Vistas de página en total

martes, 3 de abril de 2012


LUZ VERDE

Hay personas que se instalan en nuestra vida tan de a poquito que pasados los años no somos capaces de determinar desde cuándo nos acompañan. Uno intenta remontarse a un tiempo previo a su presencia pero choca con ese banco de niebla espesa en que se convierte la memoria cuando se niega a entregar las imágenes que le pedimos. Claro que eso no fue lo que me sucedió con Marcelo: tengo tan clara en la retina la primera vez que lo vi como la última. Tal vez más.
Hacía poco más de un mes que nos habíamos mudado a la cooperativa cuando entre los adolescentes del barrio se instauró el ritual de ir al Salón Comunal por las noches. Nos reuníamos a eso de las ocho en espacio enorme del piso superior a jugar a las cartas, charlar de la nada o compartir las impresiones que nos causaban las nuevas familias que llegaban al barrio. Las casas eran doscientas, así que el tema daba para llenar las horas de informes, críticas y debates de variada índole. Yo la primera vez que fui llegué de la mano (en sentido metafórico, por suerte) de un rubio cuya madre (amiga de la mía) conminó a pasar por mí una noche de enero, para consumar mi presentación en sociedad. La tribu pronto me aceptó como integrante con plenos poderes, de manera que no tuve mayores inconvenientes, salvo cuando mi padre se puso firme con eso de que “no puede ser que llegues todos los días a la medianoche” y me dio a elegir entre ir dos días hasta tarde o de lunes a lunes hasta las diez, opción esta última que acepté, no sin las amargas quejas y tristísimos lamentos que eran de rigor en casos flagrantes de abuso de autoridad paternal como este.
Pronto se hizo evidente que aquella cofradía daba para mayores emprendimientos que las noches de cartas, canciones y chistes repetidos, y algunos de los muchachos mayores empezaron a planear un campamento. Quedaba poco del verano cuando pudimos concretarlo: íbamos a ir a La Floresta en febrero, por tres días. Nos acompañarían tres matrimonios jóvenes, porque de otro modo sería imposible obtener el consentimiento paterno, pero todos sabíamos que los adultos iban también a divertirse y no a controlarnos obsesivamente, de manera que no nos preocupaba gran cosa su presencia.
Estábamos ya subidos en la caja del camión de la cooperativa para salir cuando de pronto alguien pasó a saludar antes de la partida, y yo quedé conmocionada ante los ojos verdes más intensos del mundo.
_ ¿Por qué no venís con nosotros, Marce?_ le preguntó alguien, a lo que él respondió con la voz propia del hombre de 18 años que era:
_ Porque no puedo: tengo que laburar. Diviértanse. Después me cuentan.
Esa fue la primera vez que lo vi, el día de la partida al campamento. El mismo campamento donde José Luis casi se mata al tirarse un clavado en una zona de medio metro de profundidad, a resultas de lo cual anduvo seis meses con un aparato ortopédico de la cabeza hasta la cintura, ddonde casi morimos de hambre por imprevisiones y metidas de patas varias (como el arroz al que le echamos por descuido tres veces sal), donde una tarde nos metimos tan en lo hondo que dejamos de hacer pie y tuvieron que sacarnos de a uno los mejores nadadores del grupo, donde en una guerrilla de agua terminé llenando de arañazos al flaco Esteban, y donde me hice amiga del Cacho, quien años después le robaría el auto a mi novio Juan de enfrente a mi casa, a media cuadra de la suya. 
La patota del Salón Comunal duró unos seis meses, hasta que la cooperativa empezó a trancarnos los encuentros. Cerraban temprano el salón, lo usaban para las reuniones del Consejo Directivo, etc. Esa fue la disolución del grupo grande, pero unos cuantos de nosotros continuamos viéndonos en la casa de Luisa, una veterana que vivía enfrente con muchos hijos propios y varios adoptados, tirana de todos ellos en lo que a las labores de limpieza refiere y gran jugadora de cartas por plata. En torno a la mesa circular de su cocina nunca faltábamos siete u ocho de los gurises del barrio más alguno de los hijos, con lo que las reuniones eran multitudinarias. Allí Marcelo y yo nos hicimos amigos, y seguimos siéndolo por años.
