_ ¿Probaron las galletitas?
¡Servite una galletita; están ricas! ¡Dale, servite, no hagas cumplidos!
Estoy sentada en el living de la
que fue mi casa hasta los quince años, oyendo la voz de la tía que vivió pared
por medio con mi familia todo ese tiempo, y todo es y deja de ser pasado y
presente momento a momento.
Las voces y el
espesor del tiempo son los mismos. Sobre
todo las voces.
_ ¿Querés un vaso de Coca?
Igual que antes: ni bien entraba a lo
de tía Marina por alguna reunión familiar, ya tenía un vasito de plástico rojo
con Coca Cola ante mis ojos. Esta vez el vaso era de vidrio, pero yo seguía
midiendo un metro diez y vistiendo buzo de lana bordó y pollerita tableada a
cuadros escoceses, o eso me parecía.
_ Esta habitación da la impresión de ser mucho
más chiquitita que cuando yo vivía acá. No sé cómo entraban la cama, la cómoda,
las sillas y los cuadros.
_ ¡Lo que es la memoria! ¿No?
_ No, mamá._ tercia Marita, la
hija de la tía_ No es la memoria. Esta habitación es de verdad más chiquita;
nosotros reciclamos la casa y le sacamos como cuarenta centímetros de ancho.
_ Sí, ya vi que ustedes cambiaron
todo, menos la mesada de la cocina.
_ Esa también es nueva.
_ Ah.
Miro a mi alrededor buscando algo
que pudiera reconocer. Frente a mí estaba sentada Rosario, la señorita Rosario,
mi maestra de cuarto, quinto y sexto de escuela.
Había venido caminando conmigo desde Camino Maldonado; ella antes pasó un
ratito por la cárcel y después hicimos un par de cuadras solitarias, donde el
único ser vivo que nos cruzamos fue un caballo blanco, inmóvil, con todo un
costado embarrado y atado a la ventana abandonada de una fábrica. Estaba acompañada en esta visita también por su madre y su hermana.
La hermana, María, la Bióloga de la familia, la que
se resiste a usar celular, pasa sus buenos diez minutos buscando papel y lápiz
para anotar los teléfonos, edades y fechas de nacimiento de parientes varios,
mientras la tía nos cuenta que menos mal que se rompió el timbre, así ahora
nadie la molesta y además se evita problemas, porque el barrio está bravo. Ah,
sí, concuerda María, mientras llena la mesa de bandejas de alfajores y cuenta que una vez un ladrón le robó la cartera y ella tuvo que resignarse a perder
los dos o tres frascos de vidrio con mosquitos que llevaba.
La madre de ambas, Gladys, tiene el pelo blanco, el carácter apacible y la memoria perfecta. Todas hablamos a la vez, tomamos refrescos y comemos alguna cosita mientras
dentro de nuestras cabezas se producen ajustes y reajustes de imágenes cada
medio segundo. Extrañamente, soy la más joven de una reunión de seis personas.
Siempre fui la más joven en esta casa, pienso, o al menos lo era mientras vivía
aquí.
Busco reconocer lugares y solo
encuentro fragmentos. El árbol del frente, unas baldosas en la pared, el parrillero. Me faltan los tangos de D'Arienzo, las plantas de ananá, la cucha del Terry, el ciruelo lleno de bichos peludos y los sapos alrededor de sus raíces. Los recuerdos
no coinciden, pero nunca lo han hecho, y terminan escurriéndose hacia la
quinta, donde el limonero del tío Isaías parece que se viene abajo de tantas frutas amarillas.
La visita dura un par de horas.
Cuando subimos al taxi de la vuelta nos cruzamos al marido de mi prima que viene remolcado
por una locomotora dorada y jadeante que debe ser su perro gigante, y apenas
si lo saludamos con la mano mientras ponemos proa al final de un domingo en
otros ambientes y tiempos.
Termino el primer fin de semana de las vacaciones de setiembre metiéndome en
la cama a las nueve de la noche y durmiendo de un tirón hasta que mi gata
Roldana me despierta arañando la puerta del dormitorio a las seis de la mañana,
como todos los días.
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