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martes, 12 de enero de 2016

Enero 2016



Él es un muchacho de unos 18. Habla por teléfono sin articular casi las palabras.
_Vo', amigo, voy en el 14, y no sabés: tiene una mugre bárbara, el piso desgastado, horrible. En el coche 1014, ese.
Me fijo disimuladamente y sí, vamos en el coche 1014, pero estå nuevito, impecable, limpio. La guarda mira al péndex pero no dice nada.
Él sigue hablando. Es casi un monólogo. Parece que se va a Bs As y ya llenó de mentiras al jefe, a la tía y a la abuela, y llama al amigo para ponerlo sobre aviso y que no lo deschave. Al final se ve que es rezongado, porque pide disculpas y corta abruptamente. 
Qué caso perdido, pienso yo, hasta que el péndex me mira y me ofrece un asiento.
Bueno, che, no es para tanto. No es un loco de m..., solo un alma atribulada pero bondadosa.
Saludos desde mi 100 con asiento, y que nunca falte. 





Voy en un ómnibus interdepartamental, saliendo de Tres Cruces. El chofer viene conversando con dos amigos (guarda y encargado, creo), y cuenta entre sonoros bostezos que acaba de dormir una hora "ahí, tirado", que al principio le costó pero al final pudo pegar un ojo. Sus compañeros resultan ser fácilmente contagiables, y al minuto están todos desperezándose y bostezando.
Me pregunto si estaré en buenas manos, me pregunto. 
Ampliaremos.






