Antes de tocar timbre te das vuelta y mirás la
camioneta. ¿Será un barrio seguro? Se supone que a las diez
llega un sereno pero aún no son las nueve y además en la otra cuadra te acabás
de cruzar con unas caritas que… Pero mejor alejar esos pensamientos, que esta
no es una noche para andar preocupándose.
Ella demora apenas un momento
en abrir. Mientras se miran sin articular palabra pensás que está más
linda que la otra vez. Algo ha cambiado, aunque no terminás de darte cuenta de
qué se trata. Tal vez sea el pelo, el maquillaje distinto o la ropa
ajustada, no sabés, pero sentís una energía particular que te hace silenciar el
saludo convencional y entrar a la casa sin dejar de mirarla. Algo flota en sus
ojos, mezcla de pregunta y bienvenida, reflejo de un deseo que se sabe
compartido y sin vueltas.
En verdad ni llegás a ver la casa;
un par de pasos, apenas lo suficiente para que unas manos alcancen tu cuello y
te envuelvan en un movimiento reconocedor al que respondés sin pensarlo dos
veces. Siempre son bienvenidos los abrazos pero esto de estar semanas sin
verse y de pronto pasar al placer sin que medie una sola palabra te resulta por
demás seductor. Te dejás ir y te perdés en una progresión de besos y caricias; sus manos tibias en tu
espalda, recorriéndote el pecho, la cintura, los dedos que se entreveran con tu
pelo, sus labios en tu cuello, a la vez que vos también te multiplicás por mil
y estás y sentís y sos en todas partes una respiración que se acelera y una
piel que despierta.
Olvidados quedan en el sillón del living tu
abrigo, la mochila, el celular. Los planes de vino y cena pueden ser
postergados. Nadie se acuerda ya del invierno cuando ella y vos juegan a no
apurarse, a convertir cada segundo en exploración y descubrimiento.
Lástima que entre tu novia y tu mamá el
teléfono que olvidaste silenciar no dejó de sonar ni cinco minutos.
Lástima que te olvidaste de comprar preservativos.
Lástima lo del vidrio de tu camioneta.
Lástima lo del vidrio de tu camioneta.
Lástima comprobar una vez más que no te sale una
ni por casualidad.
Llegás a tu casa, te tirás en la
cama con los zapatos puestos y el pantalón desabrochado y manoteás el control
remoto. Más vale que haya algún partido porque a la primera película romántica que aparezca agarrás la pantalla a patadas.
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