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domingo, 2 de diciembre de 2012

La señorita Rosario




Estuvo todo el día trabajando con gurises complicados y sin embargo está conmigo en medio de una multitud de veinteañeros, oyendo al Cuarteto de Nos y divirtiéndose de lo lindo. No recuerdo cuántos años tiene, pero varios más que yo seguro. Fue mi maestra en los últimos tres años de la escuela y hoy es mi amiga.
Mi amiga.
Se me llena la cara de orgullo y me brilla el alma cuando lo digo.

Conocí a Rosario en alguna reunión familiar en casa de tía Marina; una más de las innumerables primas de mi vieja, todas más o menos parecidas a simple vista. Años después ella me lo recordó, cuando empecé las clases en cuarto año y vi que la “señorita” que me había tocado era una petisa muy joven, de pelo negro y sonrisa imborrable. A partir de ahí y hasta que dejé la Escuela 55 desapareció mi nombre de la memoria de algunos de los compañeros y pasé a ser “la primita”. No importaba que fuéramos parientes lejanísimas y que yo ni la ubicara de antes; era la primita de la maestra y hubo que asumirlo.
Fue complicada la 55. 800 niños de Jardines del Hipódromo no son moco de pavo. Había que andar con mucho ojo en los recreos, escapar heroicamente de las proposiciones a peleas cotidianas, estar siempre atento a no acercarse demasiado a la cabeza de nadie, evitar el campito del fondo y tener siempre a alguna maestra cerca, por las dudas. Para ellas también la 55 era difícil pero por diferente motivo. Años después me enteré de que la directora insoportable que nos tenía aterrorizados con sus gritos y rezongos era además la espada de Damocles sobre las cabezas varias maestras. Era bravo ser de las personas que se animaban a pensar por su cuenta en esa década del 70 donde las repentinas ausencias de algunos adultos no resultaban nada fáciles de explicar a los niños que preguntaban por ellos.

            Con los años (y no por casualidad) terminé siendo docente. Con Rosario nos seguimos viendo de vez en cuando en encuentros casuales en un ómnibus, en un velorio o en visitas espaciadas. Fui como payasa a animar el cumpleaños de alguno de sus tres hijos, tuve como alumna a la del medio cuando se me ocurrió estudiar Idioma Español, trabajé en el liceo pegado a la escuela de la cual fue Secretaria mucho tiempo, hasta que la Curva de Maroñas no le pareció lo suficientemente complicada y se fue para el Borro, con lo que comenzamos a cruzarnos menos. Una vez le robé varias fotos de mis grupos de la escuela y nunca se las devolví. Por años le copié la letra, que después terminé deformando hasta llegar al horror difícilmente inteligible del presente. De todos modos, ese fue un problema menor cuando llegaron los mails y la comunicación entre nosotras empezó a reflotarse con mayor asiduidad.

            Hoy, que somos adultas y hemos pasado por algunas experiencias de vida similares, podemos charlar de todo a calzón quitado y descubro que no solo su luz sigue estando alrededor de mis pasos sino que los años no le han dejado ni la menor fisura. Lejos del carácter amargo o ácido de seres menos luminosos, lejos de la bondad bobalicona y sin fundamento de otros, lejos de las aspiraciones a lo confortable y tranquilo de la mayoría de nosotros, los mortales, ella opta por trabajar con los chiquilines de la Berro, por organizarles inolvidables fiestas de fin de año y sacar lo mejor de cada uno, tal como hacía con nosotros, los hijos de los trabajadores de la 55.

            La cerveza y la grappamiel en La Tortuguita duran mucho menos que la charla y las risas. Tenemos en común una familia, un pasado, una vocación. Hablo con ella de Melo o de la Berro y se me cruzan imágenes de bancos, pizarrones y tubos de ensayo, de la colecta cada mes para pagarle a la viejita que hacía las copias a mimeógrafo, del hijo de la directora con el que todas moríamos unánimemente en sexto año, del paseo a Lavalleja, del día en que mi prima Elizabeth me dejó un ojo negro sin querer jugando a las escondidas y tuve que pasar toda la tarde en la Dirección, de mi viejo yendo a llevarme y traerme cada día, de los odiados dos timbres al final del recreo, de mi eterno resfriado de toda la infancia y de mi inseparable amiga Mirian, la gordita.

            El 103, como siempre, viene apenas llegamos a la parada. Nos despedimos con una promesa de pronto reencuentro que sabemos que no se queda en palabras.

            Llego a mi casa flotando, y les cuento a mis gatas la verdad: que el 5 de oro lo saqué a los 9 años, cuando entré a cuarto de escuela y me tocó con la señorita Rosario.

3 comentarios:

  1. ¡Qué hermoso homenaje a la amistad, Mariela!
    ¡Qué hermoso regalo de la vida!

    Un abrazo.

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  2. Mariela querida, sabés que pertenezco a tu club de fans. Me encantó todo: la fluidez del relato, la historia como un retazo de vida, reconocerme en ella, aunque verdaderamente sin estarlo. Y encima, tuve la suerte de conocer a Rosario hace poquito y encontrar en su sonrisa el sentido de trabajar con esos chiquilines tan especiales con los que ella trabaja. Genial. Gracias. Realmente, me encantó.

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    1. Celsa, estás también y sin dudas en este retazo de vida, porque mientras lo escribía pensaba que Charito y vos comparten la misma luz, la misma vocación de servicio. Vos sos otro de los 5 de oro con que he resultado favorecida.

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