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viernes, 20 de febrero de 2015

Oh Oh




Llegó a la casa saturada del cruel calor de ese mediodía de febrero.
Lo primero fue desprenderse de la cartera y el calzado, lavarse la cara y atarse el cabello; recién ahí pudo empezar a pensar qué hacer primero. El celular estaba muriendo por falta de batería, la gata más clarita maullaba junto al plato vacío, una pila de ropa sucia esperaba dentro del lavarropas, había que preparar comida, que avisarle a una amiga que llegaría media hora más tarde de lo previsto a su casa, que escribir un par de hojas para un taller literario, que preparar una charla para la semana que viene, que...
Calma. Vamos por partes.
Se quitó la ropa puesta, la metió en el lavarropas, puso el lavado en marcha y se deslizó suavemente en un enorme vestido hindú que aún no sabe bien para qué compró el año pasado en el Chuy, porque le queda espantoso.
Acallada la gata vocalizadora con una generosa porción de atún, la otra apareció a los pocos minutos con cara de siestus interruptus. Todo anda bien en el mundo mascoteril, parece.
Un ruido proveniente del piso de arriba llamó su atención en medio del almuerzo. "Habré dejado un cinturón puesto en alguna prenda", pensó, y fue hasta el lavarropas a hacer una pausa y revisar, pero no halló nada digno de atención y retornó al piso de abajo, a escuchar su programa radial favorito bajado de internet.
"Gracias a dios que este tipo no se toma vacaciones de Carnaval" fue lo primero que pensó, y en seguida: "me olvidé de cargar el celular... ¿Dónde lo puse? ¿Venía con él en la cartera? No...".
La corrida por la escalera fue tan digna de verse como inútil.
El pobre Alkatel ya hacía 45 minutos que nadaba en un medio acuoso lleno de polleras, shorts, remeras e ainda mais.
Ahora está debajo del frío del aire acondicionado, despachurrado, sin su batería ni su microchip y metido en un taper con arroz integral (porque blanco no tenía la muchacha en cuestión).
Ahí está.
Sin señales de vida, pero con un algo de esperanza en la mirada (
de ella).

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