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viernes, 30 de diciembre de 2011

Y vimos el video...

LA FAMIGLIA


La casa de mi prima Lourdes resultó ser mucho más grande de lo que yo pensaba. Había ido a la reunión familiar un poco preocupada porque íbamos a ser como treinta personas durante unas horas potenciando hasta lo indecible el calor de esa noche de finales de diciembre, pero mis temores fueron injustificados. Llegar hasta ahí fue como recorrer a ciegas varios sectores de un laberinto; el Casabó a esa altura es un entramado de pasajes por los que dudosamente me habría orientado sola. Ya abandonadas las típicas calles con nombres de países, tuvimos aún que caminar cuatro o cinco cuadras mis dos jóvenes guías y yo, hasta arribar a la tercera casita del Pasaje Chicharrón, en el corazón de una de las zonas más complicadas de Montevideo.
_ Y… sí. Acá ves cosas.
_ Con nosotras no se meten porque somos del barrio.
_ ¡Tenías que ver a la abuela cuando se mudó para acá! ¡Ja ja! ¡Se le cayó el pelo, de los nervios que pasaba!
Naara y Jael, hijas de dos de mis primas, no parecían darse cuenta de las pintas y los gestos que nos cruzaban en el camino. Era su territorio. No saludaron a ninguno, pero parecían conocer a todos. Sus amigos estaban en un partido al otro lado del Cerro, me explicaron, pero los que veíamos también eran del Casabó. Esos de la esquina, por ejemplo, son los dealers del barrio: a ellos les conviene que no haya nada de lío en la zona, así los dejan en paz. Allá, justo al lado de la casita de la abuela, la semana pasada encañonaron a un hombre que venía en su camioneta y lo robaron. Con esos sí que no hay que meterse. Mi prima Nancy venía con los dos niños de la mano y por suerte una mujer en moto le gritó “¡Cuidado!”, porque si seguía tan campante se hubiera dado de boca con el tipo que estaba robando. Con los de la droga no pasa nada, seguían contándome, el problema es con los chorros.
Yo las miraba. Aún no tienen catorce años; nacieron casi el mismo día y ahora vivían a dos casas de distancia, siguiendo la tradición de sus madres, nacidas ambas el 5 de febrero y unidas como nunca vi a otras hermanas. Las dos chiquilinas son igualmente hermosas, aunque diferentes, con ese aire de paz que tiene la gente que se ha dedicado a la religión, que parece caminar por los peores lugares como si flotara en la espuma. Pero ellas sabían muy bien por dónde pisaban.
_ ¿Viste un muchacho que mataron acá a la vuelta hace como tres días? Salió en el informativo…
_ No… no vi nada…
Cómo decirles que no miro tele, que me paso enchufada a una computadora y que pese a vivir en otra zona roja (al lado de esta, de un rosadito pálido) estoy en babia en lo que a la realidad de Montevideo respecta, porque hace rato que decidí que no iba a dejar que me asustaran ni que me enojaran más... Ya ni la radio escuchaba; había encontrado un sitio para bajar los viejos programas de Dolina y eso me llevó a abandonar el presente y deslizarme hacia un mundo donde mi soledad se disipaba sin amenazas y donde la única propaganda (constante, eso sí) eran los maullidos de mi gata Roldana reclamando por el atún barato del Disco.
_ ¿Qué le pasó?_ pregunté, sabiendo que querían dar detalles. La adolescencia es a veces una etapa morbosa y la muerte suele ser uno de sus temas recurrentes.
_ Nada, que lo ejecutaron de un balazo, mientras iba en la moto. La tele dijo que fue por una pelea del momento, pero no es verdad.
_ No. Lo que pasa que el otro día el  chorro venía corriendo de la policía y pasó por el almacén del padre de este muchacho, y le quiso dejar la pistola, pero él se negó.
_ Le habló bien, le dijo “no, loco, disculpá, yo no me meto en esa…”
_ Y a los días lo mataron. Veinte años tenía.
El tema quedó interrumpido porque estábamos llegando a la casa, y yo me quedé un rato pensando en cómo diablos me iba a ir del encuentro familiar. No tendría que haberme preocupado. Conocí la casa de tres parientes esa noche, y al final ya me caminaba el Pasaje Chicharrón como si fuera 18 de Julio.
