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martes, 20 de diciembre de 2011

Hoy me he pasado media hora riendo y llorando sola.

Había dejado un viejo cassette de la filmadora que tenía hace años en un local del Cordón para que lo pasaran a CD, y al volver a casa, cansada de trámites en BPS, DGI, COSEM y cuanta sigla ande en la vuelta, me lo olvidé por completo. Hace un rato abrí la mochila buscando mi agenda y lo vi.
Y chau intentos de retomar la tesis.

Por el título sabía que la filmación era de fines del siglo pasado. (¿No da un aire como de antigüedad, obsoletez y decrepitud extrema eso de nombrar cosas que uno tenía en el siglo pasado? Como si no bastara con andar renqueando por las calles sobre plantillas de silicona y encima tener que hacerse lentes nuevos porque resulta que al astigmatismo ahora se le suma la presbicia... ¡Presbicia! Cada día me acerco más a la vieja de los gatos que seré en breve, que se va prefigurando con una fuerza bárbara.)

            No fue fácil decidirme… me daba como miedito tocar ciertas fibras… Hasta que ahí estaban. Mi prima Lourdes, con el pelo como el mío, los chistes de Fernando, las niñas pequeñas haciendo caritas, mis tías sirviendo la comida, hermanos de mi abuela que, honestamente, yo no sé si aún viven: la familia, en suma. Una torta casera rezaba con letras desparejas “Felices 65 años”, y los números no me cerraron por un buen rato, hasta que comprendí (o recordé) que era el aniversario número 65 de mis abuelos. 65 años de casados. No hay ni nombre para semejante despropósito…
            Yo no soy familiera, ni nunca lo he sido. Me importa muy poco con quién paso las fiestas, ni quién lleva mi sangre por el mundo. Los quiero o no, como al resto de las personas que conozco, y que lleven mi apellido no pasa de ser una contingencia (me refiero, claro está, a los Barreto… lejos de mí ha quedado aquella niña que cada vez que veía un Rodríguez en la tele se imaginaba que sería un pariente y enloquecía a su padre pidiéndole que averiguara si no lo era…). Pero ver a mi abuela peinándose los pocos pelos que le quedaban para salir en la filmación, escuchar al viejo recitándole versitos de amor a los noventa y pico de años, y tocando el acordeón como en sus tiempos de amenizador de bailes de campaña, fue casi demasiado.

            Y pensar que me lo había olvidado por completo.

Ahí me di cuenta de que mi emoción solo sería comprensible por la gente de mi edad, o mayor que yo. Los más chicos viven sumergidos en el registro de la vida propia y ajena. Si en mi niñez las fotos se sacaban de a 12 por verano (o 24, si había plata para el revelado), ya los hijos de mis amigas contaron con centenares de imágenes, que se hicieron miles en la era digital. Los niños de hoy han naturalizado la permanencia de las voces, los rostros, las historias, a un grado que nosotros apenas podíamos intuir hace unas décadas. No hay pensamiento que no se plasme para una dudosa eternidad ni amistad que no se proclame al éter ni gesto que no forme parte de un álbum.
Pero para mí (todavía) esto tiene algo de magia.

Volé sobre el teclado para contarle del hallazgo a cuanto pariente encontrara en Facebook, y todos estamos igualmente emocionados. Algo ha perdurado. Ya no nos quedan los abuelos ni la casa, no nos juntamos en cumpleaños ni en las fiestas, pero las imágenes sobrevivieron, y comienzan funcionar como un puente entre nosotros, como si los viejos todavía nos siguieran acercando. Surgen planes de encuentros, solicitudes de amistad, noticias, afectos.

            Y el viejo sigue por siempre copa en mano, declarándole su amor a la mujer amada:

_ A ti te brindo este brindis recogido del rocío,
a ver si puedo juntar tu corazón con el mío.

_En la mano tengo el vaso y en el vaso este licor.
Para quitarle en honor le digo a mi…  (¡toy olvidado…!)

_ Atención pido señores y al silencio la atención,
para darles relación de lo que por mí ha pasado.
Me encuentro algo doblado, sin poderme enderezar;
cada vez me encorvo más y vivo en esta tortura…
Por causa de esta hermosura cada vez me dueblo más...







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