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lunes, 2 de febrero de 2015

Fiebre de sábado por la noche



Llegamos al bar un rato antes de que comenzara la música en vivo y de inmediato vimos una mesa con mi nombre. Solo había unas cuatro personas instaladas en el local, de modo que me pareció lo más lógico, en cuanto vimos que “nuestra” mesa estaba pegada a los músicos, mudar la reserva por otra unos metros más atrás. Era sencillo: solo había que cambiar los servilleteros, porque ambos tenían el nombre de quien reservaba el lugar. O parecía sencillo, al menos. Las dos mozas pelirrojas se hicieron un lío terrible, despegando el papel con el nombre de cada uno, pidiendo cinta adhesiva para recauchutar el cartel que se rompió al sacarlo de su sitio original, compleja maniobra que les demandó sus buenos cinco minutos, mientras nosotros obviábamos cualquier comentario o cruce de miradas al estilo de “te juro que no entiendo…”
La grappamiel llegó antes que la pizza. Al menos llegó lo que ellas creyeron que era grappamiel, aunque apenas la probé sentí el gusto más horroroso que se pueda pensar. Fuego líquido. Tortura. Asquete. Puaj. Fui hasta la barra y encaré a la más joven. 
_ Disculpá, te había pedido grappamiel.
_ Sí, es grappamiel.
_ No, no es. 
La chica (que parecía estar en su primer día de trabajo, no tenía idea de cómo eran las pizzas ni de mucho más y escribía cada pedido con una lentitud exasperante) le preguntó a otra, un par de años mayor y con aire de experta en el metier, quien me contestó con amabilidad y firmeza:
_ Claro que es grappamiel. Mirá, acá está._ dijo, mientras señalaba una fila de botellas de Flor de Amarga Vesubio. 
¡Con razón el gusto, dios mío, quién puede pedir a conciencia una Flor de Amarga!
Solucionado el inconveniente (porque el dueño se lo hizo entender, ya que a mí la moza pelirroja experta nunca pareció escucharme), estuvimos esperando un rato por la pizza, que se demoró más de lo previsto. En eso pasó Miss Eficiencia y amenazó con retirarnos los platos.
_Eeeh… La pizza aún no llegó.
_ ¿No llegó? Aaaah.
Creo que recién ahí fue a pedirla. 
De todos modos no fuimos los únicos perjudicados: al propio dueño del boliche le sirvieron un plato sin cubiertos y tuvo que andar gesticulando por debajo de los blues del espectáculo para que se los alcanzaran. 
La música por suerte (y pese a todo) valió la pena.

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