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sábado, 29 de septiembre de 2018

Dos gurises





Mientras manejaba el Lada rojo por la negrura de Cuchilla Grande a las dos de la mañana mi viejo una sola vez se dignó echarme una mirada. Me clavó los ojos desde el espejo retrovisor, y fue suficiente: el reproche no necesitaba de palabras.
“Nunca pensé que ibas a terminar con alguien así” me había dicho unos meses atrás. Juan Ramón era un buen muchacho, simpático, inteligente, pero no había manera de que encajara en los planes familiares. Amante fervoroso y declarado de los fierros, los autos sin silenciador y las picadas nocturnas, había venido a complicarles la vida a mis viejos, que eran feriantes y gente de campo, necesitada de una noche completa de sueño para lograr funcionar durante el día. 
Esa madrugada su sacrosanto tiempo de descanso nocturno no había sido respetado. Eran las dos de la mañana del primer sábado de abril; un rato antes yo había entrado sin golpear a su dormitorio para pedirles si podían llevar a Juan a la casa, porque le acababan de robar el auto. Recién terminaban las dos películas del cine de terror de los viernes, él ya estaba por irse cuando abrimos la puerta para el ritual del último beso en la vereda y encontramos la calle vacía, sin rastros del 2002. 
_ Qué raro que no haya vidrios rotos. -acoté, por decir algo, en la inocencia de los 17 años, y él, desde la mayoría de edad de sus 18, respondió con la mirada fija en el hueco del aire donde estuvo su auto:
_ Lo que pasa es que lo dejé abierto. Lo dejé abierto y con la llave puesta, porque el BM tiene un jueguito para arrancar que solo yo le sé hacer. 
“Un jueguito que solo yo le sé hacer”, iba pensando yo mientras subía las escaleras hacia el dormitorio.  “Un jueguito que solo yo le sé hacer”. Pelotudo. 


Mis viejos se portaron bien. Lo llevaron sin chistar hasta la enorme casa de su familia en la loma del orto, casi llegando a Toledo Chico, y volvieron conmigo en el Lada sin decir ni palabra. 
A mitad del trayecto, de repente, vimos a Juan aparecer manejando a lo loco por Cuchilla Grande. Venía en el Fiat 128 verde de la madre, nos hizo señas y se puso a tocar la bocina hasta que paramos para ver qué quería. Eran pasadas las dos y media de la mañana: él pretendía que yo lo acompañara a buscar al 2002. 
_ El que lo robó lo va a usar hasta que se le acabe la nafta y lo va a dejar tirado en cualquier esquina. Yo quiero encontrar a mi auto.- dijo, y tenía sentido. Miré a mis viejos con expresión interrogante. 
_ Hacé lo que quieras-. murmuró mi madre con voz de cansancio. – Yo no tengo nada que ver, y mañana me levanto a las cinco para la feria. 
Mi padre no dijo nada. 
Yo miré a Juan, que estaba implorándome con los ojos que no lo dejara solo, les dije a mis viejos que en un rato volvía, y me pasé para el Fiat. 

