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miércoles, 12 de septiembre de 2018

El hielo


"Siempre me siento más solo cuando hace frío. 
El frío del exterior me hace pensar en el de mi propio cuerpo. Me veo atacado desde dos frentes.
Pero yo no dejo de oponer resistencia contra el frío y contra la soledad. De ahí que, cada mañana, salga a cavar un agujero en el hielo. Si alguien me observase desde la helada bahía con unos prismáticos, creería que estoy loco y que lo que hago es preparar mi propia muerte. ¿Un hombre desnudo en el gélido frío invernal, con un hacha en la mano cavando un agujero en el hielo? 
En realidad, tal vez sea eso lo que espero, que un día haya alguien ahí fuera, una negra sombra que se recorte contra la inmensa blancura que me rodea, que me mire y se pregunte si llegará a tiempo de intervenir antes de que sea demasiado tarde. Pero no necesito que nadie me salve, puesto que no tengo intención de suicidarme. 
Hace años, cuando la gran catástrofe, la desesperación y la ira se apoderaban de mí con tal violencia que, en alguna ocasión, sopesé la posibilidad de acabar con mi vida. Pero jamás lo intenté. La cobardía ha sido siempre para mí una fiel compañera. 
Entonces, como ahora, pensaba que la vida consiste en no cejar. La vida es una frágil rama que se mece sobre un abismo. Y seguiré colgado de ella tanto tiempo como yo mismo resista. Después me precipitaré al fondo, como todos, y no sé qué me espera. ¿Habrá algo sobre lo que caer o no existirá nada más que una oscuridad fría y dura precipitándose hacia mí? 
El mar está helado".



Terminé de copiar y pegar el texto de Mankell y respiré aliviada: por lo menos había cumplido con la primera parte de la consigna, yo, que ya hacía un mes y pico que no estaba aportando nada en el taller. Traté de mover el brazo adentro del yeso pero no pude. Mierda. Odio tener la mano dura y con clavos, odio que se me incrusten cosas en la muñeca, odio que se me duerman los dedos y especialmente odio que solo hayan pasado dos semanas y falte una eternidad para el fin de esta cosa. 
Cuando quise pensar qué escribir empecé a oír una queja profunda que venía desde el patio. Apagué la computadora y escuché: el gato. El gato viejo peleando en el muro con el gato joven. Pobre viejo: el otro es esbelto, fuerte y decidido, y él siempre lleva las de perder. Bajé a la cocina, abrí la puerta y corrí al pendejo, aunque no con violencia, porque me cae bien. Es un hijo de mi gata, según me dijo hace unos días Pedro, el veterano de la esquina. Se llama Serenito porque es hijo de Serena, agregó, y yo pensé hay que joderse, cómo le vas a poner esos nombres a unos pobres bichos que no tienen voz ni voto, a vos se ve que te pegaron mal los floripones que tenés en la vereda, con razón tus bichos terminan siempre agregados en mi casa y aceptando los nombres que yo les pongo. Matilda, ¿entendés? La gata que vos llamás Serena es Matilda, el viejo es León, y el gato joven no sé pero olvídate de Serenito, que este es bicho y no postre. 
Una vez conjurado el peligro territorial el viejo abandonó su fingida postura de patriarca de las alturas, emitió un maullido lastimero y bajó a comer a la cocina. La noche volvió al silencio y yo al teclado, pero me cuesta escribir, y paso por todos los estados entre rabia, impotencia y autocompasión. Los dedos duros por la falta de costumbre hace ya tiempo que dejaron de obedecerme. Intento decir cosas mientras ellos van inventando espacios y suprimiendo consonantes, hasta que la pantalla se llena de líneas rojas y estoy a punto de largar todo. De repente, un escalofrío. Empiezo a estornudar; no paro por varios minutos. A lo lejos se pone a ladrar un perro. Él tampoco para. Me dan ganas de arrancar a ladrar yo también. Hay una negrura helada en la casa vacía, y cualquier cosa es mejor que este silencio. 
Reviso papeles buscando un poema que capaz que me da pie para escribir algo. Encuentro recortes, dibujos, teléfonos de gente que nunca conocí, fotos en bolas, cartas de Buenos Aires, entradas a recitales, programas de teatro. Paso todo por delante de los ojos sin detenerme en nada, porque sé que no podría soportarlo. El poema debe estar por ahí, manuscrito, pero no tengo paciencia, y abandono. Hablaba del amor, de eso sí que me acuerdo. Hablaba del amor y de decir te quiero, y en verdad si me esfuerzo un poco sé perfectamente que soy capaz de recordarlo, pero no quiero.
Dejé de estornudar hace un rato. La mano me duele más que antes, y desisto de la intención de escribir. Releo a Mankell; pienso que podría simplemente copiarlo, y así todo sería verdadero. “Siempre me siento más solo cuando hace frío. El frío del exterior me hace pensar en el de mi propio cuerpo. Pero yo no dejo de oponer resistencia contra el frío y contra la soledad. La cobardía ha sido siempre para mí una fiel compañera. El mar está helado. No sé qué me espera”.
Dejo de copiar y pegar, bajo a la cocina y preparo un café. El gato viejo me mira desde su nido en el sillón con la mitad de un ojo soñoliento. Todavía no asumió que sus días de dominio han terminado. 
_ Somos dos, viejito -. Le digo despacio, mientras le toco al pasar la cabeza llena de cicatrices- No estás solo. Somos dos.
Él no dice nada, vuelve a cerrar el medio ojo y sigue durmiendo. 



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