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miércoles, 11 de abril de 2012

MIRANDO A TRAVÉS DEL CHARCO...


Al atardecer del primer día tanto Rox como yo estábamos exhaustas. La jornada anterior no tuvo más que un par de horas de sueño y el día había estado de lo más caminado, así que nos tiramos a hacer una siestita de siete a diez, luego de la cual fuimos a cenar a El Establo, el restaurante de enfrente al hotel. Había llovido, pero la noche se presentaba tan calma y cálida como el resto del día.
Lo que no supimos hasta un día más tarde es que en esas tres horas azotó a Buenos Aires el temporal más atroz de los últimos tiempos, con vientos de hasta 150 km/h, que levantó miles de techos, mató a 16 personas y dejó desamparado a un número incierto pero enorme de familias. Varias jornadas después aún seguían sin agua y sin luz en vastas zonas del Gran Buenos Aires, corrían rumores de saqueos y se hablaba de enviar al ejército a custodiar las calles. Por todas partes los árboles y postes de señales caídos atestiguaban la magnitud de la tormenta.
Pero nosotras no nos enteramos de nada, y lo único que nos preocupó en esas horas fue decidir si era mejor pedir una pizza a la piedra o una provoleta con morrón, tomate y jamón…


Se sienta a la mesa de al lado y pide un café con leche. Es alto y flaco, rubio, de ojos claros, evidentemente yanqui e irresistiblemente atractivo. Me mira, con discreción, pero me mira, haciéndome abandonar todo prejuicio respecto a los hombres mayores que yo. Tardamos un rato en darnos cuenta de que es Cleant Eastwood. Bah, o al menos en bautizarlo como tal. Habla español, como la mayoría de los norteamericanos que se aventuran por estas tierras de hombres incivilizados y hermosas mujeres dispuestas a abandonar a su amiga a la primera oportunidad de… En fin. Estuve a un tris de dirigirle la palabra cuando nos levantamos para ir en busca del improbable Museo de Bellas Artes, pero mi timidez se impuso. Se quedó solo, tomando su cafecito bajo los tilos de la vereda de la Recoleta.
Y así fue como perdí la oportunidad de conocer al hombre de mi vida.


¿Por qué, Señor, por qué se nos ocurrió elegir este sitio en el Buquebús, delante de los cuatro monstruitos del Apocalipsis más la madre? Pesadillas sobre-excitadas y pateadoras de respaldos de asientos.
Menos mal que encontramos otros dos lugares vacíos varias filas adelante, o estaríamos declarando ante la policía por haberlos tirado sin querer por la borda, criaturitas de Dios…


La Boca nos pareció sacada directamente de una novela de Roberto Arlt. Caminar por Olavarría resultó ser una experiencia casi religiosa, debajo de un cielo atravesado por cientos de cables de luz enredados en una maraña impenetrable, caídos unos encima de los otros con pasmosa promiscuidad. Los niños y adolescentes habían invadido calles y veredas, pero no podemos quejarnos, porque nos pidieron disculpas cuando una pelota pasó casi rozándonos. Al rato nos dimos cuenta de que estábamos caminando hacia el interior de La Boca, alejándonos del famoso Caminito, que es la fachada turística del barrio. Pegamos la vuelta y enfilamos hacia lo previsible.
Que no lo fue tanto esta vez. 




Yo esperaba algún boliche tanguero y unas paredes fileteadas con el típico dibujo porteño asociado al tango, al 900’, a los carritos lecheros, pero no aquello, que era indescriptible. Una abigarrada conjunción de casas de chapas pintadas de colores, muñecos enormes asomados a los balcones representando figuras típicas de La Boca, conventillos reciclados y prontos para ser recorridos y miles de puestitos de venta de lo que sea, incluyendo terrones de tierra de La Bombonera, que por cierto se divisaba a pocas cuadras de donde estábamos. Por no hablar de los sonidos. Cada pocas casas había un boliche y en la mayoría de ellos un cantor desafinaba con mayor o menor destreza algún tango compadrón, mientras las parejas (profesionales o rejuntadas de entre el público) se lucían sobre precarios estrados de ocasión. Las músicas se fusionaban en una mezcolanza impenetrable, que además tenía como condimento la voz de Ricardo Fort desde una pantalla enorme en el interior de un restaurante que pasaba Intrusos para quien quisiera informarse de por qué los Fort estaban enemistados con no sé quién. Viejas imágenes de cartón con bailarines de tango sin cabeza, para que los transeúntes, previo pago de quince pesos, se sacaran una foto con sus rostros asomando por los agujeros, al mejor estilo de los años 50’. Y hasta el Diego cobrando por una foto junto a él. Un poco más morochito quizá, pero igualito de cara. Algunos gatos dormitando entre la superpoblación de esculturas del barrio. Una vieja asomada a su ventana parecía ser lo único auténtico en medio de esa mise en scene vertiginosa y bizarra. Le saqué una foto, pero medio disimulando, y salió movida. Al menos la del perrito solitario junto a las vías del tren fue preciosa. A él no había que explicarle que de tan común se había vuelto exótico, y por suerte no cobraba por ser rescatado del olvido.





