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miércoles, 28 de diciembre de 2011

CAMBIA, TODO CAMBIA...




Esa noche intentó, por cuarta vez, ver el mundo con claridad.
Todo estaba muy bien si se miraba de frente. Nítido, definido, firme. Pero hacia los costados se perfilaban sectores oscilantes, de difusa apariencia, que la enemistaban con los detalles y las intrascendencias.
           
Una vez había ido con su amiga y los dos niños de esta a explorar unas cuevas en la base del Cerro Pan de Ázucar. La salida había sido decidida a último momento, y por eso iniciaron el recorrido ataviados como para la playa, que habían pensado encarar esa tarde: ojotas, remeras, shorts… No era lo más indicado para enfrentar el mundo de las piedras, los matorrales, los senderos que no eran tales, pero estaban dispuestos a hacer el intento.
            Su guía resultó ser una niñita del lugar, que no pasaba de los siete años, acompañada por un par de perros de raza indeterminada, todos los cuales se movían con paso de conocedores por caminos apenas trazados entre la espesa vegetación del cerro. Tres cuartos de hora más tarde aún avanzaban, ya con poco resuello, mientras notaban que estaban cada vez más altos y el camino se hacía complejo y cansador. La playa a lo lejos parecía reclamar por sus presencias acaloradas. No habían llevado bebidas. El sol los iba cocinando a fuego lento.
            En cierto momento Mariela plantó bandera y dijo “hasta aquí llegué yo”. El motivo de tal decisión: una roca enorme, que había que escalar a pura maña y esfuerzo. Los demás continuaron la subida, y a los cinco minutos le estaban gritando que lo volviera a intentar, que ya habían llegado a la primera cueva y aquello valía la pena. Pero era mirar la mole de piedra y sentir náuseas ante la sola idea de levantar un pie para entregarse a ella.
            El problema es que tampoco la soledad resultaba gratificante. Intentó llamar a Montevideo para sentir que el mundo seguía teniendo sentido, pero no había línea. Se sentó en una piedra por un momento, pero luego se paró de un salto, al pensar que podría haber allí víboras, arañas, alacranes o, peor aún, fantasmas, monstruos verdes, alienígenas, jíbaros, espíritus del mal, viejos indios brujos reclamando por sus tierras, en fin…
La cabeza de Maxi asomando desde lo alto de la roca fue como un rayo de sol en la oscuridad del monte.
            _ Dale, no seas boba, probá.
            _ No, no puedo.
            _ Probá. Yo te ayudo.
            Si dos niños y su amiga (que por entonces no era muy atlética que digamos) habían subido aquella piedra, es que en verdad la cosa no sería tan imposible, pensó. Y, con ayuda, lo hizo. Encontró a Diana y Romina junto a la nena, admirando un lugar fresco, enorme, sombrío. La caverna era grande como la sala principal de un teatro, y se bifurcaba en otros pasajes, más angostos, por los que solo el perro se aventuró un poquito. En las paredes había restos de inscripciones, pero quién sabe si eran auténticas o un simple cuentito para turistas, porque no parecían muy antiguas.
            Ese día vieron otras cuevas, y quedaron con la boca abierta de admiración muchas veces, porque el cerro tiene una vista increíble, pese a que solo habían subido la tercera parte de su altura, o poco más.
La bajada fue, como siempre, más sencilla.
            Ya cercanos a la casa de donde habían partido, a unas dos o tres cuadras, iban por un territorio casi llano, bordeado de matas de flores y pastos inofensivos, cuando Mariela pegó un grito y salió corriendo. Era la última de la fila, y acababa de ver una serpiente al costado del camino, algo gris, enorme, que hasta el día de hoy jura que era ni más ni menos que una cascabel, solo que de una variedad taimada y silenciosa. Todos corrieron un buen trecho, y se aflojaron. Aquí no ha pasado nada. Nada, salvo el susto.
            El resto del camino lo hizo ella en un estado muy particular de conciencia. Estaba y no estaba. Fue incapaz de fijar la vista por media hora: si intentaba mirar, digamos, el suelo, aquello se convertía en gelatina, y temblaba y bailaba ante sus ojos. Todas las plantas y los pastos eran una ensalada de lechuga y espinacas revuelta y homogénea.  Trató de alternar entre el control de lo que pisaba y la contemplación del cielo, que la serenaba, en parte. Pero el mundo se siguió moviendo por un buen rato más.
           
Y eso es exactamente lo que estaba sintiendo ahora. La visión periférica ya no se mantenía un segundo quieta. Los cambios de mirada no encontraban el mundo tal como lo había dejado un momento antes. Todo se concertaba para bailar y temblequear, ante su desesperación.
            Dadme un punto de apoyo y contemplaré el mundo, pensó.
            Con un suspiro se sacó los nuevos lentes multifocales y los guardó en el estuche.
            Cosa brava llegar a los cuarenta, reflexionó mientras ponía el programa de Dolina en la radio, justo antes de acostarse y apagar la luz.

4 comentarios:

  1. Multifocales -o progresivos, como se les llama por aquí-, me pregunto si más que ayudar a mirar el mundo ayudan a marear al mundo.

    Me ha gustado ese juego de sensaciones que nos lleva al recuerdo y desde allí de vuelta al giro final.

    Un abrazo.

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  2. Que productividad Mariela!!! Si seguís así tenés un libro para cuando empiecen las clases...

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  3. Estimada/o Anónimo: sí, más vale que tenga un libro pronto para cuando comiencen las clases, y que se llame "Las mujeres de Mario Levrero", o mi tutor me mata. La ecuación es "a más Hojas de Arbolito menos tesis", so...

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  4. Qué lindo!!!! Como si estuviera subiendo nuevamente el cerro , con ese calor y las resbaladizas zapatillas, además de la errónea certeza de pensar que era ahí nomás, cerquita, y terminamos subiendo durante 40 minutos.Gracias por el relato,el recuerdo y la idea de este mundo que paraece y no es,o que aparece sin ser, o algo así...con tus lentes nuevos todo se mueve para bien,porque te permite seguir explorando y creando. Muy bueno!

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