Vistas de página en total

miércoles, 24 de septiembre de 2014

La visita





_ ¿Probaron las galletitas? ¡Servite una galletita; están ricas! ¡Dale, servite, no hagas cumplidos!
Estoy sentada en el living de la que fue mi casa hasta los quince años, oyendo la voz de la tía que vivió pared por medio con mi familia todo ese tiempo, y todo es y deja de ser pasado y presente momento a momento.
Las voces y el espesor del tiempo son los mismos.  Sobre todo las voces.
_ ¿Querés un vaso de Coca?
Igual que antes: ni bien entraba a lo de tía Marina por alguna reunión familiar, ya tenía un vasito de plástico rojo con Coca Cola ante mis ojos. Esta vez el vaso era de vidrio, pero yo seguía midiendo un metro diez y vistiendo buzo de lana bordó y pollerita tableada a cuadros escoceses, o eso me parecía.
_ Esta habitación da la impresión de ser mucho más chiquitita que cuando yo vivía acá. No sé cómo entraban la cama, la cómoda, las sillas y los cuadros.
_ ¡Lo que es la memoria! ¿No?
_ No, mamá._ tercia Marita, la hija de la tía_ No es la memoria. Esta habitación es de verdad más chiquita; nosotros reciclamos la casa y le sacamos como cuarenta centímetros de ancho.
_ Sí, ya vi que ustedes cambiaron todo, menos la mesada de la cocina.
_ Esa también es nueva.
_ Ah.
Miro a mi alrededor buscando algo que pudiera reconocer. Frente a mí estaba sentada Rosario, la señorita Rosario, mi maestra de cuarto, quinto y sexto de escuela. Había venido caminando conmigo desde Camino Maldonado; ella antes pasó un ratito por la cárcel y después hicimos un par de cuadras solitarias, donde el único ser vivo que nos cruzamos fue un caballo blanco, inmóvil, con todo un costado embarrado y atado a la ventana abandonada de una fábrica. Estaba acompañada en esta visita también por su madre y su hermana.
La hermana, María, la Bióloga de la familia, la que se resiste a usar celular, pasa sus buenos diez minutos buscando papel y lápiz para anotar los teléfonos, edades y fechas de nacimiento de parientes varios, mientras la tía nos cuenta que menos mal que se rompió el timbre, así ahora nadie la molesta y además se evita problemas, porque el barrio está bravo. Ah, sí, concuerda María, mientras llena la mesa de bandejas de alfajores y cuenta que una vez un ladrón le robó la cartera y ella tuvo que resignarse a perder los dos o tres frascos de vidrio con mosquitos que llevaba. 
La madre de ambas, Gladys, tiene el pelo blanco, el carácter apacible y la memoria perfecta. Todas hablamos a la vez, tomamos refrescos y comemos alguna cosita mientras dentro de nuestras cabezas se producen ajustes y reajustes de imágenes cada medio segundo. Extrañamente, soy la más joven de una reunión de seis personas. Siempre fui la más joven en esta casa, pienso, o al menos lo era mientras vivía aquí.
Busco reconocer lugares y solo encuentro fragmentos. El árbol del frente, unas baldosas en la pared, el parrillero. Me faltan los tangos de D'Arienzo, las plantas de ananá, la cucha del Terry, el ciruelo lleno de bichos peludos y los sapos alrededor de sus raíces. Los recuerdos no coinciden, pero nunca lo han hecho, y terminan escurriéndose hacia la quinta, donde el limonero del tío Isaías parece que se viene abajo de tantas frutas amarillas.
La visita dura un par de horas. Cuando subimos al taxi de la vuelta nos cruzamos al marido de mi prima que viene remolcado por una locomotora dorada y jadeante que debe ser su perro gigante, y apenas si lo saludamos con la mano mientras ponemos proa al final de un domingo en otros ambientes y tiempos.
Termino el primer fin de semana  de las vacaciones de setiembre metiéndome en la cama a las nueve de la noche y durmiendo de un tirón hasta que mi gata Roldana me despierta arañando la puerta del dormitorio a las seis de la mañana, como todos los días.






No hay comentarios:

Publicar un comentario