Llovía torrencialmente desde hacía
tres horas. Los caminos de aquel pueblo sin autos se habían empezado a inundar y el paisaje estaba tachonado de espejos de
agua entre los ranchos de paja y madera. Era infernal
el ruido de las ranas alrededor; incluso algunos croares parecían provenir del
piso de abajo de la vivienda, ambiente al cual ella no descendía desde la noche
anterior.
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Quién me mandó meterme en esta; cuando encuentre al que me convenció de venir
acá lo mato, ¡lo mato!_ murmuraba entre dientes mientras pisaba con cuidado
cada peldaño, esquivando una gotera que hacía
resbaloso el costado derecho de la desvencijada escalera
Complicada
tarea la de prepararse un desayuno sin cocina y sin
heladera. Se limitó al fin a abrir el bidón del agua potable y servirse un vaso, al
tiempo que armaba un precario refuerzo de queso fresco y galletas y trataba de
no pensar demasiado en las hormigas que recorrían la mesada alrededor de vasos,
platos y cubiertos.
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¿Y ahora qué hago?
Miró
por la ventana, donde un cielo bajo y plomizo terminó por desolarla. Ni un perro
corriendo entre los charcos: era principios de marzo y la vida del balneario estaba
reducida a su mínima expresión. Pensó en leer, pero no había electricidad en
el pueblo y era tan poca la luz natural del día que terminaría con dolor de
cabeza, de modo que desechó la idea antes de intentar ponerla en práctica. Llamar
a alguien por teléfono quedaba descartado en virtud de la magra carga de batería
que aún conservaba el celular. Miró sus uñas despintadas, las sandalias de
plataforma sucias de arena mojada, la remera blanca manchada por el roce con
las paredes de madera, pintadas de aceite quemado para protegerlas
del salitre. La imagen misma de la decadencia, pensó, al tiempo que se
sentaba en silencio, tamborileando nerviosamente sobre la mesa. El
mar sonaba cada vez más fuerte.
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Solo falta que la playa crezca y me lleguen las olas.
Había
aceptado la invitación de un amigo que le ofreciera su rancho, libre por esas
fechas, trazando en su imaginación vívidos cuadros de sol, playa, bronceado
perfecto, agitada vida nocturna y admiradores. Se había arrepentido ni bien puso el primer pie en la arena húmeda y barrosa, en la parada final de los jeeps que traían y llevaban gente a esa punta árida de rocas y vientos. Extrañaba la tele. Moría por
conectar su equipo de audio y poner algo a todo volumen que tapara el ruido del
mar, siempre tan igual. Daría cualquier cosa por un delivery que trajera muzzarellas, una buena milanesa en dos panes o al menos un mísero pancho
con panceta. Maldito pueblo sin luz y sin agua, pueblo aburrido, sin
supermercados, sin shopping, sin cines, sin calles asfaltadas.
Ante
la enésima picadura de mosquito de la mañana estaba tratando de reforzar la
capa de repelente en sus piernas cuando un golpe en la puerta la hizo detenerse
y escuchar.
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¡Hola! ¿Hay alguien? Soy Pepe, el amigo de Eduardo…
_
¡Está abierto!
Pepe
empujó el rejunte desprolijo de tablas al que llamaban pomposamente puerta, y
entró. Ella no necesitó más que una mirada para captar lo hermoso que era ese
hombre alto y de pelo largo, con unos ojazos azules que la
hicieron enderezarse de golpe y sacarse el pelo de la cara. Pendejo, pero
fuerte. Pescador, quizás. Buenos brazos, lindas piernas. Impresentable
en Montevideo, pero qué más da. Cambio de actitud en tres, dos, uno...
_
Ah, ¿cómo estás, Pepe? Soy Claudia. Edu siempre me habla de vos, que vivís acá todo el año y
le cuidás el rancho… Pasá, pasá. Qué viaje la vida acá, ¿eh? Yo si pudiera me
quedaba toda la temporada, pero decí que aquel alquila, y viste cómo es esto. Es
en el único lugar que me siento… Eh… ¿Cómo te podría decir?... Viva, esa
es la palabra. Es increíble esto de poder zafar de la luz, de la computadora,
del consumo…
Mientras
el discurso se extendía por un par de minutos más el Pepe fue captando las
sandalias altas, la ropa poco adecuada y el inútil secador de pelo asomando por el costado del bolso,
pero disimuló él también y fingió comprar el personaje aunque solo había pretendido ver que no hubiera intrusos en el rancho de su amigo. Es medio flaca de más, pensó, y seguro que hace rato que pasó los
cuarenta, pero capaz que mejor. Estas veteranas suelen venir al Cabo bien provistas de pesos, capaz que hasta trae algún porrito o quiere comprar algo por el pueblo.
¿Quién podría
ser hoy? ¿El hippie ecologista, el anarco descreído o el místico
iluminado en busca de trascendencia?
Se
sentó en el borde de la cama, levantó la mirada como si no supiera adónde ir, y empezó su parlamento.
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