Poco a poco él se fue acostumbrando a pasar por mi casa antes de ir a lo de Luisa, para que pudiéramos charlar sin esa molesta mirada ajena que siempre busca romance donde solo hay amistad. Porque una vez pasada la primera impresión de la mirada de sus hermosos ojos a mí se me hizo claro que él y yo estábamos hechos para ser amigos, tal vez los mejores amigos. Ambos nos contábamos todo, desde los sueños a los amores, las pequeñeces y las grandezas imaginadas de dos vidas de barrio sin mayores aventuras. Cuando empezamos la facultad los horarios se modificaron un poco, pero nos las arreglábamos para estar en contacto un par de veces por semana. Era un mundo sin celulares ni correos electrónicos, por lo que la única manera de saber en que andábamos era apersonarse en la casa del otro a reclamar un ratito de charla. Nuestros padres se preguntarían en qué iba a acabar eso pero nosotros no, porque sabíamos que lo que compartíamos era demasiado valioso como para arriesgarlo por una interrogante que preferimos dejar sin plantear.
Con el paso del tiempo vinieron los cambios. Yo me casé y tuve dos hijos que ya son independientes. Él se fue a trabajar a Brasil y después a México. Cuando nos dimos cuenta habían pasado décadas sin saber uno del otro, hasta que volvimos al barrio casi al mismo tiempo, impulsados yo por mi divorcio y él por una tentadora oferta de una universidad privada para dar clases de Acondicionamiento Lumínico, que era su especialidad.
Eso fue hace un año. Desde entonces me he acostumbrado a salir del barrio por la calle de atrás de mi casa, evitando pasar por la de él. Alguna vez que vislumbré su silueta a lo lejos aceleré el paso para no encontrarlo, y apenas si saludo a sus viejos, como para no dar pie a que me pregunten ni me cuenten nada. No sé bien por qué. Tal vez la mirada de sus ojos de entonces es lo único que se mantiene limpio en mi memoria; sería terrible que también él se hubiera manchado, que hiciera cuentos aburridos del trabajo, se quejara del estado de las calles o de la inseguridad. Peor aún, que se me apareciera en casa convertido en galán maduro intentando lo que nunca encaró antes. Que huela a viejo. Que no se afeite. Que no sea él y no pueda volver a serlo nunca. Lo más duro es pensar que él tampoco se anima a buscarme, así que debe sentir lo mismo. Tal vez también yo hablo tonterías, tengo un brillo opaco en la mirada, teorizo más y realizo menos.
Olvidaba contar que probablemente voy a terminar dejando la cooperativa. Hay un apartamentito en La Blanqueada que es de la tía de mi amiga Leticia y se alquila a precio razonable. Estaré más lejos del trabajo, pero no importa: mientras sus ojos no me miren con una expresión de velada decepción esto de levantarme cada día aún puede tener algún sentido. Y otra cosa que voy a hacer es llamar a Alejandro, aquel profesor que conocí en Humanidades hace un par de meses. Contrariamente a lo que opina la hija de mi amiga Susana, que es su alumna en Epistemología, no parece un mal tipo. Es inteligente, simpático… y de ojos marrones, como los míos. 
Estaba buscando el teléfono cuando alguien llamó a mi puerta. Qué molesto; seguro que es un vendedor y después yo me distraigo y me olvido de llamar a Alejandro.
_ ¿Quién es?
_ Soy yo, Sofía.
Me asomé por la ventana de arriba. Ahí estaba Marcelo. Un poco más canoso y con una barba espantosa, pero ahí estaba.
_ Me agarrás a punto de salir para el trabajo, ¿te enojás si no te abro ahora? Paso por tu casa un día de estos y charlamos, con tiempo, ¿te parece?
Cerré la ventana sin esperar respuesta. Él quedó un poco descolocado y demoró unos segundos en irse, mientras yo me deslizaba hasta el suelo y ahí quedaba en silencio, bloqueando toda acción y todo pensamiento. Hasta que reaccioné. Había que hacer algo, y de inmediato.
Tomé el teléfono y disqué el número de Alejandro. 
Respiré hondo. 
Colgué. 
Y salí disparada a la calle.

1 comentario:

  1. Sobecogedor. Despacito vas conduciendo al lector hacia otro mundo, ese de un pasado pintado y visible,ese de los jòvenes sin prisas y sin violencia,ese pasado de los 80 y algo, donde la dictadura era dura,pero muchos jòvenes crecìamos compartiendo nuestros tiempos.Me sentì identificada por completo y tus palabas me llevaron a otro momento y a otro tiempo, asì que cumplieron la funciòn del arte: entretener, encantando.Zenkiu

    ResponderEliminar