La arena de Santa Lucía del Este es blanca y suave. Por ella caminábamos, charlando de cualquier cosa, cuando escuché un maullido entre las acacias, y nos detuvimos.
No hubo que buscar mucho: ahí nomás, entre los arbustos, apareció la criatura. Linda, cuidada, con collarcito y muy mimosa. Color gris oscuro y blanco y de un año, más o menos. 
_¡Es el demonio de Tasmania!
_ ...?
_Es el gato de mi vecina, de Nilza- dijo Marila, aliviada. - Le digo así por que uno de estos días le mascó la panza a Pipín. 
_Ah, ta, yo se lo llevo. 
El gato era de lo más maleable, se dejó aupar y pareció contento de ser objeto de nuestra atención. Crucé la calle. Nilza estaba en el jardín. 
_Hola, ¿es tu gato?
_Sí. A ver, espera... No. Es igualito, debe ser hijo del mío, pero no.- dijo, mientras el perro Tiger daba evidentes muestras de querer conocer de cerca al nuevo integrante de la casa de al lado.
_Uh.
Dejé al gato en el patio (no adentro, o Pipín se declararía en guerra) y volví a la playa. Anduve preguntando entre la gente, que resultó ser de lo más solidaria. Una familia excedida de peso aportó al fin un dato: la criatura los había seguido desde las calles 2 y 6. Me pregunté por qué diablos lo dejaron seguirlos, pero no dije nada. Los niños estaban echándole agua a un pobre pescado que habían encerrado en un pozo de arena; era mejor irme antes de armar lío. 
Otra mujer vino a charlar: su vecina había perdido un gato, Alcoyana Alcoyana. Pero no, porque ese era amarillo y este gris.
Volví a la casa (frente al mar), y en el camino vi que el gato me había seguido y estaba bajo un auto. Lo llevé de nuevo y nos quedamos en el frente, mientras Pipín arañaba la puerta desde adentro, seguramente interesado en la novedad de un nuevo amigo en los alrededores. 
Marila y yo empezamos a rastrear al dueño, pese a que ya era mediodía y el sol quemaba fuerte. Pensé que tal vez fuera dificultoso el meterlo en el pet carrier, pero no, porque solito y sin problemas entró y se acostó como si nada. 
Primero fuimos a la esquina de 2 y 6, donde además ella recordaba haber visto un gato igualito... Pero no era, porque ese estaba allí, de lo más pancho en su jardín. El primer ser humano que encontramos era un amigo de mi amiga, pero él no sabía de un gato extraviado por la zona. Pregunté a una viejita, que me mandó a otra casa. Entrevistamos a varios vecinos y nada, pero nos dijeron que hay una página facebook de Santa Lucía, y ahí encontramos una foto del gato, puesta por alguien que lo había encontrado días atrás. O sea, que la criatura es perdidiza. Entre los comentarios de la foto alguien afirmaba que era el gato del herrero, de manera que encontrar al susodicho se convirtió desde entonces en nuestra prioridad uno. 
De todos modos muchas personas dijeron haber visto al gato en esos días; parece que hace tiempo que está solo, pobre.
El herrero no era fácil de encontrar. Yo llamé a un número que aparecía en un cartel, pero el señor estaba en otro balneario, aunque me dijo dónde había un colega en Santa Lucía. Unveterano nos mandó a un lado, una cuarentona a otro, los del almacén tiraron otros datos, y nunca llegamos. Bah, casi nunca, porque cuando ya nos habíamos olvidado del herrero y empezado a dirigir nuestras búsquedas a la veterinaria alguien nos dijo una dirección cercana, y finalmente llegamos a lo del herrero, que venía a ser como Frodo acercándose a la Montaña Solitaria, poco más o menos. 
Bajé en la herrería, que era simplemente una casa, mientras Marila se quedaba en el auto con el gato, que a esa hora estaba medio fastidioso y lloraba la mitad del tiempo. 
Toqué timbre dos veces, y nada. Golpeé las manos, y nadie apareció, aunque se veía en el fondo una silueta humana. Grité. Allá a las cansadas, vino un muchacho. Le dije del gato, y en seguida reconoció que sí, que había sido de ellos, aunque ahora era de un vecino, y que ya se le había perdido varias veces, en fin... Algo es algo. 
La criatura se llamaba Fluffy, dijo, y le dejé una lata de atún que había comprado para alimentarlo, aunque sospecho que se convirtió en el almuerzo de jueves del señor, pero nunca se sabe. 
El reencuentro no fue de lágrimas en los ojos, dice Marila, que no quedó muy convencida de dejarle el gato y hasta estuvo disimuladamente siguiendo al muchacho con el auto cuando fue a buscar al dueño del gato, que vivía en la esquina. 
Yo opté por no pensar, y asumir que estaba todo bien. El gato tenía lindo aspecto y collar antipulgas, y aunque no se mostró muy feliz de que lo dejáramos en la herrería, peor iba a estar en Arbolito, enfrentado a Tania y siendo acosado por Roldana. 
Quedamos en que si lo encontramos de nuevo lo voy a adoptar, razón que explica por qué no pienso asomar la nariz fuera de la casa hasta que vuelva a Montevideo. 
Ampliaremos.





_ ¡Oigo perros y el gato Pipín está afuera!
Los perros se escuchaban lejos, como en la playa, pero por las dudas salí y me puse a buscar una figura gris redonda y sedosa que se destacara entre el paisaje de áloes y acacias que predomina en el entorno.
Nada.
Entré y recorrí la casa: ni sombra del gordo. 
Salí a la calle y agucé el oído. Me pareció escuchar un cascabelito como el de Pipín para el lado de la playa, y empecé a mirar bajo los autos y entre las dunas. No lo veía, pero el sonido muy de vez en cuando me alertaba de su escondida y no muy alejada presencia.
Llamarlo fue inútil, porque no me contesta. 
En cierto momento escuché pasos a un costado, entre una mata de cardos espinosos, uñas de gato y pastizales secos, y lo vi. Estaba al acecho de algo que acababa de moverse en forma sinuosa y reptante. ¡Una víbora! 
Pegué un grito y Marila vino corriendo. Para entonces yo ya había visto que no se trataba de un ofidio playero sino de un precioso lagarto de unos cuarenta centímetros de largo, de color negro amarillento, que miraba a Pipín sin decidirse entre huir o atacar. El gato intentó acercarse más, sin llegar a tirarle un zarpazo, y el lagarto terminó de asumirlo como posible y obeso predador, alejándose un poquito. 
Ahí fue cuando Marila cruzó la zona de espinas, lo agarró aupa y lo cruzó la calle entre recriminaciones varias que Pipín pareció desoír sin el más mínimo vestigio de pena o de culpa. 
En el correr de la última media hora ya se nos tiró un par de veces más hasta la playa. Siempre sale tranquilito, como bobeando, y a la primera oportunidad se vuelve raudo y veloz a la zona de los lagartos. 
Yo espero que si va a mantener otra batalla inter-especies por lo menos me avise para sacar una foto, pero no tengo muchas esperanzas, porque está visto que en este viaje lo menos que le interesa a Pipín es respetar los deseos de los humanos.
Lagartos temblad.




