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jueves, 28 de febrero de 2013
Solo yo
domingo, 24 de febrero de 2013
PIEZA PARA DOS
Llovía torrencialmente desde hacía
tres horas. Los caminos de aquel pueblo sin autos se habían empezado a inundar y el paisaje estaba tachonado de espejos de
agua entre los ranchos de paja y madera. Era infernal
el ruido de las ranas alrededor; incluso algunos croares parecían provenir del
piso de abajo de la vivienda, ambiente al cual ella no descendía desde la noche
anterior.
_
Quién me mandó meterme en esta; cuando encuentre al que me convenció de venir
acá lo mato, ¡lo mato!_ murmuraba entre dientes mientras pisaba con cuidado
cada peldaño, esquivando una gotera que hacía
resbaloso el costado derecho de la desvencijada escalera
Complicada
tarea la de prepararse un desayuno sin cocina y sin
heladera. Se limitó al fin a abrir el bidón del agua potable y servirse un vaso, al
tiempo que armaba un precario refuerzo de queso fresco y galletas y trataba de
no pensar demasiado en las hormigas que recorrían la mesada alrededor de vasos,
platos y cubiertos.
_
¿Y ahora qué hago?
Miró
por la ventana, donde un cielo bajo y plomizo terminó por desolarla. Ni un perro
corriendo entre los charcos: era principios de marzo y la vida del balneario estaba
reducida a su mínima expresión. Pensó en leer, pero no había electricidad en
el pueblo y era tan poca la luz natural del día que terminaría con dolor de
cabeza, de modo que desechó la idea antes de intentar ponerla en práctica. Llamar
a alguien por teléfono quedaba descartado en virtud de la magra carga de batería
que aún conservaba el celular. Miró sus uñas despintadas, las sandalias de
plataforma sucias de arena mojada, la remera blanca manchada por el roce con
las paredes de madera, pintadas de aceite quemado para protegerlas
del salitre. La imagen misma de la decadencia, pensó, al tiempo que se
sentaba en silencio, tamborileando nerviosamente sobre la mesa. El
mar sonaba cada vez más fuerte.
_
Solo falta que la playa crezca y me lleguen las olas.
Había
aceptado la invitación de un amigo que le ofreciera su rancho, libre por esas
fechas, trazando en su imaginación vívidos cuadros de sol, playa, bronceado
perfecto, agitada vida nocturna y admiradores. Se había arrepentido ni bien puso el primer pie en la arena húmeda y barrosa, en la parada final de los jeeps que traían y llevaban gente a esa punta árida de rocas y vientos. Extrañaba la tele. Moría por
conectar su equipo de audio y poner algo a todo volumen que tapara el ruido del
mar, siempre tan igual. Daría cualquier cosa por un delivery que trajera muzzarellas, una buena milanesa en dos panes o al menos un mísero pancho
con panceta. Maldito pueblo sin luz y sin agua, pueblo aburrido, sin
supermercados, sin shopping, sin cines, sin calles asfaltadas.
Ante
la enésima picadura de mosquito de la mañana estaba tratando de reforzar la
capa de repelente en sus piernas cuando un golpe en la puerta la hizo detenerse
y escuchar.
_
¡Hola! ¿Hay alguien? Soy Pepe, el amigo de Eduardo…
_
¡Está abierto!
Pepe
empujó el rejunte desprolijo de tablas al que llamaban pomposamente puerta, y
entró. Ella no necesitó más que una mirada para captar lo hermoso que era ese
hombre alto y de pelo largo, con unos ojazos azules que la
hicieron enderezarse de golpe y sacarse el pelo de la cara. Pendejo, pero
fuerte. Pescador, quizás. Buenos brazos, lindas piernas. Impresentable
en Montevideo, pero qué más da. Cambio de actitud en tres, dos, uno...
