DÍA 1
Tras una aburrida mañana de clases de apoyo en Florida sin alumnos a apoyar, comienzo
mis diez días de fisioterapia yendo en un 316 hasta el COSEM de Parque Batlle,
al cual llego con ocho minutos de adelanto. Se supone que la clínica a la que
voy queda justo al lado pero no logro darme cuenta de cuál es porque las
casas linderas no ostentan cartel alguno, de manera que subo las escaleras,
entro a COSEM y pregunto.
_ Hola. ¿Me dirías cuál es la
clínica Italia?
La chica me mira con evidente cara de
superioridad moral.
_ La clínica Italia
(remarca) está en Avenida Italia, junto al COSEM de Albo.
Pequeña y breve autoflagelación interior, mientras bajo lo más rápido posible y salgo a la calle. Me equivoqué de COSEM, no
es tan grave. Hace un calor tormentoso, son las cuatro y media de la
tarde y no pasa ni un taxi. Decido caminar, a sabiendas de que eso no le hará
nada bien a mi tendón de Aquiles izquierdo, causante de esta y otras
complicaciones de los últimos meses. En el camino me detengo un par de veces a
fotografiar hongos marrones en los canteros del Parque Batlle, que con la
abundancia de lluvias han proliferado de lo lindo.
Llego a la clínica
transpirada y dolorida. La recepcionista me mira con aire de crítica implícita y me
comunica que he llegado con diez minutos de retraso, situación que limita mi
tiempo de fisioterapia,. Los minutos no se verán compensados dado lo estricto
del horario previsto para cada paciente. Días más tarde me daré cuenta de
que de la media hora prevista el tratamiento insume solo quince o veinte
minutos y que si llego un poco tarde no complico a nada ni a nadie, pero esta primera vez bajo la escalera como quien lleva un cartel de culpable en la
frente. Culpable y despistada, en realidad, ya
estoy acostumbrada. La chica que me atendió se
ve que no, porque cuando pretendí pagar la sesión me miró por entre sus lentes
de aumento y me lanzó una frase matadora:
_ Tú ya pagaste por este
tratamiento.
Yo no me acuerdo; para mí
que no, aunque no voy a pelear por eso. ¿Habré pagado?
En el piso de abajo me esperaba una joven. La fisioterapia consiste en que me tiendo boca abajo en una
camilla donde me tocan el pie con algo enchufado a un aparato cuadrado, me
ponen gel en el tobillo y vuelta a tocarlo, esta vez con otro aparato
misterioso. Luego la técnica me enseña tres tipos de ejercicios de elongación que
deberé realizar a partir de ahora varias veces por día. Y eso es todo. Terminó el primer día de
fisioterapia. Solo quedan nueve más.
DÍA 2
Otra sesión vespertina,
porque de mañana tuve examen en el 58. Llego con tres minutos de adelanto para
compensar lo de ayer. Me gusta el detalle de las bolsas de nylon con un
paraguas dibujado junto a la puerta de entrada, como indirecta para que una guarde su chorreante adminículo antes de
ingresar al sagrado recinto de la salud y los pisos encerados.
Me toca otra técnica
(“Licenciada”, me corrige), esta vez más charlatana que la anterior. Ella
también odia a los mosquitos; entre las dos logramos darle muerte a un gordo
que estaba posado a medio metro de la camilla como eligiendo su presa. Con la humedad reinante estos bichos están muy subidos al caballo. Hablamos
durante todo el rato y cuando me estoy por ir me dice quiere hacerme
una preguntita. Saca un colorido catálogo de su cartera. Sonamos, pienso, es
vendedora de Avon. Pero no. Me muestra dos vestidos y me pide opinión sobre
cuál será el mejor para un casamiento en marzo. Elijo el gris, que es más sexy,
y me vuelvo rapidito a mi casa, que ando con un boleto de dos horas y no quiero
que pase el tiempo del retorno.
DÍA 3
De mañana fui a Florida, y
me mojé, pero poco. Por la tarde sigue el gris, con el calor pesado
de este febrero.