Dos chicas charlan en el 404:
_ Mirá, primero me pusieron un escrito. Yo no entendía nada, no nos habían dado nada para leer, y la directora me dijo que tenía dos horas para escribir sobre qué había hecho hasta ahora y por qué quería ese trabajo. Después, otro día, entrevista con la psicóloga. Era a las 7, yo tenía clase a esa hora pero fui a la entrevista. 7.15, la psicóloga no llegaba. 7.30, y nada. Éramos varias chicas. Preguntamos y nadie sabía. A las 9 nos dijeron que había tenido un accidente y se le complicó, pero era mentira. Sabés qué era? Que se había demorado en el dentista y no pudo levantar el teléfono y avisar. Vos creés que ya estaba? No. Al otro día tuve que hacer un test de inteligencia y a la semana una prueba de aptitud física con electrocardiograma y todo.
_¿Y para qué era el trabajo?
_ Para llevar a los niños de un club desde la piscina hasta el vestuario y ver que cada uno agarrara sus ropas y se vistiera.

MORALEJA: Asistir, permanecer y terminar el liceo es tu derecho.
Me salió re Liceos en Red, pero es la verdad.





Ir al patio a cambiar el agua de tus gatas y encontrarse adentro a semejante tarántula a medio ahogar te coloca en una difícil posición moral y filosófica.
Dar vuelta el recipiente y dejarla escapar en medio de la oscuridad de la noche te condena a pasar varios días con las puertas y ventanas del fondo cerradas, hasta que te olvides.
Pero no había otra. 
La vida vale más que el miedo.
(Me siento como en "Casa tomada", pero al revés: lo clausurado es el exterior y la seguridad está adentro)
Ampliaremos.




Hace tres años que no nos vemos, y los nervios del reencuentro me están destrozando. Voy en el bus fingiendo que es una tarde como cualquier otra, pero sé que no. No nos separamos en malos términos, es verdad, y aún así recuerdo el alivio que sentí al saber que ya no volverìa al octavo piso del edificio Ferrosmalt. Ahora por teléfono me pasó la nueva dirección, y hacia allí me dirijo. Hacia el dolor, hacia las recriminaciones y las noticias poco alentadoras. Es la vida, me digo, hay que encarar. Me fui a Río previendo esta cita y no pude olvidarla ni siquiera bajo el sol inclemente del Polonio. "Todo me recuerda a ti", podría cantarle. Cada paso que doy, todo, todo, hasta el aire me recuerda a ti. 
Un péndex con guitarra me taladra los oídos, pero ni eso alcanza para distraerme. Sé lo que me espera: que Patricia me recrimine por no usar bien el hilo dental, que me diga que la situación ha empeorado y que se quede con buena parte de mi sueldo de aquí a medio año. 
Es dura la vida del paciente.
Bajo en cinco paradas y ya tengo el estómago hecho un ñoqui.
Ooom.





La tarde estuvo fresca y ventosa por estos lares. A las siete y media una mini procesión de tres personas salió del hostel rumbo a la loma del Cabo, para ver la puesta de sol en el mar desde lo alto. 
No éramos las únicas: varios grupetes se estaban desplazando para el lado de la Sur o buscando un sitio elevado donde instalarse. 
El sol se puso entre las nubes; una fiesta de rojos y anaranjados con fondo de olas y aves fugaces.
Ahora llegaba el tiempo de la luna.
A las tres personas iniciales se sumaron los encargados del hostel, parejita feliz y adorable como la que más. Al rato, los chilenos. Y otros, hasta que constituimos un asentamiento provisorio en la loma, frente al faro. Faro que, a todo esto y diga lo que diga Jorge Drexler, se ilumina cada once segundos exactos, según comprobamos con cronómetro. 
Un disco rojo primero y anaranjado después fue ascendiendo de a poquito, entre fotos y caras de arrobamiento total y absoluto.
Qué maravilla esto de estar exactamente en donde uno quiere estar.
Que nunca falte.