_
Ah, ¿cómo estás, Pepe? Soy Claudia. Edu siempre me habla de vos, que vivís acá todo el año y
le cuidás el rancho… Pasá, pasá. Qué viaje la vida acá, ¿eh? Yo si pudiera me
quedaba toda la temporada, pero decí que aquel alquila, y viste cómo es esto. Es
en el único lugar que me siento… Eh… ¿Cómo te podría decir?... Viva, esa
es la palabra. Es increíble esto de poder zafar de la luz, de la computadora,
del consumo…
Mientras
el discurso se extendía por un par de minutos más el Pepe fue captando las
sandalias altas, la ropa poco adecuada y el inútil secador de pelo asomando por el costado del bolso,
pero disimuló él también y fingió comprar el personaje aunque solo había pretendido ver que no hubiera intrusos en el rancho de su amigo. Es medio flaca de más, pensó, y seguro que hace rato que pasó los
cuarenta, pero capaz que mejor. Estas veteranas suelen venir al Cabo bien provistas de pesos, capaz que hasta trae algún porrito o quiere comprar algo por el pueblo.
¿Quién podría
ser hoy? ¿El hippie ecologista, el anarco descreído o el místico
iluminado en busca de trascendencia?
Se
sentó en el borde de la cama, levantó la mirada como si no supiera adónde ir, y empezó su parlamento.
viernes, 15 de febrero de 2013
La visita
Antes de tocar timbre te das vuelta y mirás la
camioneta. ¿Será un barrio seguro? Se supone que a las diez
llega un sereno pero aún no son las nueve y además en la otra cuadra te acabás
de cruzar con unas caritas que… Pero mejor alejar esos pensamientos, que esta
no es una noche para andar preocupándose.
Ella demora apenas un momento
en abrir. Mientras se miran sin articular palabra pensás que está más
linda que la otra vez. Algo ha cambiado, aunque no terminás de darte cuenta de
qué se trata. Tal vez sea el pelo, el maquillaje distinto o la ropa
ajustada, no sabés, pero sentís una energía particular que te hace silenciar el
saludo convencional y entrar a la casa sin dejar de mirarla. Algo flota en sus
ojos, mezcla de pregunta y bienvenida, reflejo de un deseo que se sabe
compartido y sin vueltas.
En verdad ni llegás a ver la casa;
un par de pasos, apenas lo suficiente para que unas manos alcancen tu cuello y
te envuelvan en un movimiento reconocedor al que respondés sin pensarlo dos
veces. Siempre son bienvenidos los abrazos pero esto de estar semanas sin
verse y de pronto pasar al placer sin que medie una sola palabra te resulta por
demás seductor. Te dejás ir y te perdés en una progresión de besos y caricias; sus manos tibias en tu
espalda, recorriéndote el pecho, la cintura, los dedos que se entreveran con tu
pelo, sus labios en tu cuello, a la vez que vos también te multiplicás por mil
y estás y sentís y sos en todas partes una respiración que se acelera y una
piel que despierta.
Olvidados quedan en el sillón del living tu
abrigo, la mochila, el celular. Los planes de vino y cena pueden ser
postergados. Nadie se acuerda ya del invierno cuando ella y vos juegan a no
apurarse, a convertir cada segundo en exploración y descubrimiento.
Lástima que entre tu novia y tu mamá el
teléfono que olvidaste silenciar no dejó de sonar ni cinco minutos.
Lástima que te olvidaste de comprar preservativos.
Lástima lo del vidrio de tu camioneta.
Lástima lo del vidrio de tu camioneta.
Lástima comprobar una vez más que no te sale una
ni por casualidad.
Llegás a tu casa, te tirás en la
cama con los zapatos puestos y el pantalón desabrochado y manoteás el control
remoto. Más vale que haya algún partido porque a la primera película romántica que aparezca agarrás la pantalla a patadas.
lunes, 11 de febrero de 2013
Bajo la lluvia
_ Ta, listo, no me jodas más. Me tenés harta.
Andate.
Aquello me salió sin pensarlo, de lo
más profundo del alma. Suelo ser muy medida con lo que digo, pero es que todo
tiene su límite y esta vez me sentí realmente superada.
