encontré unos enormes caracoles y muchos huesos de lobo desparramados, blanquísimos. O sea que yo no iba a volar con el viento, porque llevaba una buena carga de lastre adicional.
Por fin llegamos al Cabo. Hasta mis rulos habían desaparecido con el viento; juro que cuando me miré en el espejo tenía el pelo lacio. Hicimos un excelente almuerzo, tomamos sol en el patio de una de las posadas, protegido y con vista al mar, y pegamos la vuelta, pero esta vez en jeep, porque el viento era cada vez más fuerte.


Al otro día el viaje fue menos aventurero y menos interesante.
Estábamos volviendo a Montevideo.

1 comentario:

  1. me deslizaste dentro del relato de una manera tan natural que cuando quise darme cuenta era cada personaje, lugar, objeto. Casi onírico.
    ¿qué de ficción? ¿qué de realidad?

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