La primera media hora de buscar al BMW fue tensa y silenciosa. Cada cinco minutos yo intentaba decir algo que empezara a sugerir la posibilidad de darse por vencido, pero no obtenía respuestas. Juan solo miraba para adelante y manejaba. No sé para qué me había pedido que lo acompañara: él era un perro con un solo objetivo, husmeando en busca de pistas en un campo tapado de huellas. 
_ ¿Un 2002 blanco con las llantas rojas? Sí, lo vi. Cargaron nafta acá hace como una hora y se fueron para aquel lado. Eran dos, dos gurises-. Dijo el hombre de la estación de servicio donde paramos a preguntar. 
Juan Ramón endureció la mirada. Si habían cargado nafta era porque no pensaban dejarlo tirado en cualquier esquina. Cuando arrancó el 128 se le empezó a hinchar una vena en el cuello, en el mismo lugar donde un año después iba a recibir un corte en un accidente que estuvo a punto de costarle la cabeza. 
Continuamos la búsqueda. Pasamos por zonas de asentamientos, de edificios, de escuelas y cooperativas, hasta terminar en Villa Española alrededor de las cuatro de la madrugada. Ahí de repente, sin explicación alguna, Juan Ramón se detuvo en una esquina y apagó el motor. Se quedó totalmente inmóvil durante unos segundos, concentrado en algo que yo no entendía. Después lo volvió a encender y dobló a la derecha, decidido. 
_ ¿Escuchaste eso, escuchaste? Ese es el ruido de mi auto-.  dijo, y sin esperar respuesta aceleró el Fiat, que salió disparado dejando una estela de humo y un sonido de guerra en el barrio adormecido.
Habríamos avanzado apenas ocho o diez cuadras cuando vimos al 2002 a lo lejos y empezamos a perseguirlo. 
El que manejaba y su acompañante iban tranquilos, de paseo en auto nuevo. Cuando vieron que nos acercábamos no se preocuparon; habrán pensado que les queríamos correr una picada, qué sé yo. Pero cuando Juan se les puso al lado, les tiró el auto encima y amenazó con chocarlos, nos miraron a la cara y comprendieron. El que manejaba, un flaquito tapado hasta los ojos con un gorro de lana negra, pisó el acelerador a fondo, y el 2002 tomó la delantera con un chirrido infernal de las cubiertas sobre el pavimento.
Había empezado la cacería.
Nos vamos a matar. Vamos a salir en todos los diarios. Nos vamos a matar, nos vamos a matar, pensaba yo, pero no lograba articular una palabra. Solo gritaba. Grité sin parar en cada curva, en cada frenazo, en cada esquina que pasábamos sin ver si venía alguien, en cada semáforo en rojo violentado. A los pocos minutos ya había dejado de pensar; solo gritaba y me aferraba con una mano a la puerta y con la otra al asiento. Estaba en primer año del IPA, no había derecho: si me moría esa noche no iba a llegar a recibirme.  Cada pozo de la calle era un salto adentro del vehículo, cada bandazo una vuelta de la licuadora. Y yo seguía gritando. 
Los dos del otro auto, entre tanto, trataban de meternos por calles angostas para que no nos pusiéramos a su alcance, y quizá también para evitar avenidas, por si aparecía un patrullero. Pero nada. 
Juan Ramón no gritaba, no hablaba, ni siquiera pestañeaba. Solo aceleraba y miraba a su auto, adelante. Tenía los ojos de un depredador que persigue a la presa, y ahí comprendí que mi viejo tenía razón al no quererlo en la familia, aunque ya era tarde, porque difícilmente lograríamos salir con vida de esa noche. 
Debemos haberlos perseguido no más de un cuarto de hora, en el cual yo envejecí diez años. No sé por cuántos barrios pasamos. Cada cuadra era una visión de mundos fuera de foco que desfilaban frenéticamente frente a mis ojos: veredas, frentes de casas, autos parados, algún árbol. Nunca un ser humano. A mi lado Juan, acelerando siempre, con las manos firmes en el volante y los ojos duros, vengativos. Adelante, la silueta blanca del BM amagando cambios de calle, tratando de despistar al cazador para ganar distancia, sin conseguirlo. El Fiat corría menos, pero Juan era mejor piloto, y los gurises estaban asustados. Yo seguía gritando, prendida al auto, saltando en cada pozo y pensando que ojalá me animara a abrir la puerta y tirarme a la vereda. 
El desenlace comenzó cuando una curva tomada en dos ruedas nos enfrentó con un chirrido insoportable a la Plaza del Ejército. El morochito que manejaba el BM trató de maniobrar en la rotonda a toda velocidad pero no le salió bien, y mordió el borde del cantero del medio. La cubierta trasera de la derecha se rajó con el golpe. Desde atrás del BM, adentro del Fiat, Juan Ramón y yo contuvimos el aliento mientras veíamos cómo el auto blanco zigzagueaba borracho en la avenida, era esquivado apenas por un taxi y terminaba milagrosamente intacto, parando con una frenada casi en la vereda del otro lado. 
Los dos gurises se bajaron y empezaron a correr en direcciones opuestas. Juan había aflojado la velocidad cuando vio que se iban sobre el cantero, pero ahora volvió a acelerar y sin dudarlo un instante enfiló con el auto hacia el que había manejado el suyo. Mi grito fue el más fuerte de toda la noche. 
_ ¿Qué hacés, boludo? ¡No lo pises! ¡Lo vas a matar!
Pero no tuve respuesta. En un par de segundos el Fiat avanzó hasta ponerse puso a la par del muchacho, Juan Ramón dio de golpe un volantazo hacia él y el auto llegó a impactarlo de costado. El gurí cayó al piso. En la caída su mano izquierda trató de aferrarse a algo, y terminó dejando la huella de sus dedos en la carrocería sucia del Fiat: cinco líneas desesperadas. Yo vi esa mano sobre el vidrio de mi lado cuando iba cayendo, y me tapé la cara por si la sangre salpicaba, pero no hubo nada.  
Pese a la violencia del golpe el gurí se levantó y siguió corriendo para tratar de escabullirse en un corredor entre dos casas. Juan apagó el auto, se bajó y corrió atrás de él dejando la puerta abierta, mientras que adentro del Fiat yo seguía gritando, porque todavía creía que nos íbamos a matar todos en esa noche de mierda interminable.
Dos verduleros que iban en un carro rumbo al Mercado Central habían presenciado toda la escena y ofrecieron su ayuda. Yo dejé de mirar, apoyé la cabeza en las manos y cerré los ojos. Al rato salté al escuchar la puerta de atrás que se abría: era uno de los verduleros, metiendo al muchacho a prepo y sentándosele al lado. Juan Ramón se instaló adelante y arrancó sin decir una sola palabra. Seguí un rato con los ojos cerrados, mientras el auto avanzaba entre las sombras de la madrugada. Ahora íbamos a velocidad más o menos normal. El silencio tenso, impenetrable, continuó instalado en el auto hasta que llegamos a la seccional y entregamos al ladrón para que otros se hicieran cargo de él. 
_ ¿Dónde vivís?- escuché la voz del milico mientras le tomaba la declaración.
_ En la calle Oficial 3… Es en la cooperativa- oí la voz del muchacho, y era una voz conocida.
Levanté la cabeza y abrí los ojos. Recién ahí me animé a mirarlo, y me quedé sin aliento. El gurí era el Cacho, el hijo de mi vecino Cedrez, que tenía 15 años y había sido mi amigo. 
_ Hijo de puta – dije en voz baja, sin saber a cuál de los presentes me dirigía. 
Salí a la vereda, me apoyé en el tronco de una palmera y empecé a vomitar. 

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