La reunión duró seis horas y estuvimos casi todos. Las horas dieron para mucho, desde recuerdos a chismes familiares. Que mi abuela se había casado embarazada. Que a mí siempre me había gustado la torta de fiambre. Que a Nancy le decíamos “La Bola”. Que Lourdes era novia del vecinito de al lado y se daban besos por el alambre del fondo. Que el ex marido de mi tía Cathy se creía súper héroe y salía al patio ataviado con un calzoncillo rojo, a perseguir ladrones en la madrugada. Que mi madre y Esther, un año menor, fueron inscriptas como mellizas, por aquello de no complicarse con los trámites cada vez que nacía un nuevo niño en la familia. Que mi tía mayor se iba a llamar de otra manera pero el viejo a última hora le puso Santa Petronila, en honor a una novia de su adolescencia, lo que hizo que mi abuela armara un escándalo de padre y señor mío. Que hubo una fiesta de disfraces una Nochebuena de la cual no guardo el menor recuerdo, pese a que parece ser que fui vestida de Bandera de España con peluca y todo.
Nunca fuimos de hablar bajo, y esta vez la ocasión justificaba que no dejáramos dormir a nadie en el pasaje. Cuando logramos ver al fin el disco que yo había llevado con el 65º aniversario de bodas de los abuelos aquello fue un carnaval de gritos y aplausos que duró todo lo que llevó la filmación, poco menos de media hora. Solo se hizo silencio para escuchar los brindis de los dos viejitos, a los que se aplaudió y festejó como si los tuviéramos al lado, como siempre. Estrella, tan previsora, había traído del almacén del barrio, además de servilletas de cocina y papel higiénico, porque éramos muchos y pensó que podían escasear, algunos pañuelos descartables por si la cosa derivaba en lágrimas, pero no fue necesario. El clima de fiesta dominó en todo momento, y solo de vez en cuando se veía algún par de ojos brillando más que de costumbre.
            Cuando me estaba yendo, luego de las fotos y los saludos de rigor, me miré de pasada en el espejo y por un momento creí que yo era una de mis primas. Volví a mirar a las cinco amigas inseparables de mi infancia: más allá del actual tono claro del cabello, producto de peluquerías y tratamientos más o menos parecido, más allá de las facciones, de los gestos, de las voces, aquí había algo en común que circulaba a un nivel más profundo. Ellas son creyentes y militantes de su religión. Viven en casas cuyo único libro (bien visible, sobre una mesita a la entrada) es la Biblia. Tienen varios hijos y un marido que sostiene el hogar. Vienen de padres separados. Somos muy diferentes, y sin embargo, hay algo que nos hermana. Cada una somos versiones de lo que hubieran podido ser las otras si su camino se hubiese torcido por este o aquel costado. Lo bueno es que creo que, en cierto modo todas estamos razonablemente felices con estos proyectos inacabados  y en movimiento en que nos hemos convertido. O conformes. No sé.
            Cuando abrí la puerta en mi casa de la Curva de Maroñas, ya avanzada la madrugada, reinaba el silencio. Por las dudas no quise mirarme al espejo. Le di un poco de atún a Roldana y prendí la computadora.

1 comentario:

  1. Me gusta la historia en si misma no solo por como está narrada, con una prosa fluida, cercana, dócil, sino también por los recuerdos propios que me arranca. Pertenezco a una familia grande, en la que la abuela llegó a ser tatarabuela en vida.

    Pero de todo, me quedo con la reflexión final, con detenerse en el concepto de la vida como ese jardín de senderos que se bifurcan.

    Me voy pensando en ello. En los espirales de mi propia vida y la de -aunque lejos en tiempo y espacio- los míos.

    Un abrazo y mis deseos de las mejores letras para ti en el 2012.

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