El Abasto fue una desilusión. Encima que para verlo nos caminamos toda Corrientes, pasando incluso por el Once de más que dudosa reputación, resulta que del tradicional mercado que queríamos ver solo quedaba parte de la fachada, integrada a un monumental Shopping de varios pisos y que ocupaba toda una manzana. La estatua de Gardel, una más, como tantas. La esquina del Filete, una tiendita con las paredes pintadas decorativamente. Y ta. Se acabó. Fue muy poco.




Vichábamos libros en una librería de usados por Corrientes cuando le toqué el brazo a Roxana y le señalé, sin aliento, lo que estaba viendo: una revista “El Péndulo” de 1982, con la edición original de “El lugar”, de Levrero. El vendedor era un chanta, así que disimulé lo mejor que pude mi emoción y le compré, además de esa y otras dos revistas (una con “Gelatina” y otra con “Confusiones cotidianas”), un par de novelas policiales, para despistar.
Al final nos rebajó seis pesos argentinos. Chanta, pero seductor. Lo había llamado la mujer por teléfono unos minutos antes, pero de todos modos nos invitó a volver a visitarlo antes de irnos. Aún nos debe estar esperando.


El desayuno del hotel es muy completo, si bien a la vez conlleva cierto grado de desilusión, porque las medialunas son apenas ricas, no deliciosas como de costumbre, el queso y el fiambre alcanzan solamente el rango de aceptables y los jugos no son naturales. De manera que no entendemos por qué la gente se sirve comida como para resistir el sitio de Troya: de a cuatro rodajas de fiambre por medialuna, frutas que se extraditan hacia las habitaciones de maneras más o menos solapadas, facturas a medio comer que se envuelven en servilletas y se guardan para después… ¿Habrá que desquitar el costo de la habitación en comida?
De todos modos no soy quién para hablar. Después de cuatro días de almorzar, merendar y cenar en restaurantes, vine con un kilo más de lo que llevaba al irme, y eso que caminé como loca con mis nuevos y súper cómodos championes Olimpikus. Que no serán Nike, pero se las traen. Y ni que hablar de los que se compró Roxana, diseñados por la hija de Paul Mc. Cartney, que alternan el verde con amarillo, blanco y plateado. Una joyita, mire…




El Museo de Bellas Artes nos venía esquivando desde hacía años, y pareció una broma de mal gusto cuando también esta vez lo encontramos cerrado. Luego nos dijeron en el Centro de información Turística que el Viernes Santo en Argentina es un feriado muy importante, pero que seguramente abriría el sábado, y allá fuimos.
Para variar, estaba abierto… y era gratis.
Salimos un par de horas mas tarde, con los ojos cansados de tanto disfrute. No se puede creer la calidad y cantidad de las obras que atesoran en ese feo edificio de La Recoleta. Cuadros de Velázquez, grabados de Goya, esculturas de Rodin (incluyendo El beso), pinturas de Renoir, Rembrandt, Sisley, Corot, Degas, Toulouse Lautrec, Van Gogh, Rubens…
No hay palabras. No puede haberlas.
Qué ganas de ser argentina que me vienen algunas veces.


Mi celular recibe llamadas pero no las hace. Chequea Facebook pero no Adinet. Garronea Wi Fi en cuanto lugar puede, porque el hotel cobra la conexión a Internet al triple que los Locutorios de la zona, y por principio me niego a pagarles algo que debería ser gratuito. No me llego a liberar de él del todo, pero al menos mi adicción se atempera un par de grados, por fuerza mayor… Bienvenida sea la tecno-abstinencia.