La misma chica de ayer, esta
vez con la mitad de la energía porque está muy mal del estómago. Me entero de
todo lo que ha comido en los últimos dos días, de sus desencuentros amorosos y
de sus opiniones sobre los gastos comunes. Es muy joven, a veces parece una alumna de segundo ciclo aunque debe haber pasado los veinte.
Ya aprendí que el tiempo me
da bien así que hago mandados en el Disco de Garibaldi, tratando
de escapar a la góndola de los alfajores y afines con éxito moderado.
DÍA 4
Jueves de examen en el 58 y
fisioterapia tardía, a las seis. Después hay un homenaje a Lorca en el Hotel
Carrasco y un encuentro con mis amigas Literatas en Buceo. En vista de tanto
movimiento sería muy bonito que el tiempo se arreglara un poco, pero sigue pesado y lloviznoso. Llegué bien pero apenas, gracias a un COPSA que vino volando.
Durante el tratamiento la
fisioterapeuta me muestra fotografías de un perro diminuto cuya raza no logro registrar, tal vez porque para mí no es más que un cuzco
chiquito, probablemente medio histérico como todos los perritos símil de juguete.
_ ¿Estás haciendo los
ejercicios de elongación?
_ Eeh… Sí. A veces.
Dos veces, para ser más
precisos, los he hecho dos veces en los últimos cuatro días. Mea culpa. Prometo
(para mis adentros) corregir este nivel de boludez y hacer muchos, muchos
estiramientos.
DÍA 5
Viernes: fin de la primera
semana de tratamiento. Veo fotos de la futura novia del perrito microscópico de
la chica, que piensa que en una terraza pequeña los dos van a
congeniar y disfrutar de la vida. No logro convencerla de lo
contrario.
El pie sigue igual de
inflamado y yo sigo sin hacer los deberes. Anoto mentalmente que en el fin de
semana deberé ponerme al día, y me voy al supermercado.
DÍA 6
Toda esta semana me toca ir
a la clínica a las dos de la tarde, como se encarga de recordarme COSEM vía
mensajitos de texto en cada jornada. El único problema de hoy es que estaba
terminando de ver una película en mi casa cuando me di cuenta de que era casi
la una y media, y tuve que salir corriendo (es un decir), sin cambiarme de ropa
y sin peinarme, o no llegaba. No estaba para cruzarme con ningún conocido:
cuarentona, pasada de kilos y desprolija ya es mucho decir, pero por suerte no,
nadie, nadie. Espero.
13.57 estaba frente a la recepcionista firmando el papel de todos los días y bajando la escalera. Lo que no ocurrió
como siempre fue que me hicieran pasar a los dos o tres minutos. Me quedé en la
sala de espera, con el mismo televisor encendido y silencioso de todas las
tardes, mientras el tiempo pasaba y nadie reparaba en mi presencia. Estaba
puesto en un programa deportivo de cable; era interesante ver la cara de hijo
de puta que ponía el conductor, un rubio que seguramente pensaba
que así ganaba puntos frente a los panelistas y las mujeres del
público.
A las dos y cuarto subí a
ver qué pasaba. La chica de la recepción me miró casi con pánico, voló por las
escaleras mientras me pedía disculpas y me hacían pasar a un cubículo. Parece que habían pensado que yo estaba con la de la semana pasada
pero ella no había ido a trabajar, o sea que quedé en banda. De todos modos la de hoy me
gustó más que las anteriores; se le notaba la vocación en lo que hacía,
en las preguntas, en el interés por el paciente. Esta sesión me aportó más que
todo el resto.
Ya volviendo por Garibaldi
tuve una extraña visión: una chica se estaba
sacando los pantalones en la vereda. Y era cierto. Se sacaba un pantalón negro
y debajo tenía una calza, mientras yo transpiraba de lo lindo porque el calor malsano de estos días pasados por agua continúa al firme. No
entendí mucho. Cuando la pasé me di cuenta de que era la compañera
del que revolvía el contenedor de la esquina, al cual ella le gritaba.
_ ¡Decís que me amás pero
qué vas a amarme, si sos terrible pastabasero, vos!
_ ¡Linda calza!_ fue su
comentario al pasarle yo por al lado, y siguió gritándole cosas al tipo, que no
vi que le contestara.