Llovía cuando llegué de trabajar a
las ocho de la noche. Había comenzado con truenos por la mañana y ya desde el
mediodía una cortina gris estuvo pintando toda la ciudad del mismo color por
horas y horas. Como no pude ir al bar de la otra cuadra terminé encargando mi
almuerzo a doña Esther, la veterana gorda que cada día pasa por la oficina a
ver si queremos algo, y esa tarta de zapallitos fue un error tan grande como
los retortijones de estómago que tuve que aguantar durante las tres últimas
horas de trabajo. Capaz que fue por eso que le hablé mal a María, la nueva; tengo que acordarme de pedirle disculpas apenas la vuelva a ver. Ni siquiera
pude terminar con el informe que el Pelado me había pedido para hoy así que mañana voy a tener que caer una hora antes por la oficina o arde Troya. Pelado
de mierda, siempre buscando problemas. Y la lluvia que no para y me deja a la
miseria los zapatos nuevos, que me los habré comprado en liquidación pero igual bastante me costaron.
Abrí la puerta de mi hogar dulce hogar
esperando encontrar la paz y el silencio que tanto necesitaba y en vez de eso
todo fueron reproches, lamentos, quejas y miradas recriminatorias que parecían
decirme a la cara lo mala que soy por no ocuparme de él en todo el día. Por eso lo eché al patio.
Cuando se le pase el ataque lo hago entrar por la ventana y nos volvemos a amigar con una cucharada de atún
y un poco de dulce de leche en la punta del dedo, como siempre.
Ojalá pudiera echar al Pelado al
patio de la oficina y dejarlo ahí toda la noche, bajo la lluvia, comiendo la tarta
de zapallitos de la gorda y haciendo informes ridículos con el rompehuevos de mi gato caminándole por arriba y maullándole
en las orejas.
Miro por la ventana y voy casi corriendo a abrirla.
_ Dale, bobito, entrá que te voy a
dar un poco más de atún. ¿No ves que te estás mojando?
domingo, 10 de febrero de 2013
Los nuevos
Bajaron del jeep a eso de las diez de la mañana,
después de media hora de zarandeos y bandazos entre las dunas. Se sentaron a la
mesa del único puestito que continuaba abierto a esa altura de la temporada y
pidieron café con leche y alfajores de maicena. La chica que los atendía demoró en caer; el resto del pueblo se fue dando por enterado antes aún de que
el azúcar se terminara de derretir en las tazas, y uno a uno empezaron a deambular para pasarles cerca pero no tanto, a
ver si les captaban alguna frase suelta o un brillo maligno y calculador en la
mirada.Pero nada.
Los dos hombres simplemente dejaron sus portafolios sobre la sillas y se dedicaron a consumir el desayuno en completo silencio, mientras miraban con desinterés la línea verde del mar sobre el horizonte. El hecho de andar de camisa y pantalones largos en el balneario los diferenciaba más que si hubiesen ido disfrazados de osos con anteojos.
Los dos hombres simplemente dejaron sus portafolios sobre la sillas y se dedicaron a consumir el desayuno en completo silencio, mientras miraban con desinterés la línea verde del mar sobre el horizonte. El hecho de andar de camisa y pantalones largos en el balneario los diferenciaba más que si hubiesen ido disfrazados de osos con anteojos.
A sus espaldas, detrás del puesto, hervían los
contactos, avisos y comentarios. La DGI había llegado. Es una vergüenza,
caerles a esta altura después de un verano pelado donde los argentinos no
habían hecho acto de presencia y los uruguayos estaban cada vez más gasoleros.
No se puede creer. ¿Y a quién van a inspeccionar? A los de los hoteles de las rocas, espero, porque si se meten con los puestitos de comida están
fritos y si se ponen a ver la de ranchos particulares que ofician de
posada tienen para rato. Capaz que hasta al tartero le caen, pobre tipo, que
anda siempre con el nene repartiendo las mismas pascualinas y empanadas de
carne y de pescado por la playa.
_ Uy, mirá, mirá: se levantaron.
_ Están agarrando como para lo del Cebolla.
_ No, empiezan antes, en lo del Michel. Mirá, ahí le golpean las manos.