Por estos días se habían cumplido treinta años del desembarco argentino en Malvinas, y el tema estaba más que candente a todo nivel. Carteles en Plaza de Mayo, volantes, afiches, coronas de flores, una historieta sobre el hundimiento del Capitán Belgrano en gigantografías en una esquina, el monumento a los caídos con sus nombres en la Plaza San Martín, todo rezumaba el fracaso, el enojo, la impotencia de una guerra tramposa donde los caídos eran gurises chicos, de provincia, con la heroicidad de los veinte años y la ignorancia del que ha vivido toda la vida bajo una dictadura que les negó la cultura tanto como les segó la vida.
La exposición del Palais de Glace, particularmente, nos dejó una profunda impresión. Todo el piso inferior albergaba cientos de fotografías de las islas ayer y hoy, de los soldados durante la guerra y en el presente, de los pingüinos y las focas, junto a revistas y diarios de 1982 que comentaban los hechos de la forma más terriblemente sensacionalista y superficial, mientras todo el tiempo sonaba de fondo el silbido del viento helado de las Malvinas. Sobrecogedor. Hice la mitad de la muestra con lágrimas en los ojos. Todavía tengo ese viento en mis oídos. El dolor era palpable en esa sala, la habitaba de continuo, se metía en nuestras pieles y nos transportaba al infierno. Pero valió la pena solo para recordar que no hay que olvidar.




Ellos eran tres muchachos: un rubio, otro medio pelirrojo y un morocho gordo. Hacían jazz sobre el pasto de la Plaza Francia, en nuestro último día de vacaciones, y nos pasamos oyéndolos de sobremesa como una hora y media. El público se componía mayoritariamente de veinteañeros argentinos, aunque no faltó la señora setentona de impermeable beige y cabello blanco que se paró a escucharlos por unos minutos antes de seguir su paso cansino por entre las gentes que allí tomábamos el tibio solcito de esa tarde de sábado. O el trío de brasucas que no se sabe por qué pensaron que el jazz era bailable e improvisaron una danza festiva y carnavalera, antes de sobornar a la orquesta con un billete para que les dejaran hacer un acompañamiento de panderetas en un par de temas en los que el jazz se arrimó a la bossa nova. Terminaron aplaudiéndose ellos mismos y se fueron, felices como todos los brasileros, a seguir con su danza por otros escenarios ciudadanos.


A la vuelta del Abasto paramos a almorzar en un bar llamado León, donde el sol nos fue corriendo por varias mesas, y siempre nos encontraba.
La comida se demoró más de una hora. Cuando llegaron mis canelones de verdura y pollo estaban deliciosos, por más que de pollo solo tenían el nombre. De todos modos yo los prefería vegetarianos, así que no hubo quejas de mi parte. Pero la comida de Roxana sí que daba para amargas recriminaciones al mozo y al dueño, que no se hicieron esperar. Un churrasquito de pollo miserable acompañado por unas rodajas de zapallitos y berenjenas que estaban o crudos o quemados, sin término medio. Tras las quejas, un buen rato después, le trajeron otro plato, que resultó solo un poco mejorcito que el anterior. Pero lo anecdótico no es eso, sino que el mismo plato rechazado por mi amiga fue a parar a la mesa de al lado, donde la veterana, que había visto todo, lo devolvió a su vez, mientras ni ella ni nosotras dábamos crédito a lo caraduras que podían ser en este sitio. Sitio para no volver y para promocionar por la negativa a cuanto yorugua tenga planeado caer por Buenos Aires con hambre y plata para gastar. Nunca el León, please. Nunca. Corrientes al 2800.



Como nos habían informado en el hotel que el Tren de la Costa no funcionaba fuera del verano intentamos tomar un local en la Estación Retiro, que no quedaba lejos de nuestros temporales aposentos. Una vez allí la cola fue larga y demorada, pero al menos el pasaje resultó barato: unos 25 pesos nuestros por tres cuartos de hora de viaje de Buenos Aires al Tigre.
Subimos al tren.
Y bajamos del tren.
No soportamos la miseria, el estado deplorable de esos vagones, el hecho de ir amontonados y de sentirnos observadas por decenas de ojos inquisitivos a los que no queríamos poner el fácil rótulo del pintoresquismo nacional.
Le dimos los tickets a dos personas que hacían la cola y nos fuimos velozmente de Retiro para no volver, al menos por este viaje.