La noche de luna llena ayer dio para todo tipo de agites en el Cabo. Cantaba Samantha Navarro, uno de los boliches tenía fiesta electrónica, había una cuerda de tambores, cine a pedal, de todo, todo bajo la luz diurna de la luna gigante y barredora de nubes.
En el hostel la cena había sido compartida y multitudinaria, y terminamos haciendo aparición en el pueblo a eso de las dos. Caminamos las dos cuadras rituales sobre la arena, paramos en varios lugares y terminamos en el bailongo, que ya estaba bastante concurrido. Rara, la concurrencia, debo decir. En principio, ya al entrar, vimos cuatro gauchos recostados a una pared. Jóvenes, grandotes, todos de bombacha, camisa a cuadros, botas de cuero y sombrero aludo. Adentro vi un par más. Y otros tres jugando al pool. Había una invasión de gauchos en La Estación. Los Agro Boys al poder, parece. 
Hoy estaba bajando a la playa cuando me crucé con dos chicas que venían charlando.
_ ¡Te juro, boluda, tenía un revólver a la cintura! Y se ponía así- planteó, parándose a lo compadrito.- Yo le dije: Por lo menos escondé la pistola, me parece re desubicado que estés acá armado.
Ah, mirá, pensé. No sé de quién hablaba pero en el acto pensé en los gauchiagiteros de ayer en el boliche. Los Agro Boys armados bajo la luna. 
Y me fui a la playa, agradeciendo que ninguno haya salido ayer con lo de "Va...ca...yendo gente al baile", que este es un mundo de amor y paz pero nunca se sabe.




Salida de Arbolito a las dos de la mañana.
Cuatro horas de sueño con almohadita inflable.
Una hora de espera por el jeep amarillo.
Playa Sur.
Empanada al horno con queso, tomate y albahaca.
Nuevas canciones.
La Calavera y sus lobos podridos. 
Dunas llenas de objetos arqueológicos que se me esconden.
Cuatro lechuzas a la entrada de dos cuevas.
Un pájaro no tero me persigue reiteradamente.
Paisajes de tierras rojas y barros resquebrajados.
Cine a pedal bajo la luna llena.
Cena en el hostel, y el día aún no termina.
Que nunca falte.





El día arrancó hoy a las cinco y media de la mañana, cuando un teléfono empezó a sonar en la habitación del hostel y la dueña no pudo apagarlo por varios minutos, por suerte, porque vi que ya estaba amaneciendo y al rato aproveché y me tiré hasta la playa. 
Era un día nublado, pero cálido. No había casi nadie en el pueblo, las calles estaban vacías, a excepción de un par de veteranos japoneses que le sacaban fotos a todo lo que se presentaba ante sus ojos. 
La playa estaba también desierta, salvo por los pescadores, que estaban fileteando a todo trapo en el galpón, frente a los barcos de La Calavera. Cerca del faro los lobos se desperezaban y comenzaban las disputas por el territorio de todos los días. Las casitas blancas sobre las rocas me llevaron a cantar cosas de Serrat que creía ya borradas de mi memoria. Un potrillo mama de su madre, que me controla sutilmente hasta que me alejo rumbo al hostel. En el camino, varias gallinas, una de ellas con nueve pollitos, y una casa donde cuatro gatos adultos y tres gatitos de un mes tenían una fiesta sobre la arena. 
El desayuno contó con una torta de dulce de leche para nada dietética, que compré en el Comipaso, como tantas otras veces, y me llevé al hostel con plato y todo ("después me lo alcanzas..."). Tenía muchas calorías, y hubo que bajarlas con una pequeña caminata, que resultó ser de casi cuatro horas. 
La playa Sur estaba casi vacía cuando salí. Seguía nublado, pero sin riesgo de lluvia. Fui zigzagueando, siguiendo el rastro de la marea, y juntando cosas: caracoles, fósiles, huesos, partes de caparazones de tortugas, etc. En un lugar encontré el país de los sapitos de Darwin y anduve de turista por entre los pastitos, sacando fotos, aunque ellos resultaron ser un poco tímidos. 
Volví con una carga de huesos y caracoles que casi rompo la mochila. Cansada. Feliz. 
Tarde de playa y hostel. Empanadas. Ensalada. Charlas muchas. Canciones. Té hindú. Rayes varios. Tortas fritas. Comparación Valizas-Cabo. Encuentro a un tano que vive en Buenos Aires y me cuenta muchas cosas que me sirven para el próximo viaje. Más charlas. Caminata por La Calavera. Teros. Dunas. 
Aire puro.
Agua verde. 
Energía. 
Paz. 
Todo y nada. 
Maravilla. 
Cabo Polonio. 
Que nunca falte.




