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miércoles, 19 de diciembre de 2012

Avenida Océano Atlántico, 832 (Capítulo 15)




Era ya febrero cuando retornamos al 832 Mónica, la Pacha y yo, en un día lluvioso. Esa noche fuimos al pueblo, donde un Apolo vernáculo cantaba como los dioses (“¡Ay, amor! Sin ti no entiendo el despertar...”), y a las tres de la mañana terminaron ellas comiendo polenta con queso en el rancho mientras yo entonaba canciones de Serrat subida a un banco junto a la mesada. Al otro día la lluvia seguía y sobre la tardecita me quedé sola, aunque ya los miedos estaban un poco domesticados y resistí la soledad sin mayores problemas.

Días después volvió la Pacha, con un chileno de lo más simpático. Después de una ardua labor de convencimiento en Montevideo ella había logrado que el Cali nos diera las llaves de su rancho en el Cabo, para donde partimos después del almuerzo. Había por entonces en él una sola habitación que hacía las veces de todo, con el confort más espartano, y ni siquiera tenía baño, es decir que uno debía ir al boliche más cercano o confiar en la oscuridad de la noche.
Hicimos playa en la Sur, al anochecer dormimos en unas colchonetas y en medio de la madrugada el silencio fue quebrado por un grito del chileno:
_ ¿Yo qué estoy haciendo acá?
Fue suficiente para despertar a la tropa, que terminó oyendo unos tambores en La Taberna del Lobo, como siempre.


A la vuelta en el 832 había varios amigos ya instalados, por aquello de que la llave quedaba a mano. Era el primer sábado de Carnaval y medio mundo acudía a su cita con Valizas o con el Cabo. Por la tarde llegó Laura con vituallas de Montevideo, porque el día siguiente era su cumpleaños y la madre la mandó bien pertrechada de comida, y también Adriana, quien tuvo a bien acompañarme a comprar bizcochos integrales a la panadería del Nórdico. No estaba él pero sí el otro rubio, uno alto y hermoso, con enormes ojos azules. Ya habíamos charlado alguna que otra cosa pero de noche nunca se lo veía, porque el agite no era lo suyo. Lo cierto es que los famosos bizcochos integrales le estaban cayendo pesadísimos a mi estómago, habituado a las galletitas brasileras rellenas de chocolate, pero una a veces tiene que sacrificarse en aras de intereses más elevados que el simple bienestar digestivo.


Esa semana hubo un par de días de sol y tranquilidad en el rancho, antes que un elemento distorsionador de la paz hiciera su aparición: el Pictionary, que nos entretuvo muchas horas, hasta que ardió Troya. Fue lo de siempre; se hace algo que otro cree que es trampa, empezamos con “¡no podés hacer eso!”, “a mí vos no me gritás”, “y vos no me chorriés”, cosas por el estilo. Me fui dando un portazo. Claro que no había llegado a pisar la orilla cuando me puse a reír, aunque no di vuelta en seguida porque la playa estaba preciosa, con millones de cosas para juntar. Demoré media hora en volver y entrar de cara larga, sin decir una palabra y ponerme a hacer el bolso para volver a Montevideo, onda las odio a todas, me voy. Pero soy una inútil, y a los diez segundos me fui del personaje.


El lunes por la noche salimos Adriana y yo, dejando a las hermanas sumidas en un dulce sueño. Oímos música en vivo en Malucos y encontramos un compañero del taller de escultura símil Nicolas Cage, autor de interesantes piezas de hierro. Con él fuimos hasta el Gaucho, donde descubrí que entre toneladas de polvo y en medio de un infierno de calor estaban todos los hombres interesantes del pueblo, incluyendo al de los bizcochos integrales, con quien me quedé largo rato afuera. Estaba abstraída del mundo a tal punto que ni cuenta me di cuando alguien descolgó del palo del techo mi precioso bucito Hering de color azul Francia y se lo llevó. Dios mío, ¿otra vez? Otra vez robada en el Gaucho. Igual no fue tan terrible; era un buzo viejo, solo que yo lo adoraba. Él me prestó su campera, y al día siguiente inventamos con Adriana que al ver que alguien se había robado mi buzo nos habíamos cobrado con el primer abrigo que encontramos. Lo preocupante fue que no solo nadie del rancho nos criticó sino que la única sorpresa fue que nos hubiéramos animado a hacerlo.

Hubo un recambio turístico, se fueron los que estaban, la Pacha y la Pato aparecieron de la nada, y también Carmen, compañera de la Escuela que venía por primera vez al Subliminal, el rancho de alta rotatividad. En cierto momento incluso pareció que teníamos un fantasma invitado, porque mientras Carmen estaba en el baño alguien le golpeó la puerta y no fue ninguna de nosotras, que estábamos adentro charlando. Nadie pudo convencerla de que no había sido una broma. Algunas empezamos a mirar para afuera con desconfianza. A eso de las ocho y pico me tiré hasta la panadería a devolverle la campera al muchacho pero no lo encontré hasta más tarde, cuando hablamos dos minutos, él se fue a acostar temprano y yo me quedé en el Gaucho tomando tres grappamiel al hilo y pensando que este, evidentemente, no era mi verano.


Poco a poco empecé a notar que ese hombre era tan lindo como complicado. Tenía 32 años y hacía tres que vivía solo en un rancho. Había tenido su época de consumo descontrolado, había pasado por un período de fervor religioso que lo llevó a ser de los constructores de la iglesia del pueblo, había sido granjero en Francia y panadero en Valizas. Era de esos seres que a todo le dan mil vueltas, que construyen o destruyen su mundo con palabras. Lástima que yo andaba solamente buscando un poco de feliz simplicidad veraniega.



A la noche siguiente no tenía ganas de salir y me quedé sola en el rancho, leyendo. Ya era de madrugada y me había dormido cuando alguien golpeó la puerta del fondo. Casi muero del susto; pensé que era el fantasma del día anterior. De todos modos saqué fuerzas de flaqueza, las suficientes como para preguntar:
_ ¿Quién es?
_ El asesino misterioso -me respondió una voz conocida, que me volvió el alma al cuerpo. 
Era el Correcaminos. Venía a avisarnos que su rancho había sido robado, seguramente por un loco que andaba suelto en el pueblo por esos días, porque el hecho era extraño. Alguien había tirado todos sus cassettes a la arena del frente, le había roto algunas cosas, pero no se llevó la plata que estaba a la vista. Ahí entendí quién había golpeado la puerta del baño a Carmen y me di cuenta de que ni loca me quedaba sola en el rancho. Como mi amigo se dirigía al pueblo a hacer la denuncia fui con él hasta el centro, donde me encontré con el resto de las Subliminales.


Después supe otras cosas del pobre loco de Valizas. Se decía que estaba escapado de un psiquiátrico y que los médicos lo habían andado buscando, mientras él alegremente se paseaba por la playa vestido con una pañoleta y la parte de arriba de una biquini. Había robado un tarro enorme de basura a la entrada de la playa para ir metiendo en su interior las propiedades de los bañistas que encontraba sobre en la arena: championes, lentes, bronceadores. Un día golpeó la puerta a Elimay a las seis de la mañana para pedirle un poco de leche para el botija (?) porque la vaca (?) se había despertado seca ese día y no daba nada. Nunca supe qué fue de él.


En cuanto al muchacho de la panadería, la cosa no tenía remedio. Hubo un par de encuentros y desencuentros, pero ahí faltaba piel y faltaba sangre. Y se terminó.

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