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martes, 3 de febrero de 2015

CRÓNICA NO ROJA DE MARTES DE MADRUGADA






Recién cuando hube salido a la hora normal para llegar al Shopping 21.30 como había acordado con mi amiga me di cuenta de que la fiesta de Iemanjá podía complicarme un poquito el traslado, y así fue. Como demoraba en venir el 405 tomé un 103, desde el cual vi cómo el susodicho bus nos pasaba alegremente en un par de paradas, justo cuando me estaba levantando para dejarle el asiento a la nena gorda con el brazo enyesado. Cosas que pasan. 
Una vez en Comercio y 8 de octubre esperé largo rato por algo que me sirviera, hasta que vino un 144; pero ya estaba casi con un pie adentro cuando asomó su nariz colorada el siguiente 405, y dejé que el Cutcsa siguiera. Mal hecho, porque el 405 no abrió sus puertas y siguió de largo: venía lleno hasta el tope. En ese momento hubo una apertura de las puertas del cielo y un par de ángeles tocaron las trompetas para anunciar un momento de epifanía: un tercer 405, esta vez vacío y con conductor sonriente, hizo su aparición y al abordaje fuimos varios fieles cultores del SMT y yo, que casi subí por último, de la emoción recibida.
Ya en el shopping, capuccino de por medio, tuvimos con mi amiga unos 25 minutos para ponernos al día, de los cuales creo que yo hablé 23 y medio, porque ella es una persona de pocas palabras y yo no. Mi amiga es alguien particular: no quiso pedir nada para comer porque no había probado bocado en todo el día y no estaría bueno ingerir justo algo harinoso, del estilo de cosas que había en el café del Moviecenter, mientras que yo en su lugar hubiese arrasado con todo lo dulce y lo salado sin meditar en sus componentes grasos, tóxicos, pesados o hasta radiactivos, si se cruzan.
La película que íbamos a ver empezaba a las diez y media y duraba una eternidad. Prometí que no iba a hacer comentarios molestos o a resoplar con manifiesta indignación y debo reconocer que me porté como una lady: no insulté a Peter Jackson cuando Galadriel, Elrond y Saruman se enfrentaron a los Nueve Señores Oscuros y a Sauron himself, ni cuando Radagast salvó a Gandalf conduciendo un trineo tirado por conejos, ni cuando el padre de Legolas (¿??) quiso atacar a los enanos de Erebor por un puñado de joyas. No lo insulté en voz alta, pero en mi fuero interno estuve todo el tiempo invocando al espíritu de Tolkien para que volviera de la tumba y le diera una buena revolcada por el fango al responsable de semejante bazofia, a la vez que me insultaba a mí misma por esa manía de no dejar sin completar una trilogía por muy bobas que se hubiesen puesto las dos películas anteriores.
Salimos cinco antes de la una, y demoré unos minutos en convencer a mi amiga de que no me llevara a casa, que por la puerta del shopping pasan buses toda la noche, hacía calor y había gente por todos lados y comercios abiertos las 24 horas. De hecho, mis previsiones resultaron ser un poco ilusorias, porque salvo un 405 que hizo su aparición a los diez minutos y no se dignó a parar pese a que tenía lugar de sobra, después, nada. Me senté en un murito a esperar que el destino decidiera. No tenía miedo; había gente como si fuera de día, pero a los pocos minutos una molesta puntada hizo su aparición, o su reaparición, mejor dicho. Hace un par de meses que de vez en cuando me pasa eso: siento como si tuviera un puñal clavado en el medio de la espalda, me duele un rato y se me pasa. El problema es que hoy no solo lo sentía en la espalda sino en el pecho, y hasta me empezó en el acto mismo de respirar. Hice un intento de relajación muscular, y nada. Me paré, y nada. Aquello empeoraba. Me entré a asustar pero vi algo que me podía tranquilizar, y allá fui.
Caminé media cuadra y entré al local del SEMM que hay frente al shopping. Estaba medio a oscuras pero abierto. Me tomaron la presión, me revisaron, me formularon preguntas, me hicieron subir a la camilla (donde debieron darse cuenta de mi estado lamentable, porque casi me caigo). Por último, me untaron gel por tobillos, muñecas y pecho, y terminé con un electro, que dijo que yo no tenía nada coronario. Ah, qué bueno. ¿Y la puntada? “Tenés que consultar a tu médico”. Bárbaro. Y me fui. 