Fósil de algo indeterminable en la playa Sur. Piedra con forma rara. Centros de placas gliptodontescas. Huesos de lobo. Huesos blancos, grises, negros, marrones. Caracoles. 
¿Dónde diablos voy a meter todo esto?
Cierto que me compré un morral, pero igual.
En el hostel ya me sacaron una foto de desquiciada, rodeada de huesos. Comienzo a pensar que no soy normal. 
Ampliaremos.




A mí me dijeron que los jeeps salían del Polonio a las horas exactas, y a las seis menos cinco ya estaba haciendo una fila interminable para tomarlo. 
El recorrido fue espectacular, con una luna casi llena que iba subiendo entre las dunas y un suave acompañamiento musical a cargo de péndex con guitarra.
Llegué a la terminal a las seis y media, y me senté a ingerir una merienda liviana de empanada y agua tónica bajo el resto de sol vespertino, oyendo los pájaros de los bosques cercanos, mirando los colores del atardecer y saludando alumnos del IAVA que me pegaban el grito desde omnibuses con destino Valizas; todo muy bucólico.
A las siete y diez, hora en que pasaba mi bus, comencé a estar más atenta al tráfico intenso de vehículos. Algunos iban al Chuy, otros a La Paloma, a Rocha y Castillos, a La Pedrera. A Montevideo, nada. Paciencia y esperar.
A las siete y media tomé dos decisiones dos: ponerme una camperita e ir a la oficina de Rutas del Sol, a preguntar qué pasaba. La chica que atendía justo se estaba yendo; apenas alcancé a oír lo que le decía a un hombre que un segundo antes le preguntó qué estaba pasando con nuestro ómnibus: 
_ Ya está viniendo.
Ah, menos mal.
Y me senté a esperar. A esa altura ya los de las 19.10 comenzábamos a dar señales de tribu: intercambiábamos alguna información y nos mirábamos como víctimas de la situación.
Ocho menos veinte seguíamos en veremos. 
Busqué el teléfono de la agencia de Rutas en Valizas y llamé.
_ Ah, sí... El ómnibus salió demorado, ya va en camino.
La tribu (de unas veinte personas) esta vez se comportó de modo más ritual: todos se acercaron apenas oyeron que llamaba, les conté el magro resultado y fuimos coincidentes en una verdad que a esa hora ya parecía irrefutable: 
_ Nos mienten, nos dicen cualquier cosa para sacarnos de encima.- y ahí consideraciones varias sobre el monopolio de la empresa y la marencoche.
A las ocho, aún nada. Ya caía la noche, los locales de la terminal habían ido cerrando sus puertas y todo apuntaba a que nos quedaríamos solos en los andenes hasta quién sabe cuándo. Algunas personas hablaban de solicitar la devolución o cambio de pasaje para volverse al Cabo. Yo lamentaba no haber aprovechado una horita más de playa, mientras una familia de paraguayos, que venía muy molesta por descubrir que en el Cabo sí había luz después de todo ("¡Y celulares!!"), indagaba entre los presentes para saber hasta qué punto este retraso era habitual en nuestros balnearios. En ese momento un muchacho de la terminal (MUY lindo, él) se apiadó de nosotros y llamó al responsable de Rutas del Sol, a ver qué diablos pasaba. 
En eso, aparece el bendito coche A de las 19.10. Venía rapidito, como quien sabe que está en falta, y al estacionar casi casi pisa a una persona. Mientras el guarda trataba de guardar los bolsos en la bodega y capear el temporal de quejas de la mitad de los pasajeros el chofer se quejó con el muchacho lindo por haberlo denunciado, pero este último no se quedó callado:
