Cuando era gurí chico el gran misterio de mi vida era
averiguar si el dueño anterior había o no había enterrado el cadáver de su
mujer en el sótano de la casa de mi abuela, pero la casa se vendió sin que
nadie hubiera encontrado la entrada y nunca lo supimos.
Al ir creciendo las dudas cambiaron de rumbo y se centraron
en qué diablos preguntarían los profesores en cada escrito de Historia o
Geografía, instancias en las que demostré sobradamente que no soy bueno ni
estudiando ni adivinando.
Hoy que ya soy grande no creo en fantasmas ni en intuiciones y me bastaría con saber si la morocha que se toma el 103 cada mañana en mi
parada ha tomado debida nota de mi existencia y si algún día me voy a animar a buscar un
pretexto para hablarle.
Ya sería tiempo de ir juntando algunas certezas, dice mi
madre.
Y mi viejo: “decime, papanatas,
¿algún día te vas a decidir a hacer algo?”
Yo a la morocha la miro, la miro y creo que ella sabe. Pero yo no sé.
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