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viernes, 7 de diciembre de 2012

Avenida Océano Atlántico, 832 (capítulo 14)





Una tarde, mientras paseaba por la playa con Cachirulo (nuevo perro temporal), divisé algo que llamó mi atención en un desvencijado rancho de las Malvinas, no muy lejos del mío. Tapando su pozo de agua estaba ni más ni menos que mi adorado acolchado verde, que había sido robado el año anterior. No había nadie en el lugar, así que lo saqué de ahí y me lo llevé a mi rancho. De camino le pregunté al muchacho de Contra Viento y Marea si sabía de quién era esa precaria construcción, y me dijo quién la había estado habitando últimamente: era Sarah Kay, la ladrona con aire angelical.
Llegué al 832 por el fondo, alborozada con la recuperación del acolchado, un poco sucio pero intacto.
_ ¡Horacio! ¡Mirá lo que encontré!_ le grité a mi amigo que descansaba sobre la arena, cerca del pozo.
Como no me dio mucho corte ("ah, qué bueno...") entré a contarle a Gabriel, a ver si lo conmovía un poco más mi historia. Ahí apareció Horacio, rojo como un tomate: había estado tomando sol desnudo, aunque yo, con la alegría del momento, ni me había dado cuenta.


Esa exposición en el fondo tuvo otras consecuencias para Horacio: cuando volvió a Montevideo se llevó consigo seis hermosos gusanitos de esos que dejan en la piel las moscas de Rocha, lo que hizo que se pasara contando que estaba embarazado, que era responsable de varias vidas en gestación y otras cosas igual de agradables.


El tercer día del año dormía yo feliz por la mañana cuando en medio de mis sueños confusamente fueron apareciendo la voz y la cara de Gabriel, que me hablaba no sé de qué cosas raras, hasta que desperté.
_ Che, Mariela, ¿vos no tenías un pozo de agua en el fondo?
_ Msé. ¿Eh?
_ Bueno, quería decirte que no lo tenés más. Lo tapó la duna.
_ Desapareció -clarificó las cosas Horacio- Se fue.
Me pareció que el día de los inocentes había pasado hace ya mucho, pero igual fui a ver qué broma habían tramado él y su amigote.
Pero no había broma. Ni pozo.
En una noche las dunas alrededor del rancho habían cambiado completamente de fisonomía. Junto a La Balconada se formó un gran declive, una depresión nueva del terreno. La arena que antes estaba allí ahora se amontonaba sobre el camino de tablas y el cadáver de mi pozo, cuya hilera superior de bloques apenas sobresalía del suelo. En su interior la cuerda azul y negra estaba enterrada en la arena, y del balde de latón cuatro metros más abajo, ni noticias. La duna se lo había devorado.
Como compensación la ventisca nos dejó muchos metros de arena limpia, suelta, un placer para caminar, tirarse al sol o incluso deslizarse en tabla por la bajadita, pero la rapidez del cambio nos hizo reflexionar sobre las posibilidades de supervivencia del 832 en este mundo de bases tan móviles como el viento.


Difícil, pero no imposible, fue la opinión de San Correcaminos cuando lo vio, pero luego lo examinó mejor y concluyó que sí, que era imposible. Hubiera resultado inútil intentar rescatarlo de su lecho de arena y había que hacer uno nuevo, tal vez más lejos del rancho, cerca del monte. Según él es muy fácil hallar agua en esta parte de Valizas, casi cualquier lugar sirve para pozo, así que lo mejor sería elegir un sitio que no estuviera muy cerca de la zona de corrimiento de las dunas.


Sandra llegó ese mediodía, y pronto la pusimos en antecedentes de las novedades del día y los problemas que se nos venían a ella y a mí, ya que Horacio y Gabriel pronto huyeron rumbo al Cabo, en su eterna búsqueda del agua y de las mujeres hermosas que dicen no encontrar en Valizas.


Al principio no nos preocupamos gran cosa. Pasamos el día en vueltas, decidiendo qué hacer, encargando los caños y esos menesteres. Siempre comprábamos agua para beber desde que yo me había enfermado y una jornada sin bañarse no le hace mal a nadie, pero el proceso de hacer un pozo es largo, así que al día siguiente tuvimos que buscar el líquido elemento necesario para la higiene por otro lado. Primero hicimos una recorrida evaluatoria por los ranchos vecinos. La Pajarera no contaba, ya que compartíamos la misma fuente de agua. La Balconada tenía su pozo seco. Contra Viento y Marea nos ofreció agua, pero no los conocíamos mucho y optamos por no aceptar. Terminamos en el rancho del Correcaminos, donde “no sale agua, sino Agua Salus”, según él. Ahí el pozo estaba bárbaro, pero tuvimos que luchar como media hora pues no teníamos embudo para pasar el líquido del balde al bidón y perdimos mucho más de lo que conservamos. Aquello era demasiado complicado y además nos quedaba lejos; había que encarar otro camino. El camino a Aguas Dulces.


Una vez allí, buscamos a varios conocidos que tenían rancho, pero la única persona que encontramos andaba con el mismo problema que nosotras. Yo ya estaba mirando con cariño una canilla en plena Gorlerito cuando se nos ocurrió lo de ir a bañarnos a un bar. Entramos al más grande, desierto a las cuatro de la tarde de un precioso día de sol, pedimos dos cafés y disimuladamente pasamos de a una al baño a realizar un rápido aseo y lavado de pelo. Un par de señoras nos miraron con cara rara al encontrarnos enjabonadas y en biquini, pero se ve que no dijeron nada, ya que nadie vino a echarnos del toilette. Al otro día estrenamos nuevo pozo. No dará Agua Salus y queda como diez metros más alejado, pero está bueno. 

Con el agua volvieron también los hombres del rancho, que mucha suerte en el Cabo no habían tenido.


Pronto partieron a Montevideo Gabriel y Horacio y quedamos solas Sandra y yo, entre rojas lunas llenas y partidos de conga. Una tarde caminamos de nuevo hasta Aguas Dulces. Volvimos justo a tiempo para ver cómo tres gurises encontraban una preciosa boya verde de vidrio, al lado mismo de donde habíamos pasado sin verla, y la llevaban hasta Valizas a patadas por la playa, generándonos vívidas imágenes de un posible triple adolescenticidio.
Un par de días después estábamos en la terminal, esperando por el Rutas del Sol de las siete de la tarde a Montevideo.

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