_ A vos tendrían que sacarte la libreta; no podés conducir así, sos un peligro.
_ Andá, alcahuete, qué tenés que estar llamando.
_ Sos un psiquiátrico, no tendrías que estar manejando.
Oh oh. Voy a viajar 260 km en las manos de un psiquiátrico estresado, iupi iupi. 
Finalmente, a las 20.05, salió el bus de las 19.10.
El viaje duró, como siempre, cuatro horas. Al principio el guarda (que era muy simpático, tal vez demasiado, dada la situación) se paró en la parte de adelante del ómnibus y dijo que llegaron tarde por su culpa, pero no sé por qué yo no le creí. La versión oficial fue que le erraron de ruta y en vez de tomar la 10 salieron por la 9 hasta Aguas Dulces, pero eso no hubiera implicado una hora de atraso, no. Acá pasó algo más, pero no nos dijeron. Además el ómnibus vino totalmente vacío, y eso es imposible, dado que salía de Valizas a la hora pico de un jueves. 
O sea, misterio. 
Por suerte yo estaba agotada y dormí todo el camino, excepto en dos oportunidades, en que me despertó un grito ajeno. 
El primero fue MUY raro. Una voz de hombre que de repente en medio de la noche gritó un "¡Ay...ay, ay!" que me sonó a gemido placentero. Otro misterio, Nadie dijo ni una palabra; no sé cuántos lo habrán escuchado, pero fue bastante fuerte como para despertarme, y conste que mi sueño es lo suficientemente pesado como para que una vez se me cayera un cuadro en la cabeza sin que me enterara.
El segundo fue un péndex que de repente empezó a gritarle al guarda:
_ Vo', la concha de tu madre, no paraste en el Becu!!
_ Sí, yo avisé: pegué dos gritos y nadie contestó.
_ Ah, disculpá. ¿Me abrís acá?
_ No, hasta Calcagno no hay parada.
_ Pero yo no tengo plata para el ómnibus_ respondió el pibe, que ya se paró y se fue para adelante con todos sus petates. Se ve que discutieron, porque escuchábamos frases entrecortadas del tenor de "es un día difícil", pero al final accedieron y lo dejaron donde quería.
Y colorín colorado, a la medianoche me bajé en la desolación de Portones, porque no quería seguir en ese Rutas ni medio minuto más de lo estrictamente necesario, y me tomé un taxi hasta Arbolito.
Es complicado viajar en Rutas del Sol. 
Lo que no quiere decir que no vuelva a intentarlo de nuevo en pocas horas.




"60 ondulines morochos..."
"Tapones para los oídos en el material conocido como silicona"
"La auténtica pomada china que actúa dentro de las fosas nasales"
Se le puede criticar mucho al señor vendedor de bus, menos falta de variedad de productos y originalidad de pregón.





Cuando levanto la vista y me fijo en mis compañeros de viaje del 100 Ciudadela en el que voy de inmedato percibo algo raro: hay muchas viejitas que parecen como clonadas, todas de camisa blanca, pollera negra larga y cabello gris recogido en un moñete y sujeto con broches sapito plateados.
Al principio son como cuatro, pero en cada parada suben mås y más. Ya son más de diez solamente en la parte delantera del ómnibus, que es lo que veo desde mi asiento, y encima se conocen todas, porque se saludan y charlan de cosas de viejitas, incluso rechazando eventuales asientos que los demás pasajeros les ofrecemos con la secreta intención de desbaratar sus planes de dominar el mundo y obligarnos a todos a los moñetes, el cabello blanco, las camisas blancas y las polleras negras y largas.
No se duerman, compatriotas.
Las viejitas se están complotando y tal vez ya sea demasiado tarde.
Ampliaremos.
Si ellas quieren.