_ No, empiezan antes, en lo del Michel. Mirá, ahí le golpean las manos.
_ Pobre Michel, alguien debe haber batido lo
del hostel.
El dueño de casa se asomó por una ventana, y
pegó el grito fingiendo una calma que estaba lejos de sentir.
_ ¿Sí?
Allí fue cuando el más joven de los dos hombres
abrió el portafolio, sacó unos papeles y se acercó para informarle:
_ Buenos días. El fin del mundo se acerca,
hermano. ¿Te gustaría salvarte a ti y a tu familia? Aquí te traemos la Palabra
de Dios.
El suspiro de alivio hizo tambalear
los pocos pastos del Polonio por un segundo, pasado el cual la atención del pueblo, lejos de ocuparse
de un hipotético y remoto futuro, se centró en la zona de
los jeeps, por donde (con un poco de suerte) podrían volver los turistas argentinos.
lunes, 4 de febrero de 2013
Av. Océano Atlántico, 832 (capítulo 16)
Turismo cayó temprano ese año. El sábado 30 de marzo a las 8 de la mañana salimos para Valizas Mónica, Analía y yo. Llegamos a un pueblo vacío, con la playa llena de caracoles y el rancho precioso. Pasamos unos días de paz, con noches de luna llena y caminatas hasta la playa del barco, mientras uno a uno aparecían nuestros amigos y el tiempo iniciaba su habitual descomposición de Semana Santa.
Gabriel y Horacio intentaron una tarde una última carta para ver si podían conmover al Negro, de rostro eternamente inexpresivo, y fueron de excursión hasta el monte de ombúes, aunque nada lograron y pronto estuvieron de regreso. Decían que les había sido concedido un deseo, porque mientras venían solos en la parte trasera del jeep rogaron que aparecieran tres mujeres y de inmediato tres chicas hicieron señas al vehículo y subieron. Lástima que se les olvidó pedir que fueran lindas, agregaban.
El último día estuvimos un buen rato jugando a la conga encima del cadáver de mi ex pozo de agua, que emergió de la arena y comenzó a funcionar como mesita de patio. Dejamos el rancho por la noche con el mar crecido, esquivando olas que según Horacio solo querían darnos un beso de despedida, aunque una de ellas vino con un impulso tan pasional que nos empapó hasta las rodillas. A la una menos veinte de la madrugada salió por fin el ómnibus de las once, y volvimos a Montevideo.
El último domingo de las vacaciones de julio de 1996 lo pasé de tarde en las canteras del Parque Rodó viendo una exposición de cometas y encontrándome con medio mundo, después de lo cual fui al cine a ver una vieja película de Woody Allen.
Cuando volví a casa una mala noticia me esperaba. Había llamado el Correcaminos para avisar que en Valizas las cosas no estaban tan tranquilas como en Montevideo, que se había producido la peor sudestada de los últimos años, el mar estaba a punto de llevarse mi rancho y él iba a romper la puerta para entrar y rescatar lo que fuera posible. Quedé como dos horas bloqueada, hasta que emergí del shock y hablé con medio mundo. Todos me dieron consejos, aunque la única certeza era la impotencia y la convicción de que si el mar quiere, puede. Nosotros construimos en una zona que le correspondía y que ya había ocupado veinte o treinta años atrás, como contaban los viejos del pueblo. El movimiento de avance y retroceso es lento, puede haber ciclos de varias décadas, pero es inexorable, cosa que ignoraban los montevideanos que fueron armando rancho tras rancho la línea de la costa.
Solo restaba esperar, e ir lo antes posible a ver cómo estaban las cosas.
Al día siguiente alguien me devolvió un poco la respiración al avisarme que el 832 seguía en pie. El mar se había llevado ocho ranchos de la costa de Valizas, unos quince de Aguas Dulces y varios más por otros lados. Llegó a haber vientos de 150 km. por hora y olas de siete metros. Se llevó también toneladas de arena, dejó a la vista un barco hundido cerca de Aguas Dulces y removió el Don Guillermo en la playa larga camino al Cabo.
Si hubiese sido creyente le habría prendido una vela a algún santo.