Crucé de nuevo a la parada: nada había cambiado. La misma gente seguía esperando el mismo regreso a los hogares lejanos, mientras a mí me seguía doliendo la misma puta puntada entre pecho y espalda. Por fin pasó un 182 y me lo tomé. Iba repleto y fui parada en el medio. Me costaba concentrarme en el recorrido porque el dolor seguía allí, estable, inamovible. Solo sabía que aún no habíamos cruzado Avenida Italia. Había muchas personas, que de a ratos se asemejaban a los orcos de Peter Jackson, aunque no gruñían demasiado. Por un rato me concentré en mirarle los zapatos al tipo que iba parado frente a mí, hasta que me di cuenta de que estaba siendo un tanto desequilibrada, y traté de identificar por qué calle íbamos. A medio metro una mujer gorda y con aspecto de hipilla seducía y se dejaba seducir por un plancha más joven que llevaba el mate en la mano y no dejaba de hablar de murgas. A ella le entendí solo tres frases, en medio de mi dolor y de la creciente sensación de mareo que se iba apoderando de mi persona: primero dijo algo así como que no era una mujer como todas, segundo le preguntó si él le iba a pegar un tiro y tercero afirmó que ella era una persona que estaba en contra del sistema. Ahí me desentendí, no porque no me interesara, sino porque el mareo se agudizó a tal punto que pensé que me iba a caer redonda en el piso. Como pude le pedí el asiento a un hombre y me desplomé. Corría algo de aire, no lo suficiente. Me desparramé en el asiento. El hombre me preguntó si quería pedir la coronaria, que en el ómnibus hay cobertura, pero dije que no. Ya me iba a bajar, y si la pedía seguro que el bus tenía que parar hasta que llegara y hasta puede ser que se esperara al próximo; ya me ha pasado, y no quise ser el motivo de una complicación como esa solo porque me estaba por desmayar y la espalda me dolía como si me hubiera enfrentado al mismísimo jefe de los orcos de la película, o a los gusanos cometierra que hacían túneles para que los orcos pasaran sin ser vistos…
Qué bazofia, repito. Maldito Peter Jackson.
Mis delirios quedaron cortados por una voz de mujer desde el asiento de atrás que me alcanzó un perfume y me hizo ponérmelo en las muñecas, para hacerme reaccionar. Me ofreció una pastilla pero le dije que no, solo necesitaba que me avisara en 8 de Octubre. “Yo bajo ahí, te aviso”, me llegó la voz, y en dos minutos: “Vamos! Agarrate de mí, dale, que ya bajamos”. “No te preocupes, bajo bien”. Y salimos. 
Me senté en el escalón de entrada del bar que está en Luis A. de Herrera, a media cuadra de 8 de Octubre, y ahí vi que la mujer que me había ayudado era una gurisa de unos veinte años, de musculosa y short negros. Me dio un trago de Coca y se ofreció a pararme un taxi, pero como demoraba un poco caminamos hasta 8 de Octubre, mientras ella me contaba que ayer mismo le pasó algo parecido en el trabajo y tuvieron que llamarle al médico y darle unos calmantes. “¿Y qué era lo tuyo” le pregunté, y ella: “Nada. Un ataque de pánico. ¿Vos estás angustiada por algo?” “No, para nada. Bah, creo que no, no sé. Creo que no”, repetí, mientras paraba un taxi que se dignó a cruzarse en nuestro camino. “Voy para Camino Maldonado, ¿te sirve si te acerco?” “No, no te preocupes, que quedé de encontrarme acá con mi novio”. “Ah, dale. ¿Cómo te llamás?” “Soledad”: “Gracias, Soledad, gracias, sos un ángel”. Y tomé el taxi, y volví a casa, donde no hice nada, aparte de correr a un gato intruso del techo de la cocina, de tomarme un analgésico y de ponerme a escribir como forma de exorcizar los demonios, las puntadas, los años, los miedos, los puñales en la espalda. 
Sobreviviré.
Sobreviviré porque tengo que llegar en mayo al cumpleaños de mi amiga para regalarle El Hobbit, así entiende por qué creo que Peter Jackson debió leerlo antes de embarcarse en sus dos trilogías hollywoodescas y antitolkeanas. 
Y ahora voy a ver si me duermo, que para crónica esto ya se va haciendo demasiado largo. 
Mañana será otro día.

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