¡Un picaflor en mi jardín!
¡Un picaflor en el microscópico jardín de mi casa en la Curva de Maroñas!
Se posó en la cuerda de la ropa y anduvo unos segundos revoloteando entre los malvones que, ahora que los miro, están aprovechando la pared para desperezarse y ya tienen como dos metros de altura.
Enero mágico.
Que nunca falte.






Lo primero que vi cuando salí de mi casa fue a dos niñas de seis o siete años que jugaban en la esquina con un gatito blanco y negro de unos tres meses. Le hacían mimos y él las correteaba entre el pasto de lo más divertido.
Pasé por ellos obligándome a no mirar por las dudas que el Silvestrino estuviera abandonado. No mirar, no pensar, no detenerse... Mirar hacia adelante.. 
Por la vereda de enfrente se acercaba una chica que juzgué de unos quince años: de musculosa, con una minifalda aún más corta que la mía y una cosa en la mano que en mi infancia llamábamos monopatín. De todos modos se ve que tan joven no era porque una de las nenas se dirigió a ella:
_ Mirá, mamá, un gatito!
_¡Ay, las va a arañar!- gritó la ex muchacha, súbitamente devenida de teenager deportista en vieja de porquería (por no decir vieja de mierda, que a algunos no les gusta).
Pobre madre, pobres nenas, pobre gato, pensé. 
Y no pensé más. 

Mis crónicas de vacaciones no tienen cierre, lector. No exijas mucho a mi cerebro hasta que pase turismo. 









Era el 3 o 4 de febrero de hace veinte años; venía caminando con Aldo por Pilcomayo cuando una piltrafita maullante nos llamó la atención desde la vereda. Era un gato blanco que no tendría más que un par de meses, mugriento, piel y huesos, con algunas lastimaduras leves, puro ojos. Un ojo verde y uno celeste. Aldo sugirió que le pusiéramos Bowie y yo (que hasta entonces no tenía ni idea de esa peculiaridad del cantante) estuve de acuerdo. 
Cuando aparecí en Arbolito con semejante adefesio mi vieja puso el grito en el cielo y me dijo que no, que de ninguna manera, que ni soñando. 
_ Si se va el gato me voy yo- le dije, y acto seguido me puse a llamar a hoteles que aceptaran mascotas, para irme con la criatura. Al rato mi madre asomó la cabeza desde su dormitorio y dijo que me dejara de pavadas pero que me daba permiso de quedármelo solo por unos días, hasta que lo lográramos poner un poco más regalable, porque así no hay vuelta, nadie lo iba a adoptar.
Lo bañamos. Lo llevamos al veterinario. Lo desparasitamos. Lo alimentamos. Con la comida el gato se infló de golpe y se convirtió en un ejemplar de unos tres meses: había estado tan hambriento que parecía mucho más chico, pobre. Poco a poco comenzaba a parecer un felino normal y todo. 
A la semana mis viejos se fueron para Ñangapiré, y yo me encontré con una nota en mi cuarto: "No regales al gatito. Es nuestro".
Y fue. 
El gato se convirtió en seguida en el preferido y mimoso de mi viejo, lo seguía a todas partes y pasaba en su falda, hasta que murió prematuramente un par de años después, de una infección renal. Yo creo que el Cele adora a la gata Guaytica porque al ser toda blanca le recuerda un poco a Bowie, aunque él nunca lo va a reconocer.




Una vieja a otra en el 112:
_ Me dijeron tanta cosa, pero lo que yo quería oír no me lo dijeron, que era "ojalá te mueras". Eso no me lo dijeron.

No sé por qué pero me parece que las crónicas de bus del 2016 vienen medio heavys.

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