¡Aguante el 832!
El martes amaneció caluroso y calmo. Sin una gota de viento, Valizas parecía dormir en un silencioso letargo. Cuando mis viejos y yo llegamos a la playa, sin embargo, aquello no tenía nada de sereno. Mucha gente recorría la zona, algunos evaluando los daños de sus casas, otros viendo si podían rescatar algo que el mar no se hubiera llevado, o simplemente curioseando. Enfrentamos un panorama desolador. Había montones de escombros por todos lados, casas con la mitad de su estructura en el aire, otras caídas y medio partidas, de costado sobre la arena, cachimbas con tres sectores de caño pelado elevándose solitarias sobre la arena, nuevas barrancas y pozos infinitos.
Hasta las diez de la noche nos quedamos de
charla en lo del Correcaminos con él, Elimay, Gerardo y otro muchacho del pueblo,
quienes además de comentar la situación nos entretuvieron con historias de
barcos que buscan tesoros frente a Valizas misteriosamente por la noche, sin permitir a nadie acercarse. Después el dueño de casa nos consiguió un rancho
frente al suyo donde dormimos un ratito, para salir de regreso ese mismo
día a las tres de la mañana.
Si hubiese sido creyente le habría prendido una vela a algún santo.
¡Aguante el 832!
El martes amaneció caluroso y calmo. Sin una gota de viento, Valizas parecía dormir en un silencioso letargo. Cuando mis viejos y yo llegamos a la playa, sin embargo, aquello no tenía nada de sereno. Mucha gente recorría la zona, algunos evaluando los daños de sus casas, otros viendo si podían rescatar algo que el mar no se hubiera llevado, o simplemente curioseando. Enfrentamos un panorama desolador. Había montones de escombros por todos lados, casas con la mitad de su estructura en el aire, otras caídas y medio partidas, de costado sobre la arena, cachimbas con tres sectores de caño pelado elevándose solitarias sobre la arena, nuevas barrancas y pozos infinitos.
Mi rancho estaba intacto pero al borde de un
abismo de dos o tres metros de arena, sentenciado a muerte. Algunos pescadores decían que la primera marea de la luna llena arrasaría
con todos los que estaban al borde de la barranca. Otros postulaban que algo podría hacerse, pero que había que pensarlo muy bien.
Caminamos por la playa, seguidos por nuestro
adorado Cachirulo, junté algunos caracoles y placas de gliptodonte y agoté
un rollo de fotos. Aquella playa con paisaje surrealista sería el paraíso de
cualquier fotógrafo profesional, y yo hice lo que pude con mi humilde cámara de
bolsillo.
Ya en Montevideo tuve variadas ofertas de
ayuda, a cual mejor intencionada y más descabellada. Que trasladara el rancho
entero para más allá. Que lo desarmara y armara de nuevo contra el monte. Que
le hiciera enfrente un muro de contención de rocas o de hormigón. Por falta de
imaginación no iba a ser la cosa.
Uno de esos días el tema llegó a invadir mi función como docente del liceo 15. Estábamos dandola Biblia , y yo empecé a leer
un pasaje del Sermón del Monte como lectura complementaria. No había pensado darlo,
fue una decisión del momento y mucho no me acordaba del texto, hasta que me
encontré leyendo en voz alta:
Uno de esos días el tema llegó a invadir mi función como docente del liceo 15. Estábamos dando
“Así, pues, todo el que oiga estas palabras
mías y las ponga en práctica será como el hombre prudente que edificó su casa
sobre la roca: cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos y
embistieron contra aquella casa, pero ella no cayó, porque estaba cimentada
sobre roca. Y todo el que oiga estas palabras mías y no las ponga en práctica
será como el hombre insensato que edificó su casa sobre arena: cayó la lluvia,
vinieron los torrentes, soplaron los vientos, irrumpieron contra aquella casa y
cayó y fue grande su ruina.”
No pude terminar con la lectura, aunque por
suerte en vez de llorar se me dio por reír. Si hubiera largado la primera lágrima
no habría sabido cómo detenerme.
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