DÍA 7
Ya al subir al ómnibus me di
cuenta de que el día soleado no iba a mantenerse por mucho rato. Había hecho mal en salir sin paraguas. Llegué a la clínica con dos minutos
de adelanto y me atendió un muchacho que me pareció tan vocacional y serio
como la de ayer. Me hizo preguntas, me dio ideas, vino el láser, el ultrasonido, y a los quince minutos ya iba doblando por Garibaldi hacia 8 de Octubre.
No estaba preparada para lo
que vi. Cierto es que apenas salí me extrañó la oscuridad de ese mediodía, pero
a la nube negra gigante que se cernía sobre el barrio no me la esperaba. Iba a
tener que comprar un paraguas en el Disco; por suerte andaba con plata. Apuré el paso y llegué con la primera gota; en un segundo aquello
fue el Diluvio Universal. Desde adentro del supermercado se escuchaba el agua
batir furiosamente sobre el techo, e incluso dentro del establecimiento, porque
en cierta zona se armó una catarata interior de lo más ornamental, hasta que
los empleados pusieron en su lugar una palangana gigante, menoscabando la
belleza del espectáculo. Demoré unos quince minutos, los justos como para que
al salir ya la lluvia hubiera pasado, con lo que no compré ningún paraguas, que
en verdad tengo dos en casa y por ahora más no preciso.
El 103 de la vuelta fue un
caleidoscopio inefable de discusiones varias entre pasajeros más o menos
ensopados, que prefiero pasar por alto. En Camino Maldonado muchas ramas caídas
daban cuenta de la furia del ventarrón de hacía un rato, mientras que un auto
verde oscuro que parecía evidentemente recién chocado y muy abollado despertaba el interés
de vecinos curiosos desde la vereda de enfrente. Por la noche me enteraría de que en realidad no había sido un choque con otro vehículo sino que se le había caído un árbol encima. La llegada a casa la hice bajo
llovizna excepto los últimos metros, cuando se largó el chaparrón obligándome
a correr lo más rápido que pude. La cocina está inundada porque dejé la ventana
abierta pero no es preocupante. Ya me estoy acostumbrando a la existencia
semi branquial de las últimas semanas.
Hoy es 11 de febrero, y no ha
dejado de llover desde el 20 de enero. Me pregunto
si los devotos de la virgen de Lourdes irán la gruta con un tiempo
como el de hoy, y si seguirán cargando botellitas con agua de OSE como si fuera
bendita, como hacían cuando yo era chica. Y si habrá señoras que hagan tortas
fritas bajo la lluvia. Y si seguirá existiendo la gruta. Y si yo haré algún día los ejercicios de elongación que me mandaron.
Ser o no ser -una inútil-: ese parece ser el dilema.
Ser o no ser -una inútil-: ese parece ser el dilema.
DÍA 8
Llego y me voy con sol, me atiende la del lunes, cero novedades. Rutina.
DÍA 9
Un muchacho nuevo me dedica mucho tiempo y me explica más cosas, con ejercicios de elongación para realizar (o no). A la salida saco número para la fisiatra (en veinte días) y vuelvo a casa comiendo en el 103 las papitas noissette que acabo de comprar en el Disco, mientras pienso que mañana es mi último día de diaria peregrinación a la Clínica Italia.
DÍA 10
Diez sesiones, dos semanas, veinte buses y cinco licenciados más tarde soy dada de alta de la fisioterapia. El tendón está un poco más desinflamado aunque no curado. Los ejercicios siguen esperando por mayor continuidad de mi parte. Camino rápido y sin renquear, pero eso se lo debo a la pomada de uso veterinario que estoy usando desde que una amiga me la recomendó en Valizas, porque desde el primer día su acción fue casi mágica. Si cualquier día de estos me oyen relinchar o ven que hago ademán de rascarme pulgas con el pie lesionado, ya saben por qué es.
Y con esta sencilla pero emotiva ceremonia doy por clausurada la presente edición del diario del paciente y toco madera para no volver a reabrirlo por mucho, mucho tiempo.
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