Ya hacía tres noches que cenábamos en el mismo restaurante de la esquina, cuando nos decidimos a ir a conocer los Pubs de la otra cuadra. Reconquista estaba sembrada de ellos, aunque parecían funcionar sobre todo como After Office, porque a la medianoche estaban casi vacíos, excepto el Irish Pub, donde sonaba un grupo de rock de lo más interesante.
Breve conclusión de nuestra velada en el Irish Pub (que en realidad se llama The Kilkenny):
Las bebidas salen un Potosí.
Los mozos son rezongones.
Varios de los gordos del hotel de enfrente frecuentan el pub y parecen más que dispuestos a confraternizar con nosotras, que los esquivamos heroicamente.
El único hombre potable es una especie de Peluffo vernáculo que resultaría más que mirable, si estuviera en el planeta La Tierra (diría Dolina). No terminamos de captar qué es lo que lo ha sacado de la realidad, si la cerveza o la coca, pero el hecho es que está muy lejos de todo.
Y hay un peladito interesante, pero… no queremos problemas con menores de edad. Bah, no con menores de 30, al menos.
El cantante, que se las da de duro, se babea al mencionar que fue padre hace un par de días. Murmullo de “aaahhh” generalizado.
Debe haber ocho hombres por cada mujer del boliche.
Nos dan pop.
Hablamos con el Señor Escupidor, que salpica con cada palabra.
Y nos fuimos a dormir.


Un nuevo amor se instala en mis gustos a partir de la ida a La Boca: la Legui (por Leguisamo), una bebida que es como un licor de caña, deliciosa. El mozo me la trajo cuando le pedí algo similar a la grappamiel, y me hice fan al momento, y más cuando lo llamé para decirle que si seguía dejando la botella olvidada en mi mesa no respondía por ella y él, en un gesto tan veloz como generoso, me volvió a llenar el vaso de onda, por pura simpatía. Lástima que no me dio el tiempo de ir a un Carrefour a buscar una botella, pero ya volveré a por ella.




La habitación es de lo más confortable, pero nos desespera el ruido infernal del extractor del baño cada vez que prendemos allí la luz, por lo que poco a poco empezamos a usarlo a oscuras. Cualquier cosa con tal de evitar ese rugido innoble que altera nuestra paz más que los gritos de los niños de la habitación de al lado, cuyos padres creen que la idea de pernoctar en un hotel es dejar la puerta abierta y que las criaturas pululen por los pasillos, bien lejos de sus progenitores.


No me dan los ojos para mirar todo lo que hay a mi alrededor. Parques, museos, barrios típicos, librerías gigantescas… y los hombres más hermosos del mundo, mal que les pese a mis amados coterráneos del paisito.
Creo que me gustaría vivir en Buenos Aires. Al menos si vivo cerca de Florida, en días laborales y en horas de la tarde.


Menos mal que Roxana se puso firme con lo del teatro, o no sé si hubiera pagado lo que pagué para ver “Mineros”. 140 pesos argentinos, multiplicados por 4.5… Mejor no hablar de ciertas cosas…
Pero valió la pena, y mucho. Grandinetti, Arana, Leyrado y Marrale se comieron el escenario, con una historia divertida y conmovedora basada en tres mineros reales que devinieron en pintores, con todos los cuestionamientos sobre la relación del arte con los obreros más ignorantes que el texto sin dudas rescataba a las mil maravillas. Una escenografía gigantesca y admirable. Tuve que cogotear la mayor parte del tiempo, porque se sentó delante de mí un desgraciado veterano altísimo que se movía de continuo, pero no me quejo. Salimos emocionadas y felices, y juramos que no  podemos dejar de ir al teatro aunque sea una vez por vacaciones, porque nada en Montevideo se compara a lo que hemos visto por estas tierras.

Y ese fue parte de nuestro transitar por la bendita Santa María de los Buenos Aires, a la que pienso volver a la primera oportunidad que me dé la vida o al primer compromiso porteño impostergable que me invente sin pena ni culpa.
Nos estamos viendo.

2 comentarios:

  1. Una crónica formidable, Mariela. Si hasta dan ganas de haber ido con vosotras.

    El fallo, que no contás si jugaste a algún juego de azar en el que pudieran ganar mucha plata; considerando la suerte que tuvieron en el amor.

    Un abrazo,

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    1. Uh... si es por eso, te diré que podemos jugar tranquilamente aquí en Montevideo...
      Gracias por el comentario. Nos seguimos leyendo.

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