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sábado, 19 de agosto de 2017

Memoria afectiva



La memoria tiene esos recovecos raros, que a veces nos saltan al encuentro cuando menos lo esperamos. En una fría y oscura mañana de sábado invernal, por ejemplo, mientras cae la lluvia y todo el barrio aún duerme en un profundo silencio. 

Esto sucedió cuando yo tenía unos veinte, y ya vivía en esta casa. Mis viejos estaban de viaje, y por alguna razón menor una tardecita me tiré hasta la policlínica que en esa época aún teníamos en la cooperativa. Eran los buenos tiempos. 
En la sala de espera había una o dos personas además de mí. La doctora (Martha, mi amiga, algún día debería escribir sobre ella) estaba atendiendo en el consultorio grande, y nosotros aguardábamos nuestro turno sin impaciencia, pero callados. De pronto algo espantoso sucedió: un olor a caca intenso e indisimulable inundó el consultorio. Aquello era nauseabundo, insoportable. Me enderecé de golpe en la silla y miré alrededor, pero nadie parecía percibir aquel desastre olfativo. Los otros siguieron con su espera sin mover un músculo. Buenos simuladores, pensé, será que todos hacemos como si no hubiera pasado nada, y no dije una palabra. El olor duró unos segundos y se disolvió por completo. El consultorio volvía a oler a esa cosa aséptica, mezcla de agua oxigenada y alcohol en gel, como todos los consultorios del mundo. Bueno, al menos duró poco, pensé. ¡Pero qué fuerte era!
Cuando volví a mi casa aún no había caído la noche. De todos modos lo primero que hice fue subir a cerrar las persianas del cuarto de arriba, y entonces la vi. Una enorme mancha de diarrea de gato sobre la colcha preferida de mis viejos, en su cama. Palta ya se había escurrido hacia el patio, pero no hacía falta indagatoria alguna: había sido ella. Si andaba medio enferma en esos días o si fue una manera de castigar a mis viejos por irse de viaje sin ella, eso no lo sé. Solo recuerdo que metí esa colcha y las sábanas en la pileta del patio y las lavé a conciencia tratando de no respirar, hasta que la mancha desapareció lo suficiente como para que mi vieja no se diera cuenta de lo ocurrido. Ni entonces ni ahora, ¿eh? No vayan a contarle que su gata le cagó la cama y después me mandó un desesperado mensaje de auxilio a través de las dos cuadras que nos separaban en el momento de la acción; no hace falta manchar la memoria de Palta, pobre viejita, que en paz descanse. 

Ayer, a las siete y media de la mañana, estaba peinándome antes de salir para el IAVA cuando algo en el piso de abajo de pronto me heló la sangre. Un ruido familiar llegó hasta mis oídos desde la cocina, y se repitió un segundo después: era el sonido del platito azul de Roldana cuando ella lo arrastraba por el piso al lamer el atún. Los que conocen mi casa saben que el silencio de Arbolito es profundo y completo, y más a esa hora. No me estaba confundiendo, era eso. Dos veces. Bajé a ver si se había colado algún gato de afuera, pero obviamente no había nadie. Ya no hay platito de plástico en el piso, y las ventanas estaban, como siempre, cerradas. Nada en el patio del frente, nada en el del fondo. Hubo un momento en que un frío inexplicable me paralizó por un segundo, y entonces lo escuché, justo a mi lado: el sonido de un gato trepando al mueble del living, junto a la ventana, el que servía de escalera para salir al jardín delantero. 
No supe qué pensar. Me acordé de mi vieja, que después que murió el Viruta sentía durante mucho tiempo el ruido de la banderola de la cocina, como el que hacía el gato al entrar a la casa por la noche. Y me fui para el liceo, sin lograr definir si será que en mi familia somos una manga de chiflados del primero hasta el último o si será que tenemos una extraña sensibilidad para captar la permanencia de energías queridas en nuestros espacios cercanos. 
No sé qué pensar. 

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