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martes, 27 de junio de 2017

¿QUÉ QUIERE, BARRETO?



¿QUÉ QUIERE, BARRETO?      

           Mi abuelo siempre fue simpático y entrador, de sonrisa sincera y un humor juguetón que se advertía con solo mirarle el brillo de los ojos. Tal vez fue por eso que él y Zelmar Michelini congeniaron de inmediato cuando se conocieron en una convención del Partido Colorado que hubo en Melo allá por el año 1952. Charlaron largo rato del campo, las ovejas y las plantas, y antes de despedirse Zelmar le dejó su tarjeta por si alguna vez podía serle de alguna utilidad, cosa que Albino guardó con respeto.
           
            Pasaron los años y las cosas por Cerro Largo empezaron a desbarrancarse. Hubo inundaciones en el 59’, hubo cosechas perdidas,  hubo una epidemia que mató al ganado y por último hubo un padre enfermo que se tuvo que internar en Montevideo por largo tiempo. Es decir, la ruina más absoluta y con todas las letras. Albino entregó a su madre los campos que le arrendara en épocas mejores, juntó mujer y gurisada y se mudó a la capital en busca de nuevos horizontes.
            Era la época del gobierno colegiado de los blancos. A mi abuelo los pesitos que había ahorrado en una vida de trabajo rural se le iban terminando, de manera que un buen día bajó el copete, buscó la tarjeta del diputado Michelini, se puso su traje azul y atravesó la ciudad hasta llegar al Palacio Legislativo, a ver si el conocido de una tarde de charla podía ayudarlo en algo.
            Al principio el portero se puso duro y no había forma de convencerlo de ir a preguntar, pero pasado un rato Albino lo ablandó con su simpatía habitual hasta que aquel fue hasta el despacho del diputado y a los pocos minutos lo dejó entrar al sacrosanto recinto de las leyes. Grande, el lugar, todo lleno de mármol y de brillos. Cuando llegó hasta Zelmar lo encontró muy amable y comprensivo, pero sin demasiada posibilidad de darle una mano. Trabajo no había mucho, el país estaba en una gran recesión, aunque si estaba muy necesitado de repente le podía conseguir para mañana mismo un puesto de pico y pala.
            _ ¿De pico y pala? Ah, no, muchas gracias._ contestó mi abuelo, ya haciendo ademán de retirarse. Él, que había sido el vecino más respetado del Poblado Las Ratas, no iba a aceptar ahora un trabajo de jornalero.
            Zelmar lo miró incrédulo.
            _ Pero Barreto, le ofrezco un trabajo y usted lo rechaza. ¿Qué quiere? ¿Trabajar de Senador?
            Ambos se separaron en buenos términos, y de todos modos a los veinte días apareció alguien por la casa de mi abuelo a ofrecerle un puesto como sereno en un club de Carrasco que poco después compró la Marina y se convirtió en el Club Naval. Ya más aliviado, con un trabajo seguro, en los años siguientes cada vez que alguna de sus hijas rechazaba una propuesta de empleo el viejo bromeaba diciéndoles “¿pero ustedes qué quieren, trabajar de Senador?”.
           
            Pasó el tiempo; hubo cambios. Muchas sonrisas se fueron yendo y dejó de ser momento de bromas.
            Vino 1976 y mi abuelo andaba por los pasillos del Club Naval llorando desconsolado la muerte de Zelmar cuando un milico grande que lo escuchó lo sacó a los jardines y le preguntó si estaba loco, si no sabía que esas paredes estaban llenas de micrófonos y que si alguien lo oía defendiendo a Michelini lo iban a sancionar.
                  _ Perfecto._ dijo mi abuelo_ Entonces quiero que me den la baja ya mismo.
_ Pero, amigo, no sea loco, mire que le va a pasar lo mismo que a Jesús.
Ambos sabían que no se refería al rey de los judíos sino a un compañero que una noche contó horrorizado el procedimiento que había visto en una fábrica donde se repartieron palos a diestra y siniestra.  A los días cayó un hombre proponiendo un trabajo mejor dentro de la Marina para quien quisiera cambiar de aires y Jesús aceptó. Lo citaron para las cinco de la mañana, fue, y lo encontraron una semana después en el río, boyando, con piedras atadas al cuello y un tiro en la nuca.
_ Hágame caso, Barreto. No sea loco y deje de defender a ese Michelini.
Mi abuelo ya venía golpeado por la vida y tenía varias bocas que mantener en su casa. Es decir, que se tragó las lágrimas y siguió trabajando de sereno en el Club hasta jubilarse. Si hizo bien o si hizo mal no soy yo quién para juzgar, pero mi vieja aún siente que esta historia no está cerrada y no va a estarlo hasta que encuentre a alguno de los hijos de Zelmar y pueda contársela.

Si tendremos aún cabos sueltos en esta madeja...
¿Qué somos si dejamos de ser en la memoria de los que nos quisieron?
Habrá que seguir tejiendo palabras. 

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