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domingo, 24 de febrero de 2013

PIEZA PARA DOS






Llovía torrencialmente desde hacía tres horas. Los caminos de aquel pueblo sin autos se habían empezado a inundar y el paisaje estaba tachonado de espejos de agua entre los ranchos de paja y madera. Era infernal el ruido de las ranas alrededor; incluso algunos croares parecían provenir del piso de abajo de la vivienda, ambiente al cual ella no descendía desde la noche anterior.
            _ Quién me mandó meterme en esta; cuando encuentre al que me convenció de venir acá lo mato, ¡lo mato!_ murmuraba entre dientes mientras pisaba con cuidado cada peldaño, esquivando una gotera que hacía resbaloso el costado derecho de la desvencijada escalera
            Complicada tarea la de prepararse un desayuno sin cocina y sin heladera. Se limitó al fin a abrir el bidón del agua potable y servirse un vaso, al tiempo que armaba un precario refuerzo de queso fresco y galletas y trataba de no pensar demasiado en las hormigas que recorrían la mesada alrededor de vasos, platos y cubiertos.
            _ ¿Y ahora qué hago?
            Miró por la ventana, donde un cielo bajo y plomizo terminó por desolarla. Ni un perro corriendo entre los charcos: era principios de marzo y la vida del balneario estaba reducida a su mínima expresión. Pensó en leer, pero no había electricidad en el pueblo y era tan poca la luz natural del día que terminaría con dolor de cabeza, de modo que desechó la idea antes de intentar ponerla en práctica. Llamar a alguien por teléfono quedaba descartado en virtud de la magra carga de batería que aún conservaba el celular. Miró sus uñas despintadas, las sandalias de plataforma sucias de arena mojada, la remera blanca manchada por el roce con las paredes de madera, pintadas de aceite quemado para protegerlas del salitre. La imagen misma de la decadencia, pensó, al tiempo que se sentaba en silencio, tamborileando nerviosamente sobre la mesa. El mar sonaba cada vez más fuerte.
            _ Solo falta que la playa crezca y me lleguen las olas.
            Había aceptado la invitación de un amigo que le ofreciera su rancho, libre por esas fechas, trazando en su imaginación vívidos cuadros de sol, playa, bronceado perfecto, agitada vida nocturna y admiradores. Se había arrepentido ni bien puso el primer pie en la arena húmeda y barrosa, en la parada final de los jeeps que traían y llevaban gente a esa punta árida de rocas y vientos. Extrañaba la tele. Moría por conectar su equipo de audio y poner algo a todo volumen que tapara el ruido del mar, siempre tan igual. Daría cualquier cosa por un delivery que trajera muzzarellas, una buena milanesa en dos panes o al menos un mísero pancho con panceta. Maldito pueblo sin luz y sin agua, pueblo aburrido, sin supermercados, sin shopping, sin cines, sin calles asfaltadas.
            Ante la enésima picadura de mosquito de la mañana estaba tratando de reforzar la capa de repelente en sus piernas cuando un golpe en la puerta la hizo detenerse y escuchar.
            _ ¡Hola! ¿Hay alguien? Soy Pepe, el amigo de Eduardo…
            _ ¡Está abierto!
            Pepe empujó el rejunte desprolijo de tablas al que llamaban pomposamente puerta, y entró. Ella no necesitó más que una mirada para captar lo hermoso que era ese hombre alto y de pelo largo, con  unos ojazos azules que la hicieron enderezarse de golpe y sacarse el pelo de la cara. Pendejo, pero fuerte. Pescador, quizás. Buenos brazos, lindas piernas. Impresentable en Montevideo, pero qué más da. Cambio de actitud en tres, dos, uno...
            _ Ah, ¿cómo estás, Pepe? Soy Claudia. Edu siempre me habla de vos, que vivís acá todo el año y le cuidás el rancho… Pasá, pasá. Qué viaje la vida acá, ¿eh? Yo si pudiera me quedaba toda la temporada, pero decí que aquel alquila, y viste cómo es esto. Es en el único lugar que me siento… Eh… ¿Cómo te podría decir?... Viva, esa es la palabra. Es increíble esto de poder zafar de la luz, de la computadora, del consumo…
            Mientras el discurso se extendía por un par de minutos más el Pepe fue captando las sandalias altas, la ropa poco adecuada y el inútil secador de pelo asomando por el costado del bolso, pero disimuló él también y fingió comprar el personaje aunque solo había pretendido ver que no hubiera intrusos en el rancho de su amigo. Es medio flaca de más, pensó, y seguro que hace rato que pasó los cuarenta, pero capaz que mejor. Estas veteranas suelen venir al Cabo bien provistas de pesos, capaz que hasta trae algún porrito o quiere comprar algo por el pueblo.
¿Quién podría ser hoy? ¿El hippie ecologista, el anarco descreído o el místico iluminado en busca de trascendencia?
Se sentó en el borde de la cama, levantó la mirada como si no supiera adónde ir, y empezó su parlamento.

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